lunes, 22 de abril de 2019

Miriam Brandan-Estados Unidos/Abril de 2019


EL PIANISTA

Ella estaba parada en una esquina esperando junto a una pequeña multitud para cruzar la avenida.
Llevaba las manos tensas por el peso de las bolsas que había ido acumulando negocio tras negocio a lo largo de la mañana, en un intento caro e inútil por calmar la ansiedad que desde hacía tiempo, le oprimía el pecho.
Lo extrañaba, y aunque no lo reconociera ante ella misma, salía a la calle cada vez que tenía la oportunidad con la sola esperanza de encontrarlo.
Trataba de verse bien por si se cruzaba con él, o por si él la viera sin que ella lo notara.
Semanas atrás, caminaba sin poner atención a las personas que pasaban a su lado, solo andaba entre los demás, pero ahora buscaba sus ojos entre el mar de ojos que se arremolinaba a su alrededor.
Llegó al otro lado de la avenida y pensó: “dónde estás?”.
Comenzaba a lloviznar y entró a un bar que se encontraba lleno de otros que como ella, buscaban algo del calor que pudiera ofrecerles una taza de café caliente.
Frente a una ventana quedó vacía una mesa que ella ocupó y despacio tomó el café mientras miraba a través del vidrio empañado como la llovizna se transformaba en lluvia y como en la vereda los bultos negros se apuraban escapando del aguacero.
Lo buscaba, sabiendo que no era probable, sabiendo que en la inmensa ciudad era casi imposible encontrarlo así, de casualidad, pero lo buscaba porque al hacerlo le daba algo de calma a la zozobra que crecía dentro de su ser, como un virus que amenazaba con invadirla completamente impidiéndole continuar viviendo del lado de la cordura.
Terminó el café y se quedó acurrucada oyendo las voces, los ruidos, las risas, la lluvia, todo mezclado en un murmullo.
Salió del bar y corrió bajo los chorreantes toldos de lona, apostados uno al lado de otro ininterrumpidamente a lo largo de la vereda ancha y gris. Buscó con la mirada un taxi y una cuadra más adelante se apuró aún más para tomar uno que se detuvo a dejar a un pasajero.
En medio de la lluvia y con las manos llenas de bolsas tomó el taxi y se alejó de los negocios, la gente y el ruido.
“Dónde estás?” se preguntaba mientras miraba por la ventanilla del taxi buscándolo entre los bultos oscuros que corrían empapados. “Dónde estás?, pensaras en mi alguna vez?, algún instante de tu tiempo será mío?”.
No había cruzado palabra alguna con él, pero había estado como hipnotizada desde la primera vez que lo había oído tocar el piano en el departamento de arriba.
Cada mañana, a eso de las 10, la melodía del Nocturno No.2 de Chopin se filtraba por la ventana y la hacía flotar en un mar de sueños.
Se sentía en paz al escucharlo y se adormecía junto al ventanal mientras el sol y la música lo inundaban todo: su casa, su vida, su alma.
Por varias semanas solo lo había escuchado tocar y si bien no lo conocía, lo había imaginado. Seguramente llevaba el cabello desordenado y oscuro, tal vez una barba de varios días le sombreaba la cara y tenía una mirada que transmitía la misma paz que su música, una paz que ella anhelaba y que no tenía.
Una tarde se cruzó con un hombre en la entrada del ascensor, y al verlo, supo de inmediato que era él. Entro a su casa con el corazón latiéndole alocadamente; Era él, por fin lo había visto… o casi visto, ya que en el ascensor, ella solo había alzado levemente la vista para marcar su piso en el tablero y entonces él la había saludado haciendo una pequeña inclinación con la cabeza.
Los días transcurrieron lentamente y ella no volvió a verlo, aunque continuaba escuchándolo tocar cada mañana, sentada junto al ventanal.
Le hubiera gustado encontrarlo nuevamente y decirle algo: “hola” o “te escucho tocar todos los días… y me encanta”, pero sabía que aunque lo encontrara no tendría siquiera la valentía de mirarlo a los ojos por temor a que los suyos la pusieran en evidencia.
Una mañana, vio en la vereda un cartel de “se alquila” y por simple curiosidad le pregunto al portero cual era el departamento vacío; Cuando él le dijo que el muchacho del “5C”, el pianista, se había ido ella sintió un vacío en el estómago, similar al que se siente ante la pérdida irreparable de ese alguien de quien uno se sostiene para poder andar.
Durante unas pocas semanas y con solo oírlo tocar, él se había convertido en un oasis dentro de su monótona y casi desértica vida.
Al principio espero verlo, tal vez si algo se le hubiese quedado olvidado, él volvería a buscarlo, tal vez regresaría por la correspondencia, o por alguna otra razón, no importaba cual, ella solo quería verlo una vez más, a modo de despedida.
Pero no fue así.
Comenzó entonces y casi sin querer, a trepar por la ladera de una montaña de fantasías en las cuales él y ella eran los únicos protagonistas.
Paulatinamente comenzó a idealizarlo y así fue que terminó obsesionándose con unos ojos que ni siquiera había visto bien, pero que ahora buscaba casi con desesperación, una desesperación que ella dejaba crecer, aún sabiendo que no la conduciría a nada.
A veces deseaba encontrarlo solo para convencerse de que él no era ese ser tan especial que ella había creado en su mente, incluso deseaba intercambiar algunas palabras con él, para descubrir que él no era interesante o romántico como ella lo soñaba. Necesitaba que un desengaño o una decepción le ayudaran a extirparlo de sus pensamientos, pero aún así, no dejaba de aferrarse con fuerza a la ilusión de encontrarlo, como un escalador se sujeta a la cuerda que lo separa del vacío.
Sentada en el taxi, evocaba una y otra vez el fugaz momento que había compartido con él en el ascensor, y le agregaba a su recuerdo escenas en las que invariablemente terminaban juntos.
Aún llovía cuando el taxi la dejó en la puerta de su casa.
Entró despacio, y luego de quitarse la ropa mojada, buscó en su cartera el disco compacto que había comprado y lo puso.
Una vez más, la suave melodía del Nocturno No.2 de Chopin entró por sus oídos, corrió por sus venas y relajó sus tensos músculos.
Se preparó un café, encendió un cigarrillo y se paró frente al ventanal.
Las gotas de lluvia se escurrían por el cristal trazando caprichosas figuras que junto al humo del cigarrillo y al vapor del café creaban una atmosfera tan confusa como la que reinaba en su interior.
Sentía una sensación extraña y culpable, como si regresara de un furtivo encuentro con su amante, justo a la hora de ir a buscar a su hijo a la escuela.
Cerró los ojos mientras la angustia le aguijoneaba la garganta y como tantas otras veces lloró, con un llanto silencioso y resignado.
No era feliz, y esa infelicidad la había arrastrado hasta sus propios límites, haciéndola aferrarse ciegamente a alguien que era casi un fantasma solo para escapar de la realidad, una realidad que desde hacía mucho tiempo la había condenado a vivir un matrimonio tormentoso y sin amor.
Ahora, de pie frente al ventanal y con la música como única compañía, pensaba si no era la melodía, en lugar del músico, lo que la hacía soñar.
Tal vez cada salida esperando encontrarlo, había sido en realidad una búsqueda de la paz que había experimentado cada mañana al escuchar el piano en el departamento de arriba.
Tal vez no era Él lo que ella ansiaba, sino su música y las sensaciones que esta le transmitían. Tal vez.
La braza del cigarrillo moría lentamente en el cenicero y el ultimo sorbo de café se enfriaba en la taza cuando la lluvia dejo de caer.
Escuchó una vez más a Chopin mientras trataba de aclarar sus pensamientos y se sintió abrumada, necesitaba que el frio del viento despejara su cabeza. Salió entonces a la calle y caminó sobre las hojas mojadas que tapizaban la vereda. Caminó despacio, con las manos hundidas en los bolsillos y la espalda encorvada hacia adelante sin importarle como se veía porque ya no pensaba en él, ahora pensaba en ella; en ella y en alguien que día tras día esperaba con ansias verla a las dos en punto de la tarde.
Regresó a su casa y rápidamente empacó algunas cosas en una pequeña maleta, se puso el abrigo y salió sin mirar atrás.
Un agudo timbre sonó justo a las dos de la tarde y sus ojos lo buscaron con ansiedad; él corrió hacia ella y la abrazo con fuerza, ella lo besó con ternura. Tomó su pequeña manito y cuando al ver la maleta él le pregunto: “a dónde vamos mamá?”, ella le dijo que irían a un lugar en donde juntos, solo los dos, serian felices.
El cielo comenzaba a despejarse mientras se alejaban tomados de la mano y ella tarareaba suavemente la melodía que le había dado fuerzas.
Si ahora encontrara al pianista, lo miraría a los ojos y simplemente le diría: “gracias”.

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