sábado, 25 de marzo de 2017

Victoria Rodríguez/Marzo de 2017



1.
-       No te comas las uñas – me codea mamá. “Cómo de costumbre diciéndome que hacer o no”. A ella la espera no parece molestarla. A mí me mata.
-       Son mis uñas, me las tragaré todas si quiero – respondo en tanto  miro a la mujer sentada en la hilera de adelante. Se la ha pasado arrancándole la boca a su pareja a besos.
Ella parece ser su madre, con las arrugas del cuello ocultas tras un polvo arena, que no ayuda mucho, cabello tinturado de un amarillo chillón, ojos claros, protuberantes senos y un tonto moño de colegiala en la cabeza. Él, un joven delgado de cabello desordenado, las uñas pintadas de negro, tez pálida, pómulos sobresalientes, dientes amarillos con adornos plateados, cubierto de tatuajes de “Guns and Roses” y con la inscripción de “Die for a Cause” escrita en el respaldo de su chaqueta sin mangas, la acaricia lascivamente. En un momento ambos están riendo a carcajadas.
Han de pertenecer a la clínica de fertilidad que queda en el piso de abajo. Ellos ni se dan cuenta dónde están “un motel” eso sin duda es lo que deberían buscar, o un parque, o un callejón oculto en las sombras. Podrían pensar que estoy celosa. Y sí lo estoy.
-       Turno 133 – grita la recepcionista desde su escritorio con el teléfono en las manos. Arrugo el papel en el que señala que quedan 152 personas más para que sea mí turno.
-       Tranquila Madison será rápido.
-       Tranquila mamá ya lo sé.
Me concentro en otra cosa que no sea la agobiante charla de mamá sobre el episodio de theVoice en el que su concursante favorito fue eliminado. Odio la música y los realities en los que jóvenes alcanzan la fama tras un concierto, me parece absurdo cómo el público los vitorea y estúpido cuando lloran por quedar eliminados. Todo eso está planeado. Cualquiera lo sabe.
Me quito de la espalda la maleta azul que siempre cargo a todos lados. Es de un tono celeste con bolsillos a los lados y lo mejor estrellas que pinté con un marcador negro en todo el contorno. Descorro la cremallera y coloco sobre mis piernas  mí cuaderno, yo misma lo decoré con brillantina dorada. En él plasmo lo que más amo en el mundo: Estrellas, planetas, nebulosas, cometas, meteoritos, galaxias, constelaciones, pero sobretodo, El cinturón de Orión. El cúmulo estelar que veo cada noche antes de dormir. Al que planeo regresar muy pronto.
A medida que el lápiz rasga la blancura de las páginas recuerdo un día en clase de ciencias de quinto grado, cuando la señora Johnson nos llevó al Observatorio Nacional. Un hombre con una bata blanca, lentes gruesos y cabello color helado de vainilla nos dejó mirar a través del telescopio y entonces lo vi: El cinturón de Orión. No supe de inmediato que ese era su nombre, por supuesto, más sí entendí que pertenecía a ese lugar. Desde ahí mí amor por el universo estelar se ha vuelto casi una obsesión ¿y quién necesita amigos o novio cuando tienes las estrellas con su belleza de tú lado?
Realizo un dibujo bastante exacto de la constelación del Arquero, trato de no olvidar ningún detalle en lo absoluto. Es así como conservo la calma. “Una chica de 15 años en el hospital un viernes por la tarde ¡que divertido!”. El hospital se ha vuelto más un segundo hogar que otra cosa.
-       No es tan malo hija. Solo será una revisión de rutina.
-       Pues prueba desnudarte ante un médico y dejar que te toque toda, de seguro pensarás distinto.
-       Yo he ido al médico “Madi”, cuando te tuve a ti y a Brandon, cuando me torcí la muñeca o cuando me quemé con la sartén, sé cómo es.
-       Entonces no finjas que es bueno, apesta.
-       Sabes que no me gusta que digas esas cosas.
-       Apesta, apesta, apesta – repito regresando a mí dibujo.
No me gustan las clínicas, hospitales ni médicos porque siento que me arrancan cada célula de vida en cuanto cruzo por la puerta. Solo los enfermos van a esos lugares, y los gérmenes, virus y amantes que buscan cualquier método de planificación para continuar con su frenesí de pasión y deseo.
-       Podrían irse a un motel si quieren estar juntos – exclamo a la pareja que prácticamente se expresa su amor muy efusivamente delante de todos. La mujer se prepara para decirme algo realmente insultante. Más en cuanto me ve se silencia. Un efecto de estar enferma es que tengo asegurada la lástima de las personas.
-       Turno 134.
-       Se fue – responde alguien.
-        135, 136 y 137 – anuncia la recepcionista que camina hacia mamá. Tan pronto se acerca noto el olor que emanan sus axilas bajo ese ajustado delantal blanco con una mancha enorme de tinta roja en uno de los bolsillos – en un momento el doctor Sanders la atenderá.
“Maravilloso. Al fin podré marcharme de aquí”. Quiero ir a casa. Específicamente a mí cuarto: Encerrarme a dibujar, a pintarme las uñas, a encender un cigarro, a estar horas conectada a la red, a lo que sea que pueda hacer pero sola, sin madres entrometidas,  molestos amantes o recepcionistas que huelen a sudor…comienzo de nuevo a comerme las uñas porque es la forma más rápida de molestar a mamá y de igual manera manifestar mí descontento.
Miro el reloj, el segundero no avanza tan rápido como quisiera. Con cada minuto transcurrido me pregunto: ¿cuántas personas habrán muerto ya? algunas quizá ni supieron que lo que rozó sus helados labios fue la muerte, otras quizá la buscaron. Antes solía juzgar a los suicidas, ahora, los comprendo perfectamente. Al menos ellos tuvieron el control de sus destinos, de su vida y también eligieron cómo querían pasar sus últimos instantes. Si no fuera porque soy una cobarde sin remedio hubiera elegido el cortarme las venas a aguantar horas de radioterapia que en mí no surtieron efecto alguno más que secarme la piel y el cabello.
Me ajusto la gorra negra de lana con florecillas que mamá compró especialmente para mí. Estamos a puertas del invierno y mí cabeza permanece fría. Desearía tener al menos cabello largo, abundante, brillante. Alguna vez fue así. Ahora es corto cómo el de un muchacho, de color marrón, opaco y sin vida, soy muy pálida, lo único que parece darme cierta gracia son mis pecas, todo mí cuerpo es delgado. Suelo decirle a mamá que yo no uso la ropa sino ésta a mí.
No seré la más bella pero si testaruda desde pequeña. Al principio lo llamaron “brotes tempranos de adolescencia”. Ahora Leucemia promielocítica aguda.
-       Madison Reynolds – anuncia la voz de la recepcionista. De inmediato siento una punzada en la garganta.
-       Ve tú – exclamo estúpidamente a mamá. Me aferro a mí cuaderno que para entonces se ha vuelto mí amigo y confidente.
-       “Madi” es solo rutinario. No te asustes.
“No te asustes”, ella chilla y se sube a la mesa cada vez que ve una araña y yo debo matarla y ahora me dice que no me asuste. No tengo miedo: Estoy aterrada, he visto tantas agujas en mí vida que no comprendo como a los drogadictos les agrada meterse cualquier cosa en las venas. Me ajusto el pantalón de algodón mientras me levanto de la silla. Los amantes se quedan mirándome cómo si fuera una alienígena. Les hago un gesto obsceno.
Camino a paso lento detrás de mamá hacia el consultorio 204 en donde el doctor Sanders: Un caballero obeso, calvo y con marcas de acné que le ocupan la mayor parte de su cara aguarda. Es el único hombre que me ha visto desnuda, pero para mí es más como un cachorro asustado por su vocecita delicada y tonta.
El consultorio no es más grande que la recepción, todo pintado de color hueso, con un escritorio junto a una ventana que siempre permanece abierta, una camilla y una esquina oculta tras una cortina verde. Al sentarme noto que tiene mí historia clínica sobre la mesa. Veo la fotografía al lado del nombre de aquella chica con cabello largo marrón, ojos claros y piel rosa. Era yo a los once años. Era yo antes del cáncer.  ¿Cómo llegué a ser una criatura llena de pena y dolor? ¿Cómo pasó?












2.
Al llegar a la pre adolescencia mí cuerpo comenzó a cambiar: Sangrados interminables por mí nariz, agotamiento extremo, caída de cabello, piel amarillenta, petequias bajo la piel, dificultad para retener el aire en mis pulmones, pérdida de peso. Todo empeoró en verano al comenzar la secundaria. Un jueves en clase de Ciencias, tras escuchar una alabanza más a favor de Hannah Christopher, la chica más aplicada, popular y perfecta del mundo, sentí algo espeso bajando por mí nariz acompañado de un dolor punzante en el cuello. Me levanté para ir al baño de la escuela, más tras dar unos dos pasos todo se hizo negro.
Tengo algunos recuerdos nítidos míos sobre una camilla, conectada a una mascarilla de oxígeno.
      Resiste pequeña. No te rindas ya casi llegamos – un chico pelirrojo vestido de uniforme me sostenía la máscara contra el rostro presionando con fuerza.
      No está saturando oxígeno, debemos entubar ­ – añadió otro cuyo aspecto escapa a mis recuerdos.
      Hay que llevarla a un hospital o se morirá aquí mismo.
¿Muerte? A los once años creía que eso solo les pasaba a los viejos y a los soldados que eran enviados a la guerra. No a una chica como yo, común, corriente, pésima escribiendo y con un gusto enfermizo por las estrellas, que soñaba con ir a la NASA para ser astronauta. Me asusté, lo que obviamente impidió que respirara con comodidad, luchaba por no gritar, por no moverme, por no sentir. Todo fue en vano.
Para cuando llegué a manos del doctor Sanders ya estaba colapsada, él pidió calma a todo el mundo, luego ordenó al residente de ese día que me hiciera todo tipo de análisis. Mamá y papá se acercaron a mí cuando él les permitió verme: Ella lloraba, él la sostenía en sus brazos con su rostro blanco, mi hermano menor hacia una pataleta en la recepción porque quería irse a casa, sus gritos alertaron a medio hospital.
      Leucemia promielocítica aguda– Sanders se acomodaba las gafas a medida que daba su diagnóstico dos horas después. Miré a mis padres en busca de respuestas, me sentía fatal y ahí estaba un tipo que parecía un títere escupiendo palabras que yo no entendía.
      ¿Cáncer? – Papá fue el primero en pronunciar aquello – Pero ¿cómo? Es tan solo una niña tiene once años. Maldita sea.
Supe que era grave en cuanto lo oí maldecir. Solo lo había oído hacerlo una vez, cuando su hermano Fred chocó en su auto contra un poste tras discutir con su novia, al tío no le pasó nada, mamá dice que es un “hueso duro de roer”. El auto, un Convertible color negro quedó hecho pedazos.
      Debemos comenzar con la quimioterapia de inmediato señores Roberts.
      Reynolds – Aclaré con voz débil. – van a pincharme más ¿no es así?
      No dolerá mucho. Solo arde un poco y nada más. Debes ser fuerte.
      Ella ES fuerte – intervino mamá abrazándome, o mejor dicho, asfixiándome entre sus pechos.
El estar en una sala con cortinas blancas, acompañada de pacientes sin sonrisa, energía, ni cabello me hizo comprender rápidamente qué me esperaba.
Tan pronto la enfermera me colocó la endovenosa y ese líquido transparente, al que ahora puedo darle nombre: CMF comenzó ingresar a mí cuerpo cómo un suero endemoniado conocí lo que era el dolor verdadero. Soporté solo tres sesiones antes de sufrir otro colapso que casi me mata.
      Es cómo si su cuerpo se hubiera adaptado al cáncer de tal manera que cuando intentan atacarlo éste lo defiende. Ya no hay nada por hacer – mamá hablaba con la tía Martha por el teléfono mientras que yo fingía dormir.
      El médico dice que la llevemos a casa y esperemos… mí bebé se muere y yo no puedo hacer nada…”
Antes sentía pena por mis padres. Ya era suficientemente malo tener una hija buena para nada como para encima añadir una enfermedad catastrófica, con tratamientos costosos y largas horas en el hospital de niños de Saint Louis. Sin embargo, con el pasar de los años cambié de estrategia ¿Por qué siempre se hacen las víctimas? Soy yo la que se mueren no ellos.
Decidí vivir al límite, he mitigado el dolor en compañía del Cinturón de Orión y el mundo que creo existe en él, que evidencio con mis dibujos.












3.

      Madison Roberts ¿verdad?
      Reynolds – le aclara mamá visiblemente molesta porque aquel hombre me lleva tratando desde los 11 años y aún le cuesta saber quién fue mí padre.
      Quítate la ropa y colócate la bata – ordena sin reparar en lo más mínimo en mamá.
Suspiro a medida que dejo sobre una silla mi ropa, ya ni me molesto en usar el espacio oculto tras la cortina, le doy un vistazo a mí cuerpo marchito, la piel  tiene un color amarillo claro similar a la arena, en realidad se siente igual al tacto, ya comienzan a notárseme  los huesos de la cadera y mis brazos están cubiertos de moretones. Lo único bueno del cáncer es que ha quitado todos los vellos de mí cuerpo.
Mientras me recuesto en la camilla pienso tontamente en los amantes de la sala de espera, por un momento quisiera ser ella y sentir algo distinto que no sea guantes de látex tocándome.
Me siento sucia en ese lugar, con frío y cansada. Tan cansada que quiero saltar por la ventana y marcharme, mí mente de inmediato viaja al Cinturón de Orión: Imagino una civilización entera viviendo en cada uno de los cúmulos que la conforman, lugares sin miedo, guerra, realities, estupidez  o doctores. Pero sobretodo un mundo sin cáncer.
      Le seguiré recetando los medicamentos que ha tomado hasta ahora: Atra, Trióxido de arsénico, Tirenox y Tretion Nos veremos en un mes… Hay un tratamiento experimental que quizá pueda funcionar en ella, ya que la radioterapia…
      Tratamiento… ¿Para prolongar mí agonía?
      Para salvar tú vida Madison
      ¿Quién le dijo que quiero ser salvada? Si quiere salvarme recéteme marihuana. Al menos estaré drogada todo el tiempo y ya.
      Ya basta hija. El doctor solo intenta ayudarte.
      Si, señora Roberts – sé que el comentario en verdad la lastimó porque su cara se pone roja.
      No más tratamientos experimentales. Es mí cuerpo, al menos por una vez respeten eso.
De salida, debo soportar dos filas más: Una para los medicamentos y otra para retirar el auto del estacionamiento.Ya en un lugar neutral como el asiento trasero de la van roja relajo los músculos de la cara.
Al menos el lugar está caliente y no huele a cloroformo. Me cubro con una manta gris, arrullada por la canción de “Hello” Odio la música sin duda, pero Adele es fuera de éste mundo.
Mamá toma el volante. No me habla en el trayecto aunque maldice a un motociclista que se nos cruza de repente haciéndola frenar bruscamente, toda yo va hacia adelante y el lápiz se escapa de mí control haciendo un rayón terrible en la hoja lo que me hace soltar una  palabrota.
      Imbécil  – grita mamá al hombre que se levanta del pavimento.
      Fíjese al conducir, perra  – Oír que alguien la llama así es extraño. Yo suelo hacerlo mentalmente aveces.
      ¿Perra? Eso va a decir cuando casi me mata con mí hija, maldito estúpido.
La discusión parece más una lucha de palabras obscenas que un simple reclamo por pasarse una luz roja. Pego la nariz contra la ventana fría del automóvil. Afuera, la vida parece seguir su curso normal: Dos personas corren de la nieve junto con sus mascotas, una anciana transporta un carrito con alimentos, un caballero mayor grita desde el extremo de la calle a un taxista que se niega a detenerse, dos trabajadores de la energía cuelgan de un poste hábilmente, una chica con cabello rosa canta acompañada por una pandereta,  un gato escarba en un basurero y una pareja le hace el quite al frío abrazándose.
 Ellos no son como los vulgares del hospital. El chico acaricia con ternura el cabello rizado y rubio de su novia, en tanto que, ella le dice no sé qué cosa que lo pone en verdad feliz, se abrazan tan afectuosamente que quisiera ser parte de ello, sus figuras se pierden entre la tormenta de nieve que comienza a caer con más fuerza.
A medida que desaparecen no  puedo dejar de compararlos con el mito de Niamh y Ossian, me pregunto si acaso serán su reencarnación, de serlo, podrían ser los gobernantes de ese Cinturón de Orión imaginario que he plasmado en mí cuaderno, ese hogar al que he de viajar un día.
Trato de copiar hasta el más mínimo detalle de ambos. Aliento a mamá para que siga en su disputa, así tengo tiempo de terminar un breve bosquejo de esos dos desconocidos, incluso me apiado del pobre gato esquelético y lo dibujo también. En mí mundo ninguna criatura padecería hambre. Abro la portezuela del auto con cuidado y llamo al animal que parece hacerse el desentendido por un largo rato, hasta que chasqueo los dedos. Entonces es cómo si algo en él se activara. Pasa la autopista como una bola negra impulsada por algún tipo de mecanismo y se mete en el auto conmigo.
      Saurus Tercero, ese será tú nombre. 
      Hija ¿decías algo?
      Nada mamá. Solo cantaba.
      Por Dios, apaga esa música endemoniada. – Así como si nada, apaga a Adele y su canción “someone like you”. Si yo apagara de pronto su equipo en el que coloca todas las canciones de Abba ni el cáncer podría salvarme. Pero ella, puede hacer lo que se le dé la gana.
Saurus se acomoda en uno de los asientos del auto. Ruego porque no tenga pulgas, de lo contrario, la mujer que pelea con el motociclista ante la mirada curiosa de una decena de personas tendrá un ataque. Odia cualquier animal, bicho o planta, aunque sí soporta a Brandon, mí molesto hermano de 10 años, su “tesoro”, una parte retorcida de mí cabeza supone que decidieron mimarlo  al extremo cómo una especie de terapia para cuando yo muera.
Finalmente, un agente de tránsito es quien disipa la discusión multando al motociclista por pasarse la luz roja, a mamá por hacer escándalo en la vía pública, a la cantante del cabello rosa por no sé qué cosa y reprende a los curiosos. De vuelta en la carretera,  Abba taladra mí cabeza con sus melodías, viramos a la derecha, justo en el restaurante de Burgers and Fries en el que papá nos aguarda con Brandon.
      ¿Qué dijo el médico? – papá es casi un robot: Su voz pausada, su prominente estómago, su cara de cyborg con esos ojos ocultos por bolsas color oscuro, la barba marrón desaliñada y esa mueca inexpresiva en sus labios.
      Que me estoy muriendo – respondo. “Aveces la gente hace preguntas tan estúpidas”
      Hay un tratamiento experimental – explica mamá – el doctor Sanders va a escribir a la Universidad de Georgia para que Madison sea aceptada como sujeto experimental.
      Van a convertirte en un ratón de laboratorio ­– interviene Brandon.
      Y a ti no necesitan convertirte en nada porque ya eres una molesta sabandija.
       Ya basta ustedes dos. Vamos a comer, muero de hambre.
Papá es gerente de ese punto en específico de la cadena de comidas rápidas, lo cual tiene sus ventajas: Nos ahorramos las interminables filas para pedir comida, tenemos bonos de final de añoy recibimos un generoso descuento siempre que vamos. Brandon obviamente se inclina por el menú infantil, mueve su cabello rojo en tanto juega con un dispositivo que emana burbujas, mamá sonríe ante sus travesuras, papá se engulle una Big Mac y yo juego con mis nuggets de pollo. De vez en cuando miro hacia el auto. Saurus de seguro estará bien. O eso espero.
      Madison tú mamá y yo hemos estado esperando para hablar contigo de algo.
      ¿Van a tener otro hijo y dejarán a Brandon en un refugio?
      No es gracioso – mamá pone esa cara de seria que me hace guardar silencio.
      Queremos que regreses a la escuela hija, no puedes vivir alejada del mundo exterior, vegetando en tú cuarto, respirando y comiendo libros de estrellas y planetas. Necesitas un cambio.
A medida que escucho las palabras siento ese sudor gélido bajarme por la nuca.
      Cambien ustedes yo estoy bien. Odio la escuela.
Antes me gustaba estudiar con personas, pero en la secundaria fue cuando todos los síntomas de mí enfermedad afloraron, además era la rara del salón de clases, siempre enferma o cansada, con esas molestas manchas en la piel las cuales me hacían parecer un leopardo. Ni siquiera me invitaron a ninguna fiesta, salida o reunión y cuando se supo que tenía cáncer recibí una patética carta de todos mis compañeros deseándome que me mejorara. Claro que ellos no deseaban aquello. Ni uno solo fue a visitarme al hospital. Es más, creo que hasta les alegró la noticia.
Y ahora, esos dos seres que me engendraron planean devolverme a ese ambiente hostil. “Sería mejor que me empacaran en una maleta y me llevaran a zona de guerra en el medio oriente. Incluso ahí serían más amables conmigo que en la secundaria”.
      Has hecho todos tus cursos por internet. Hablamos con la escuela local y …
      No – interrumpo a mamá – no van a hacerme pasar por eso de nuevo.
      Es otro año y compañeros nuevos, Van a mantener la confidencialidad de tú estado de salud si eso quieres… solo lo sabrán los profesores y …
      ¿Por qué me castigan? Maldición ¿qué hice ahora?
      Nada, hija solo queremos que tengas una vida normal mientras…
      Mientras me muero. Es eso, quieren alejarse de mí porque no soportan que tenga cáncer, que esté en estadio IV, que ningún tratamiento funcione en mí y quieren apartarme. Dejarle a otros el problema de la pobre chica moribunda de 15 años.
      No es eso Madison. Respeta a tú madre queremos lo mejor para ti.
      Pues si eso es cierto déjenme en paz.
      Iras a la escuela, no se hable más. Y estás castigada.
      No iré  –Estoy calma por fuera, aunque por dentro mí cuerpo grita una sola cosa: “Ayuda”


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