miércoles, 20 de mayo de 2020

Graciela Amalfi-Argentina/Mayo de 2020

Ilustración: Alejandra Romero


Noelia, la tortuga voladora




Cata caminaba de la mano de la abue Lili, entre las rocas de la orilla del río. Bajo la mañana radiante y azul, las dos tenían puestos unos sombreros grandotes, de mimbre, que el sol doraba de brillos.
―Abue, qué aburrido que es caminar por acá.
―Cuidado, no vayas a soltarte ―le dijo la abue agarrándola más fuerte―. Te podés resbalar con una piedra y…
Y algo que proyectó en las rocas una sombra gigante se movió por arriba de las dos. Era tan gigante que les tapó el sol y todo.
Cata no podía creer lo que estaba viendo: planeando por encima de los árboles flotaba una tortuga grande como un colectivo. Y encima era más rosa que el vestidito que le había comprado mamá para festejar su cumple. La abue, que se había quedado muda, paralizada por la sorpresa, se sacó el sombrero y empezó a revolearlo para que la tortuga las advirtiese.
¿Qué sabe la abuela si la tortuga es buena o no?, se preguntó Cata; pero enseguida se puso a sacudir el sombrero ella también: la abue era una genia, y siempre sabía lo que hacía.
― ¡Por acá, tortu! ―gritó Cata.

La tortuga iba y venía bailando en el aire. ¡Sí, la tortuga bailaba! Y Cata se dio cuenta de que estaba viviendo una mañana distinta. ¡Y pensar que recién iba con la abue de la mano, pisando rocas aburridas que no pueden jugar!
En un rato, Cata y la abuela quedaron rodeadas por conejos, gorriones, chingolos. Y también por otras tortugas, que aplaudían a la voladora.
― ¡Guauuu, abue, qué lindo! No sabía que las tortugas podían aplaudir…
―… y mucho menos… volar ―completó la abue, que no salía de su divertido asombro ante aquel misterio: ¡una tortuga gigante, rosa y voladora, tan real como los mates de esa mañana, que se había tomado ya bien despierta! ¡Eso estaba pasando de verdad!
La tortuga hacía mil piruetas en el aire, y pronto se acercó tanto a Cata que ella, desde abajo, pudo gritarle para que la oyese:
― ¡Llevame a volar con vos, tortuguita!
―Tortugota, querrás decir ―dijo la abuela, y la sombra ahora se hizo muy, muy grande: ¡la tortuga venía aterrizando!

¡Plufff…! hizo la tierra húmeda de la orilla, cuando aquella enormidad apoyó sus patas entre unos juncos altos.
Cata se fue corriendo hasta esa tortuga tan extraña.
La tortuga la miró con cara de buena, y le dijo:
―Subite, vamos a pasear.

Cata le preguntó a la abue si le daba permiso, y ni bien la abue hizo que sí con la cabeza, ella dio un salto y subió a la espalda de la tortuga. Cuando la tortuga empezó a remover el aire, parada sólo en sus patas traseras, Cata tuvo que sostenerse el sombrero y agarrarse bien fuerte del borde del caparazón, que se había convertido en tobogán.
La tortuga dio un envión, y otro, y las patas de atrás se fueron despegando del suelo hasta quedar en el aire. Y así empezaron a subir y a subir de a poco. El río y sus dos orillas, los juncos, los árboles… todo se iba haciendo más y más chiquito, y el viento les daba en la cara, y Cata tuvo que sacarse el sombrero y sostenérselo bien fuerte: él también iba a salir volando. El pelo le hacía cosquillas en la nariz, y a ella le daba mucha risa.

― ¡Joya! ―decía Cata, y al mismo tiempo el estómago se le iba para arriba, como cuando uno viaja en ascensor. O como en el auto, cuando papá lo maneja en bajada desde alguna montaña. Una sensación linda, pero que igual le daba un poco de miedo.
―Agarrate, allá vamos ―le dijo la tortuga, y empezó a volar a mayor velocidad.
Y fueron subiendo, y quedaron derechitas. Cata temblaba, pero de la emoción.
―¿Tenés miedo? ―dijo la tortuga, que notaba los temblores―. ¿Cómo te llamás?
―Me llamo Cata. No, no tengo miedo. Me gusta esta aventura. ¿Y a vos cómo te dicen?
―Yo soy Noelia.

Las dos volaban y volaban por encima del bosque y las casas, y de todos los que las miraban desde allá abajo: la abue Lili, los vecinos, los conejos, los gorriones, los chingolos, y también  algunas tortugas que andaban por ahí.
―Qué lindo se ve todo desde acá arriba, Noelia.
―Volar es lo más ―le dijo la tortuga.
― ¡No vayan tan lejos, Cata! ―le gritó la abue agitando su sombrero―. ¡Se pueden perder!
La abuela seguía con el sombrero alzado, ya no lo movía: lo usaba para taparse el sol, y así poder ver a dónde iban la tortuga y Cata.

― ¿Te gusta mirar para abajo? ―le dijo Noelia.
― ¡Sí! Veo a mi abue muy chiquita. ¡Las casas parecen ser de frutas de colores!
Pronto se metieron entre las nubes, que les hacían cosquillas. Nadaban entre nubes tan rosas como la tortuga Noelia.
― ¡Uyyy, uyyy! ―gritó Noelia―. ¡Los cuervos! Ahí vienen esos malditos.
Cata miraba con los ojos bien grandes.
― ¿Qué son esos  pájaros tan negros? ―dijo, muy asustada.
―Se llaman cuervos. Hacen sus nidos en los peñascos de esa montaña que ves allá. ―La tortuga señaló con la pata hacia la derecha―. Cata: agarrate bien fuerte de mi caparazón, y tapate la cara con tu sombrero.
― ¿Por qué?
―Porque puede que quieran lastimarte a vos también.


¡Glup! Cata sintió que se le anudaba la garganta.
Un nubarrón negro volaba furioso, cada vez más cerca de ellas. Pero no era una nube cualquiera: ¡estaba hecha de cuervos! Seis tremendos cuervos sacaban pecho y bajaban las cabezas para tomar envión y venírseles más rápido. Siempre agarrada al borde del caparazón, Cata no podía taparse las orejas: ¡el graznido de los cuervos
―¡Craaa… Craaa…! ― la volvía sorda y la hacía temblar de miedo!



Los cuervos las sobrevolaban sin lástima, subían y bajaban en picada rodeando a la tortuga, y ya le picoteaban las patas y el caparazón. Noelia trataba de esquivarlos, pero un picotazo le dio en una de las patas… y Cata vio que a ese le siguieron dos, tres, cinco: la pata estaba cruzada de sangre, pobrecita. Volaba más bajo para escaparse de esos bichos horribles y malos, que ahora le armaban una ronda: ¡Noelia y Cata se vieron acorraladas por un torbellino de rojos picos y plumas negras que volaban en un círculo perfecto! Cata sacudía el sombrero para espantarlos, pero uno de los cuervos, en vuelo rasante, se lo robó de un picotazo, así que cada vez les era más difícil librarse de esos malditos. Y gritó Cata, buscando a la abue con la vista:
― ¡Socorrooo! ¡Socorrooo!
― ¡Tenemos que bajar más rápido! ―dijo Noelia, y volvió a gritarle a Cata que se agarre más fuerte, y voló en picada para escapar de esa ronda del infierno. Por el viento desplazado al huir aquella enormidad de tortuga, a un par de cuervos se les salieron varias plumas, que se dispersaron por el aire. Entonces el cuervo más viejo encajó un tremendo picotazo en la enorme colita de la tortuga, que chilló de dolor y aceleró el descenso.

¿Podrá aterrizar bien?, se preguntó Cata, y quiso confiar en que sí.
Desde abajo, la abue Lili observaba aterrorizada la ronda negra en medio de la que se distinguían Cata y la tortugota rosa. ¡Esos cuervos parecían verdaderos  aviones de guerra disparando! Menos mal que la tortuga es grande, pensó la abue, que ya estaba a punto de llamar a la Fuerza Aérea.
― ¡Bajen rápido, por Dios, que esos cuervos son terribles!
La tortuga Noelia pudo esquivar un montón de picotazos a medida que iba  bajando, muy lastimada.

 Pufff… pufff… trrraaa… las dos aterrizaron sobre unos juncos que amortiguaron el golpe. Siempre bien agarrada del caparazón de la tortuga, Cata se salvó de lastimarse contra las piedras, pero igual se golpeó un poco.
Al ver que sus dos enemigas quedaron desparramadas entre los pastos, los cuervos se alejaron satisfechos. Desde abajo todavía se podía oír ese siniestro ¡Craaa… Craaa…!
Los pajaritos, los conejos, las tortugas y, por supuesto, la abue Lili se acercaron corriendo a las recién aterrizadas.

La abue fue la que llegó primero:
―¡Pobrecitas, se lastimaron! ―Y sacó de su bolso una caja llena de cosas de esas que llevan las abuelas y las mamás para cuando estamos enfermos.
Cata lloraba por el dolor del golpe y del susto. La abue la abrazó bien fuerte y la llenó de besos, y eso le calmaba el dolor mejor que las curitas, los jarabes y los mejoralitos.



―Tranquila, Cata. Ya vamos a arreglar todo. ―Se acercó a la tortuga y le dijo―: Permiso, tortuga, que voy a intentar curarte.
―Ayyy, ayyy ―se quejaba la tortuga―. Me duelen mucho mis patas y mi colita gorda.

Cata miraba cómo la abue curaba a la tortuga Noelia, y se quedó pensando. Apoyó la pera en una mano y frunció el ceño para pensar mejor.
―Abue ―dijo―, las tortugas de los cuentos de mi seño son todas verdes y ni saben volar como Noelia.
― ¿Son aburridas, no?
―Son aburridas, sí. Bastante aburridas son. Pero por lo menos no las atacan los cuervos ni nada.
― ¿Ah, sí? ―la abuela interrumpió la cura y la miró―. ¿Y vos preferís ser aburrida como ellas, así no te pasa nada en la vida? ¿No preferís volar, ver las cosas desde el cielo a pesar de los riesgos?
Cata se quedó callada, pensando en lo que acababa de decir la abue.

―Nuestra tortuga no es alguien común ―siguió diciendo la abuela―. Además de volar, Noelia tuvo que aprender a enfrentarse a las dificultades. Mirá lo valiente que fue al luchar cuerpo a cuerpo con esos cuervos que parecían demonios.
―Y pensar que ganaron ellos ―dijo Cata, con tono triste.
La abuela negó con la cabeza.
―No creas ―dijo―. Quién sabe si algún día, de tan malos que son, todos los granjeros se junten y los echen de acá porque se comen el maíz de sus campos. O capaz que vienen los halcones, que son más fuertes y todo: pueden llegar a lastimarlos tanto, tanto, que a lo mejor los cuervos entienden que no deben maltratar a los demás. Aparte, lo hicieron de puro malos que son. Seguro que ellos no tienen una abue cuerva que los quiera tanto como yo te quiero. En realidad, las que ganaron fueron Cata y Noelia. Vos ganaste.
―Yo también te quiero mucho, abuelita. ―Cata se soltó de los brazos de la abue, dio unos pasos hacia el río. Miró el cielo para ver si todavía andaba dando vueltas alguno de esos bichos negros. Suspiró y se quedó tranquila. Pero siguió pensando. Volvió al lado de la abuela y le preguntó:
― ¿Decís de veras que la que ganó fui yo, abue?
―Claro. Porque aprendiste que para volar alto hay que armarse de mucho coraje. Ser valiente.
― ¡Qué bueno! Mañana en el colegio le voy a contar a la seño y a mis compañeritos que estuve con una tortuga voladora, rosa, y…
―… Y tan valiente como vos ―dijo la abue, que era una genia.

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