lunes, 22 de abril de 2019

Ascensión Reyes (Cuento)-Chile/Abril de


TERMINANDO UN FESTEJO


            Corrían los años sesenta con un sinnúmero de conflictos, casi tan iguales como los presentes. Sin embargo, para divertirse la juventud se las arreglaba con los escasos medios económicos que llegaban a sus bolsillos. Ir por primera vez a un lugar como el American Bar, era una real aventura para un hombre, y mucho más para una mujer que recién se empinaba en su mayoría de edad, 21 años. Pero así y todo, Mariela asumió el riesgo y junto a un grupo de amigos de su trabajo, liderados por el jefe de la sección, llegaron tipo 11 de la noche a la conocidísima boite apodada por los habitúes como, Su Casa. El primer show era a las doce, aún quedaba tiempo para acomodarse, mirar el entorno, y bailar algún ritmo tropical. El lugar no era ni más ni menos parecido a todos los sitios de diversión del sector portuario de Valparaíso - antiguas bodegas transformadas burdamente en locales de baile - luciendo paredes pintadas con brillantes colores, a veces, desentonando entre sí, pero cumpliendo la finalidad de excitar la visión, a manera de un llamativo marco. Allí se destacaban las fotografías, bastante mejoradas, por cierto, de los artistas de la noche. Y en el ambiente un marcado olor a humo de cigarrillo y alcohol, exudado por la numerosa clientela. O más de un vaso volcado que mojaba mesas, y terminaba regando las viejas tablas, cubiertas con un linóleo que pedía a gritos un pronto recambio. La alegría musical la proporcionaba una pequeña orquesta. Sobresaliendo del conjunto una relumbrante batería que daba ritmo y sentido a los aires centroamericanos. La orquesta estaba  ubicada a un costado de la tarima que hacía de escenario, y al mismo tiempo, pista de baile. Al parecer nunca necesitó de lustre, numerosas pisadas nocturnas la mantenían brillante.
            Las parejas o grupos de visita llenaban las mesas, algunas en pos de un asedio amoroso, al calor de varios aperitivos, transando las escaramuzas de una posible conquista; y los otros, buscando la alegría y alborotando el ambiente. Amelia y su grupo habían empezado la noche en otro lugar, con un abundante festejo culinario. En esta ocasión, fue el selecto Club Valparaíso, frente a la Fuente de Neptuno, en la Plaza Aníbal Pinto; lugar exclusivo que atendía sólo para cenas importantes avalado por un socio. El menú, para el presente, resultó casi pantagruélico: entrada, plato de fondo, postre y un buen mosto para amenizar tales manjares. Y si el número de asistentes era considerable, y en este caso lo fue, el aperitivo, por cuenta de la casa.
            En esta ocasión se despedía a uno de los tantos solteros de la oficina. En dos días más, daría el sí frente al altar. Y nada más grato que ir a terminar la velada, con aquellos que no debían rendir cuentas en casa por llegar pasada la medianoche, y por supuesto, el jefe que una vez más estaba soltero y en proceso de anulación, se convirtió en líder del grupo, “por si algo caía” entre el elemento femenino. Era un tipo simpático, alegre y educado, y se notaba que gustaba de compartir la juerga con los subalternos, sin que por ello se produjera un relajo en el trabajo diario. Por cierto, ya estaba convenido que también se haría cargo de la cuenta, descontándola en cómodas cuotas mensuales. En aquellos tiempos, los más jóvenes, apenas tenían el sencillo para cancelar el bus de vuelta a casa, y al festejado le aguardaba la responsabilidad de una fiesta de matrimonio que lo mantendría endeudado, por lo menos, todo el primer año de casado. Eran tiempos en que las cuentas se pagaban en efectivo, o con un cheque al día y con firma conocida. Aún faltaban muchos años para que hicieran su aparición las tarjetas de crédito. Esas codiciadas tarjetitas que no sólo abren puertas, sino que las compran, aunque luego su dueño deba hacer milagros para cubrir su saldo.
            El caso es que allí se disfrutaban las delicias de la música tropical, donde se imponía: el mambo, el cha-cha-chá, los boleros dulzones, tipo Leo Marini o Pedro Vargas. También tenían sus preferencias, las tragedias musicales de conocidos tangos gardelianos o de otros autores transandinos. Y para los bailarines más osados que se atrevían a enfrentar los giros rápidos y pasos cruzados, estaba la milonga. Interpretados generalmente por algún cantante que habría sido famoso en su juventud y luego de incursionar en otros países sudamericanos, anclaba nuevamente en estos centros nocturnos del viejo Valparaíso. Sin poder olvidar los ritmos de moda, enviados por los vecinos del norte, el Rock and roll y el Twist, bailados en forma moderada por el reducido espacio de la pista. Lo que se pretendía en estos lugares era entretener a los clientes deseosos de ritmo, o bien dando el ambiente propicio, para iniciar un romance que podía terminar en algunos de los muchos hotelitos parejeros de las cercanías.
            De pronto, las luces se atenuaron y un foco iluminó el centro de la pista.  La orquesta hizo fanfarria para anunciar a los artistas de la noche. El presentador, vestido con una chaqueta de visos plateados, hizo alarde de ponderación al dejar en el escenario al Rey del Bolero, un hombre que bordeaba la cincuentena o talvez más, luciendo un engominado jopo en su oscura cabellera que pedía a gritos una retocada. Su chaqueta celeste, de abultadas hombreras y ajustado talle, hacía contraste con el pantalón negro con una raya de raso en los costados. El cantante tenía una voz sugerente y sus trinos de amor convencieron al auditorio. Cuatro boleros era la cuota, sin embargo los sonoros aplausos sacaron una quinta interpretación.    
            Luego, como si se tratara de un circo, el presentador llevó de la mano a una voluptuosa rubia vestida, o desvestida, con un pequeñísimo y ajustado bikini que dejaba al descubierto su bien modelada arquitectura. Empinada en sus altísimos tacos aguja, con gran maestría y gracia movía su cuerpo sosteniendo una corona de plumas de avestruz, de un rojo encendido, así como todo su atuendo. A continuación, una morena de lustrosa piel aceitunada, sacó de sus casillas a los entonados parroquianos, induciéndolos a pecar no sólo con el pensamiento, sino también, con algunos ardientes piropos a voz en cuello.
            Finalmente llegó la sensación de la noche. Una mujer de estatura más que regular, destacando de su figura unos llamativos pechos, tan grandes, que parecían un par de melones a punto de salir disparados del apretado vestido de lamé azul. Una abertura, a media pierna, le permitía desplazarse sin dificultad por el escenario. Esta damisela no tenía necesidad de usar plumas en su cabeza, un artístico peinado las reemplazaba y su rostro joven, maquillado con esmero, junto al esbelto talle y bien torneadas piernas que se adivinaban por el brillo de la tela, dejaron sin habla a los machos recios del grupo. Esta vedette, sí sabía mover su cuerpo y una voz pastosa y sensual hacía el resto, ¡encantaba! Antes que terminara su número, todo el elemento masculino estaba hechizado y más de alguno se propuso conquistarla, aunque fuera para conseguir un baile y poder apreciar con más detalle su abultada anatomía.
            Mariela y sus compañeras que estaban en minoría con relación a los varones, decidieron que era hora de regresar a casa. Ver mujeres de tal voluptuosidad y mirarse al espejo hacía la diferencia, a sabiendas que se perderían la orquesta típica y el sabor de añejos tangos porteños.
            En aquellos tiempos, regresar a casa desde estos lugares, era tan simple como salir a la puerta y un taxi disponible estaba a la espera. Fue una época en que a pesar de estar en un sector de bohemia, de prostíbulos, conventillos y pobreza; andar por esas calles de Dios no era peligroso, ¡en absoluto!, cada uno hacía lo suyo. Es cierto que había ladrones, pero estos estaban en minoría. En la actualidad, ningún barrio es seguro y la gente buena debe vivir entre rejas, “aquí y en la quebrada del ají”.
            Al día siguiente Mariela y sus compañeras tenían la curiosidad de saber ¿Cuál de sus colegas había sido el afortunado con la belleza de grandes pechos? No le cupo sorpresa cuando le contaron que había sido el jefe; pero sí lo fue, cuando supo que no se llamaba María sino Mario.
            Esos tiempos del Valparaíso nocturno, para muchos, forma parte de ese pasado idílico y romántico de su juventud. Sin embargo, poco a poco estos lugares que hicieron historia en el pasado del gran sector nocturno de la calle Bustamante, Cochrane, Blanco y otras aledañas, han dado paso a un ambiente nuevo. El centro de referencia lo ha brindado siempre la Plaza Echaurren; relajo de palomas, borrachitos, perros y jubilados, quienes en días soleados, van a leer el diario o a dormitar una resaca, en sus viejos escaños. Este ambiente nocturno, terminó por morir de inanición por múltiples circunstancias, cuyas razones serán estudio para sociólogos e historiadores.
            Esta anécdota pudo acontecer en el American Bar, La Caverna del Diablo, El Bambi, el Roland Bar, o en alguno de los más antiguos, como Los Siete Espejos, El Zeppelin, o en otro de no tanta connotación. Todas estas imágenes forman parte del recuerdo de esa bohemia inolvidable que el siglo pasado dejó de existir y hoy añoramos como un pasado feliz.

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