martes, 13 de abril de 2010

Lilia Elena Durand-Buenos Aires, Argentina/Abril de 2009


Hermoso atardecer de otoño. ¡Cuántas tardes he dejado en el trayecto de esta vida que nostálgica contempla una vez más la caída de un  sol que se despide, clavando sus brillantes agujas en el tinte amarronado de las aguas!
Pero
               estoy aquí                evocando


          ¿Pulsaste alguna vez el otoño en tus venas de abril?
¿Sentiste crecer en tu vientre los dóciles juncos, parirlos en las quietas aguas del río y verlos flotando a merced de las corrientes? 
        
 El junco se desliza suave, ondeando en las pequeñas olas que rompen lamiendo la orilla. Frente a mí, se detiene Empujada por la brisa, una fina corriente lo arrebata y aleja.
La flor de una achira ufana en el verde de su tallo
                                                                         lo sigo  
         
           El canoero se adelanta. El junco se detiene. El lenguaje de su melena, vuelta hacia mí, clava su mensaje en mi retina.
                                                                                          espero.         
         
Las puertas rojas de los ceibos despejan la entrada
         
          Está ahí, sentado en el sillón hamaca, de cara al río. La larga boquilla entre sus labios entrecerrados. El gato a sus pies.
          Se levanta.
La alta y flaca figura proyecta una sombra alargada que ondula al vaivén caleidoscópico del follaje.
          He ahí al dueño del río, me digo. He ahí el hombre a quien mi padre me enseñó a leer, a sentir en nostálgica pureza.
                                                          y recuerdo
          El hombre que fue árbol. El hombre que fue tierra. El hombre río.
                                                          Mi cuerpo escalofría.
          Lo interrogo
                      ¿es tu río mi río?
Me respondo
                      es el tuyo, aquí y ahora. Es el de los cuatro horizontes. El del universo.
¿Es que hay alguna orilla  sin “un niño solo con  su perro”?
¡Dios, cuánta belleza!
         
Levanta su enmarañada cabeza. Sus ojos caminan el horizonte.
¿De qué perdido pájaro robó tu mirada la melancólica tristeza cuando se detiene en los pies descalzos del niño sentado a la orilla del río, al lado de su perro flaco?

Regresa a mí.
          Con su voz suave, comprensiva, hablando consigo mismo, me dice: “no temas, y mira, mira hasta las islas… ¿Viste alguna vez la melodía de los brillos? ¿La viste ondular, todavía de gasa desde tus pies al cielo, sobre el río?”
        
 De pronto los árboles pierden sus contornos. Los pájaros revolotean en colores de arco iris. Una nube blanca corre al encuentro de  vendaval furioso. La mitad de mi cuerpo es verano. La mitad de mi cuerpo, es invierno. Siento un dolor de muelas en el estómago. Tengo hambre.
Viajo a la luna.         
            Mientras esto me vive, él se ha quedado quieto.
Vuelvo a preguntar
                              ¿Es tu río mí río?

Se aleja
          
 “Corría el río en mí con sus ramajes/era yo un río en el anochecer/ y suspiraban en mí los árboles/ y el sendero y las hierbas se apagaban en mí.
¡Me atravesaba un río, me atravesaba un río!”

Los ceibos cerraron las puertas


 Juan L. Ortiz: (“ “) Deja las letras; A la orilla del río; Fui al río                                                            

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Maravilloso Lilia!!!! me encantó, es emocionante, es entrañable, tu poética, hermoso poema!!!

Te abraza Jóse

Laura Beatriz Chiesa dijo...

Lilia: una bella sucesión de imágenes. Me gustó mucho. Un abrazo,