sábado, 21 de julio de 2018

Lili Muñoz Obeid-Argentina/Julio de 2018


Ariadna
                               
Alma y cuerpo tienen tu marca,  ojos que guardan aún el brillo que descubriste en el Egeo. Aunque nos hayamos celebrado en el desierto patagónico o entre los camalotales de irupé en el riacho Victoria, él/ vos igualmente me habrían abandonado. Ya no necesitaban el hilo para salir del laberinto.

-       Por Teseo sacrifiqué mi sangre, mi hermano, el mitad toro. Yo, la hija de Pasifae, dejé tierra y  poder. Desposeída, me deseaste errante y extraño dios viajero de viñas y olivares. Fui tuya ya sin nada,  en harapos, raída,  paridora entre arena y algas.  De todas las maneras, en todas las formas, con la risa y la nave, igual me abandonó. Como Jasón a Medea. Como Jesús a Magdalena. Fuimos bárbaras, prostitutas, brujas y ancianas sin alma ni derecho a amar, seres diferentes y temibles. Resultábamos fáciles de usar y descartar. ¿Quién, quiénes juzgaban?   Deseé entregarme a vos cuando desperté y te vi casi desnudo, dorado por el sol de la vendimia.  Ofrecías la ingenuidad del niño y la ambrosía pagana de la resurrección. Mítico dios  mediterráneo, tu fuerza fue apenas máscara cuando quedé otra  vez afuera. Te tuve un instante, nos tuvimos. Bien pudo ser un día, tres,  la eternidad, un siglo. No medimos el tiempo, lo vivimos.  Ariadna te reconoció, extranjero.   Pedí ir contigo, rogué, imploré,  yo,  morena hija del sol, sacerdotisa de lunas y de fuegos.  La pequeña muerte nos unió y destelló la vida. En soledad, parí. Tal como pariré mi muerte, nueve lunas después de nuestro encuentro, ya sin después y sin navegaciones.  Quise regar. Quedar en el rocío. Sangre del útero en la misma playa, sobre la huyente arena, entre algas secas.  Mujer de las serpientes.  Marina de la mar. Virginal de las rocas. Así me nombran.
     Y escupen tras de mí.

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