miércoles, 20 de mayo de 2020

Marcos Aguilar-México/Mayo de 2020





El tío Lando

I
Jamás supo cuándo o cómo inició el beber compulsivo, pero afirmaba que en sus borracheras, se fusionaban miles de ángeles y demonios, provocando cuadros lamentables y dolorosos que; como finos dardos, se incrustaban y permanecían en la memoria de su alma. Ahora, alejado en el tiempo de aquello, con la sobriedad reflejada en la luz de sus ojos, en el ritmo perezoso de una vieja mecedora, enumera una y otra vez, para sus interiores, los hechos de mayor dolor en su vida, hurgando y tratando de responsabilizar a un algo de esa locura que era ocultada por la estupidez alcohólica que siempre duraba, para su desgracia, más de lo deseado. Sujeto a los suspiros, como cansado, llama a sus recuerdos en el vaivén somnoliento de un lento estremecerse, y ahí evoca una imagen lacerante en demasía. 
II
Él era un niño de siete, ocho o quizá nueve años de edad, a quien con una risilla burlona, el Tío, apuró en su boca un aguardiente que le hería con sólo tocarlo. Ya con el fuego en la sangre, un fantasma le salía de sí, transformándolo, de un pequeño chaval tímido y melancólico, a un cómico alcoholizado que bailaba sin ritmo; llorando, en busca de su madre -siempre protectora y amada-, para finalmente caer, en lo eterno, abatido en la inmensidad de lodo y estiércol del viejo establo. Todo, mientras era observado por un improvisado público femenino y sin rostro, quien, sonriente y carnavalesco, se abandonaba al placer del aplauso y, a la alegría naciente, del observar a un niño que parecía un muñeco desarticulado e incoherente en sus palabras. 
III
Ahora, a sus sesenta y seiscursa el declive de fuerzas que sólo dan los años. Avejentado, tranquilo, con más dolor que resentimientos, recuerda cómo, durante años de vivir briagas interminables, el Tío, siempre muy poca madre, soberbio y triunfante, le gritaba: -“¡Pinche Borracho!”, mientras él, en penduleos infames y sonrisas estúpidas, provocadas por el correr del licor en su sangre, esas palabras las vivía vejatorias, dolorosas e interminables. 

IV
El Sol parece ocultarse en pedacitos de tiempo, como queriendo alcanzar el sopor cíclico en la mecedora del viejo, quien al acercarse a la noche, por el cansancio, diluye sutilmente sus recuerdos, mientras su cuerpo se doblega a la proximidad de los fríos, preguntándose antes del dormir… como en cada segundo de siempre.
 “-Tío: -¿Qué le hizo aquel niño”?

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