jueves, 15 de abril de 2010

Delfina Acosta-Paraguay/Abril de 2010

MADAME BOVARY

Después de tomar el mate, se reclinó sobre el respaldo  aterciopelado del sofá, y continuó  enfrascado en la lectura de Madame Bovary.
Se metió (no quería hacerlo, no debía, pero ya era tarde) en la aparición repentina de la mujer  en el almacén del boticario del pueblo.  Y era como si él también se hubiera metido, anhelante, deseoso del veneno,   empujado por la desesperación de la vida que sale zumbante  del carril.
 A medida que el libro lo arrastraba, lo contaminaba, le venía una sensación  de ser llevado por un tren a un destino tan injusto como inevitable.
Podía ver desde la ventanilla los tramos finales, aquellas últimas casas cuyas chimeneas despedían un humo negruzco, las golondrinas del crepúsculo buscando las ramas de los cipreses y de los robles, un hombre  (con  una lámpara en la mano) observando a la máquina viajera  desde el umbral de una puerta.
Sintió náuseas.
Se levantó, tambaleante, con una terrible presión en la cabeza, y descargó un vómito en el patio.
La señora que hacía la limpieza de la casa y preparaba la comida además de dar alguna conversación sobre el clima cuando los bichos de luz rondaban el alumbrado público,   le habló: “¿Se siente bien, señor?”. Y él le dijo que no. Y le pidió un té de manzanilla.
Y el té vino rápido y excesivo. Y también el “Cuídese, señor. Si viera la cara de enfermo que tiene”.
“Esta es la segunda vez”, pensó Julio Castel.
Un ave nocturna chistó.
Se acostó,   y con la cabeza colocada sobre la almohada que olía a lavanda, a frescura,   y el ánimo ya recobrado, se dijo, se mintió, que mañana seguiría leyendo “Madame Bobary”.
El amanecer le llegó de golpe.
El libro, que  estaba con las páginas abiertas sobre el piso, le pareció  un insecto, una araña, algún ciempiés desenmascarado. Llamó a Juliana, que ya tenía preparado otro té de manzanilla y un vaso de agua,  por si las moscas, y le pidió que se lo llevara lejos y lo enterrara.
Ninguna objeción.
Ningún comentario.
El patrón era normal, pero tenía la cabeza al revés.
Nunca más  finales tristes. Nunca más ella, con los ojos  caminados por la sombra de la muerte,  perdiéndose en la distancia, y él observando, sin poder hacer nada,  desaparecer el carruaje con el objeto de su pasión adentro. O él (otro él, otro personaje), enfermo de  celos, decidido a disparar  su revolver contra ella, quien intentaba, con el rostro pálido, explicarle que el hombre solamente había venido a su cuarto, interesado en su catálogo de mariposas (o algo así, o mejor, una excusa más creíble), pensó Julio Castel.
Siguió leyendo libros. Cinco, seis. A Juliana siempre le había parecido rara la gente que leía.
Cortaba la lectura en donde se le antojaba. Y luego se iba a silbar y mirar a los canarios en su jaula; así le venía  la sensación de que daba un poco de  claridad y libertad a las aves.
Margarita Pineda, su vecina, le pasó por sobre  la muralla un libro,  una tarde.
“Te gustará. Lástima el final. Yo no sé qué es eso de que la gente venga a morir al terminar la lectura. Manga de amargados, los escritores. ¿Verdad, Julio?”, dijo.
Al día siguiente, después de volver de la oficina, corrió las cortinas, y se sentó en el lugar de siempre, para leer la novela prestada.
Las palabras, las frases, las sugerencias,  el ambiente mal iluminado del bar donde un joven pecoso (era el personaje central) estaba terminando de beber su cerveza, las risas que llegaban desde las mesas donde los hombres intercambiaban bromas, aún los números de las páginas, apuraban la decisión del joven que se largó del bar, salió a la noche, y, silbando alegremente, se dirigió a la boletería.
La vio y quedó deslumbrado. Ella, delgada, hermosa, con su traje celeste, giraba cual  trompo sobre la pista de hielo. Y al girar era como si fuera una flor rara que se abría lentamente.
Julio Castel suspiró convencido y cerró definitivamente el libro.
 Algunos días  después, Juliana observó embobada, mientras hacía la limpieza de la nueva galería de juguetes de su patrón, aquella bailarina (su tutú era celeste) de una cajita musical. Le daba cuerdas y bailaba, girando sobre sus pies. No. No era tanto la música... Era un no sé qué casi humano, quizás triste en su expresión. Su diminuta expresión de pequeña bailarina.     

2 comentarios:

S .M.T dijo...

Me encantó tu relato

abrazos amiga Delfi

Graciela María dijo...

Después de tanto vivido y sufrido en el trancurso de la existencia, será que aún la magia puede apoderarse del corazón y hacernos sentir finalmente humanos... "Era un no sé qué casi humano, quizás triste en su expresión."
Un relato cautivante... Felicitaciones a la autora