EL ABUELO JOSÉ
José Loschkin, mi abuelo paterno. El abuelo José. A veces lamento que se haya marchado tan pronto a labrar la tierra de otros cielos, pero era el momento de partir, pues, creo, todos abandonamos este suelo de lágrimas cuando ya no nos queda nada por hacer, cuando hemos aprendido tanto que merecemos el diploma que nos habilita a pasar a un nivel más elevado. Tan sólo once años pude disfrutar de su bondadosa presencia y serán algunos menos de recuerdos soleaditos de caricias. Qué extraordinario hubiese sido compartir con él estos años de mujer, imagino las charlas enriquecedoras e imperdibles que hubiésemos entablado, con su sabiduría y experiencia sumadas a mis ansias de saber, de conocer su historia, sus ideales, sus preferencias literarias. Cuando niña nada de esto pudo ser, durante la infancia uno busca otra cosa en los abuelos, eso que ellos saben dar muy bien. A pesar de tener una escasa instrucción académica, sé que le gustaba leer, porque tenía varios libros en una pequeña biblioteca que él mismo se había encargado de construir. Además, leyendo "La abnegada vida de los pioneros judíos", un relato de mi tía Reneé, su hija mayor, pude saber que el abuelo le contaba sobre los libros que había leído en la biblioteca de la colonia.
A pesar de que tuvo otros nietos, mis hermanos y yo fuimos a los que más "abrazó", todo su amor se expresaba en su sonrisa buena y sincera, en ese esperarnos al abrir la puerta cuando llegábamos de visita. Hoy puedo comprender esa alegría que estallaba en sus ojos, su voz peculiar y sus brazos con los que nos remontaba hacia el cielo. Sé que amaba a sus nueve nietos y según me contaron, cada vez que había un nacimiento el abuelo plantaba un árbol en su jardín.
La casa de "los abuelos José" está emplazada en una altura, de pequeña amaba subir y bajar por esa pendiente. En esa época era blanca, creo que lo sigue siendo y si mi paupérrima memoria visual no me falla, las puertas y ventanas estaban despintadas de gris; tenía una ventana grande, la puerta corrediza del garaje, la puerta principal y la del almacén. Del almacén no guardo recuerdos, supongo que lo cerraron unos años después de mi nacimiento. Aún deambulo con el pensamiento por aquel lugar mágico. Siento en la piel el calorcito de su luz tenue y su airecito que encantaba. Por el viejo mostrador y los sillones azules, depositados sobre una altura, a los que nos subíamos junto a mis hermanos y utilizábamos como tronos cuando jugábamos al faraón.
Luego del recibimiento de don José, correr por la salita de estar provista de tres sillones azul oscuro, adornados con almohadones multicolores tejidos por las manos laboriosas de la abuela Dora; atravesar el breve aparador del que "robábamos" los terroncitos de azúcar de la azucarera marrón para llegar a la cocina, donde nos aguardaba la abuela. Cálido lugar, si los había, refugio del encuentro casi siempre a través de la comida. La abuela era una cocinera excelente y él hacía unos asados jugosos para chuparse los dedos. Sobre el pasillo por el que se llegaba hasta el amplio garaje, había un galponcito y allí mismo tenía la parrilla. En el patio, el del inolvidable piso sobre el que el sol derramó su pintura de fuego, el abuelo tomaba su mate amargo sentado en las reposeras de lona y madera, bajo la frescura de la parra proveedora de brillantes uvas negras. A mí me encantaba treparme al enorme árbol que daba a lo del vecino y corretear por los canteros aguados de flores y plantas.
Hoy me doy cuenta de que el abuelo no era tan alto como lo veía de niña, siempre fue pelado con pocos cándidos cabellos que aún resistían a los vientos de la lucha. Cuando imagino su figura siempre me visita con una camisa blanca mangas cortas, pantalón gris y sandalias franciscanas. ¡El abuelo nunca se abrigaba!, la puerta al patio siempre abierta, inviernos y veranos.
A pesar de que había nacido en Jerson, un lugar de Ucrania, decía que era ruso, con mis once años alcancé a percibir que para él no existían los países, las fronteras, los credos; es por eso que tal vez como pocos judíos, un pueblo que se preocupa por conservar sus costumbres, que se arraiga tanto a sus tradiciones, en su casa nunca se practicó la religión sino solo por medio de pequeños festejos de fechas importantes a través de las comidas que la abuela se encargaba de preparar.
Es una nube calentita y suave que me roza los ojos del recuerdo aquellas reuniones familiares en donde jamás hubo discordias, en donde el pertenecer a una familia judeocristiana nunca fue motivo de desencuentros entre mis abuelos, sino que se respetaron y elogiaron; cuántas veces he oído a mi abuelo Carmona decir: "¡qué buen hombre era don José!, y es cierto, el abuelo José era, sí, un buen hombre. Si su mayor pecado fue el dar, el dar compulsivo, su desinterés por lo material, que lo llevaron a quedarse sin nada. Su desinterés y su honradez, pocos son hoy como mi abuelo, seguro tendríamos un mejor país. Es cierto, muchos pueden criticarlo, tal vez fue un error, pero él era feliz así, era su forma de vivir. Sin protocolos, sin vueltas, con el alma simple siempre abierta, desparramando golosinas para sus nietos amados; ah, y la lapicera; "¡abuelo, que linda lapicera!", "te gusta, llevala”, y cuantas más así. Ya lo dije, tantos te habrán enjuiciado, pero hoy en este mundo capitalista, tipos como vos harían falta.
El abuelo José se marchó un día dejándome de regalo dentro del cofre dulce del corazón su sonrisa buena, su voz peculiar, su mirada que quizás guardaba alguna pena; se llevó su generosidad y sencillez y sobre todo su grandeza. Pero se quedó flotando en la nube blanca y suave que acaricia los ojos del recuerdo. El abuelo José, un buen hombre.