EL FESTEJO DE LOS RAMÍREZ
Cuando llegamos a lo de los Ramírez, estaban no sé en qué festejo, uno de esos que los fines de semana les servían para justificar la fila de botellas vacías que aparecían junto al cordón de la vereda, todos los domingos a la mañana. Juan ya me había dicho que allá en su provincia eran famosos por las borracheras que toda la familia ‘celebraba’ a partir del mediodía del sábado y cuando digo familia están incluidas todas las mujeres y algunos niños que hubieran dado suficiente prueba de resistencia. Ni en broma aceptaban de nadie la palabra borracho o curda para adjetivar a cualquiera de ellos. Decían que una buena borrachera por semana no justificaba para nada el término, considerando que durante toda la semana, y era cierto, trabajaban y cumplían todas sus obligaciones, eran solidarios con el barrio, respetuosos con las mujeres o los mayores, según el caso y no le debían un peso a nadie ni a la Municipalidad, ni a Edenor. Cuando Juan me presentó como su nueva pareja, se hizo un gran silencio y sentí la mirada escrutadora de todos recorriéndome de pies a cabeza como tratando de verificar no sé qué cosa. Una voz joven en el pasillo, murmuró no lo suficientemente por lo bajo.
-Pero que avise si esta es o no es.
Ramírez padre, lo fusiló con la mirada, le pegó un par de bofetones y lo mandó a averiguar cuánto faltaba para el asado. En el fondo del terreno a unos veinticinco metros de oscuridad, se recortaban contra el fuego de la parrilla, un par de siluetas que se entrecruzaban afanosamente en la tarea más meritoria de la noche.
Por todas partes había señales inequívocas de que los brindis ya tenían algún tiempo de adelanto.
Las mujeres habían comenzado a acarrear platos, manteles, sillas hacia el patio y los hombres que estaban improvisando una especie de columna de alumbrado, discutían por momentos con cierta violencia, ante los infructuosos intentos de hacerla funcionar. De repente y como por milagro, se encendieron las lámparas y otra botella de tinto recorrió de mano en mano la rueda de los azarosos electricistas. Así aparecieron como por magia, tablones colocados sobre caballetes que al instante se vistieron de mesas tendidas, hasta con flores que ellas también, que no tenían otra alternativa las pobres, olían a chorizos y carnes varias. Se sucedieron los brindis, motivados por cualquier cosa que se le viniera a la cabeza al primero que levantara un vaso, hasta que el tío Federico, en realidad todos se llamaban tío, así que no había forma de saber cual era la rama del árbol en la que estaban sentados, el tal Federico, digo, me tira encima todo el aliento acumulado prolijamente en varias horas de libaciones y empieza a practicar arriesgadas exploraciones con su par de manotas torpes y ásperas. De un salto Juan lo atrapa por el trascuello y lo levanta hasta dejarlo casi pataleando en el aire, claro modo de hacerle entender que se estaba metiendo en terreno ajeno. Afortunadamente la cosa quedó ahí y la noche continuó como venía planteada.
Habían pasado apenas unos minutos después de la una, cuando cada cual andaba brindando por su lado y Juan que evidentemente había perdido su entrenamiento para este deporte de los fines de semana, dormía plácidamente abrazado a Demetrio, un cruza de cruzas, peludo y negro, al que seguramente los vahos espirituosos del ambiente le habían hecho olvidar sus insobornables dotes de guardián, según me lo habían presentado.
En un interregno de esos, en que la música, por olvido o vaya a saber porqué, dejó de ametrallar, escucho a mis espaldas la voz joven que me llama:
-¡Che! ¡che!
Era el receptor de aquel par de bofetones del principio, que con una sonrisa insistidora, inquiere:
-¿Vos también sos trava como el anterior?
Tengo como para media hora para que me toque un remis. Ahora estoy tranquila. Después de todo creo que esta noche en lo de los Ramírez, me vino bien para entender porqué a un tipo como Juan le pudo gustar una chica como yo, que mido 1metro 82, tengo la nariz un poco grande y casi no tengo caderas…
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