Ignacio…
Ignacio Enciso un guajiro monumental de manos fuertes,
piel canela y ojos pardos llego el 25 de marzo de 1948 a Bogotá. Sólo lo
acompañaba su machete y su sombrero de alas anchas que lo cubría, del escaso
sol bogotano, hasta los pies. Entro con
una energía fiestera
inquebrantable al bar menos popular de la cuidad y por ende el más
barato en bebidas. Estuvo desde las dos hasta las seis de la tarde tomando
aguardiente y regalando trago a cualquiera que lo quisiera. De vez en cuando
ingería montones de pastillas medicinales con whisky. «Con agua no me entran,
se me quedan atravesadas en la garganta». Explicó al dueño de la tienda cuando
esté le dijo con seriedad que hacer eso lo podría matar.
Nunca se supo de donde o como conseguía el dinero,
puesto que nunca se le conoció un trabajo. De hecho no sé sabía que existía
hasta que su alma entraba al bar. Una tarde en una de sus borracheras grito a
todo pulmón, «Fueron más de 3 mil y no mil como todos dicen». Se refería a los
muertos de La Masacre De
Las Bananeras, hecho ocurrido veinte años atrás el 6 de diciembre. Había
trabajado en la empresa United Fruit Company casi toda su vida hasta dos días
antes del acontecimiento. «Las palabras de una madre nunca se deben dejar de
lado», su madre Florencina Enciso lo salvó. Era una mujer de mirada pasiva,
huesos fuertes y largos, y de fieles creencias, pero no de las creencias
cristianas o las católicas, sino de las creencias de los sueños.
Estando en la Guajira a kilómetros de su hijo y a quince días
del suceso una noche soñó que un cuervo con alas enormes, que podían cubrir el
planeta Tierra entero, agarraba a Ignacio con sus monstruosas garras y lo
engullía para dárselo de comer a sus crías. Se despertó pasmada de miedo y
ensopada en sudor, y duro en este estado hasta que el sol amaneció. No le dio
tanta importancia ni tampoco lo comento con su hija Clemisa; solo dos días
después cuando volvió a soñarse con el cuervo se percato de su advertencia.
Mando una carta a Ignacio con la esperanza de que le llegase a tiempo para
salvarle el alma de lo que fuera que lo pudiera lastimar.
En ese entonces el correo era llevado a mula, pero al
cartero que recibió aquella carta impregnada en amor de madre se le había perdido
el animal horas antes; un vecino bondadoso le prestó su burro, con el cual se
demoró menos en su viaje ya que el dueño le daba de comer avena con café para
las tres comidas, por lo que el burro tomo una fuerza y velocidad descomunales.
Así que el correo a burro se sólo tardo aproximadamente diez días en llegar.
Cuando Ignacio recibió el recado empacó sus pocas
pertenencias y sin decir nada salió a medianoche, se fue de polizón en una
carga de bananos que salía de Ciénaga y tenía su punto de llegada en Uribía.
Esta travesía se desarrollo en tres días, en los cuales Ignacio sufrió los más
terribles acalambramientos de sus miembros superiores e inferiores y quedo
chapoteando en su propio sudor, tanto que los bananos a su alrededor se
ablandaron y magullaron hasta perder su ánima. Cuando llego a su pueblo natal
un viento restaurador se interno en su cuerpo para darle nueva vida.
Solo un mes después de su llegada a la casa maternal
se enteraron de la masacre, el mensaje fue llevado al pueblo cantado por un
niño menor de ocho años y su guitarra, a la cual le sobraban cuerdas; Ignacio
quedo petrificado, su piel se heló y su corazón se transformó en piedra. Fue
bastante su malestar que horas después cuando estaba arreglando el techo de un
vecino se desmayo y se cayó de la escalera fracturándose la tibia de la pierna
derecha y de paso el peroné, le entro la calentura y su madre y Clemisa
tuvieron que hacerle compresas de hierba buena con moras silvestres, y paños
húmedos de flores aromáticas tiernas.
De allí en adelante no sé supo más de su vida porque
él no volvió a comentarla cuando no tenia bien definido que era real o no por
las borracheras, solo sé supo que llego a Bogotá a apoyar al candidato a la
presidencia Jorge Eliecer Gaitán. Algunos decían que era ladrón, otros que era
conservador (aunque sabían muy bien que Ignacio prefería estar muerto que ser
godo), unos cuantos elegían no opinar para seguir tomando del elixir gratis que
Ignacio les proporcionaba; todas eran teorías de por qué siempre tenía plata en
su bolsillo. Él nunca desmintió o puso en verdad todas esas barbaridades.
Era un liberal febril que siempre asistía a las
marchas y manifestaciones, hasta las más mínimas. Y sabía exactamente, igual
que los demás ciudadanos bogotanos, que Jorge Eliecer Gaitán era el mesías que
Colombia había estado esperando. Siempre lo espetaba, lo decía cuando quería y
se lo decía a quien quisiera. Y bendito el ser que lo contradecía, porque no
volvía a aparecer, y cuando lo encontraban era al otro lado del país, y si
tenían suerte: vivo. Los clientes del bar no llegaron a conocer esa faceta de
Ignacio, que muy pocas veces él utilizo.
El 9 de Abril de 1948 llegó al bar más temprano de lo
común, a eso de las doce del medio día, y en menos de media hora quedo en un
coma de alicoramiento. Eran casi las tres de la tarde (se cree que fue la hora
más precisa del suceso), cuando un niño harapiento entro sin aire al
establecimiento. "¡que murió Gaitán!" fue lo único que a gritos dijo
y sin dar tiempo para preguntas salió apresurado para seguir regando la noticia
a quienes ignoraban tal hecho. Ignacio dio un golpe a la mesa con machete en
mano, el sosiego en su mirada había desaparecido y una rabia descomunal lo
contagió. La noticia lo sacó del coma de la forma más abrupta posible.
Que fue un maldito conservador, que fue la pútrida
iglesia, que fue la CÍA,
que fue el temor de Dios porque creía que Jorge Eliecer Gaitán lo superaba en
poder, fueron los gritos que Ignacio lanzó segundos antes de salir enfurecido
hacia una Bogotá que estaba despertando en gritos.
Pasadas las tres de la tarde, cuando apenas estaban
sacando el frío cuerpo de Jorge Eliecer Gaitán de la Clínica Central
una enorme multitud se reunió en el centro de la cuidad, Ignacio estaba como
siempre en primera fila. Una marcha pacífica por el magnicidio de un grande se
torno en una terrorífica ola de robos y homicidios. No se veía a Ignacio ni a su machete en
ningún lado, había sido borrado de la faz de esa tierra roja.
«Roa lo asesinó». Se lograba escuchar esta y otras
frases segundos después de que Jorge Eliecer Gaitán fuera impactado por
aquellas tres funestas balas. Roa quedo convertido en una criatura deformada de
pies a cabeza, con litros de sangre escurriéndole de los menudos dedos.
Ya sin vida fue arrastrado por las dolorosas calles
como si de un desfile se tratase; la mayor atracción de esos tiempos: Roa, el
asesino de Gaitán. Que no cabía duda que él lo había matado, porque se le vio
salir corriendo del lugar; que traía en su traje la sagrada sangre del mesías;
¿que si no fue él quién? Supuesto asesino se cree hasta el día de hoy, ¿Qué tal
si solo corrió porque iba tarde a alguna cita? O ¿Qué la sangre nunca empapó su
traje y fueron solo excusas de la gente para justificar uno de los muchos
homicidios que sucedieron aquel fatídico día?
Después de un día de caos, en donde los asesinatos y
asaltos se intensificaron, las calles colapsaban de muertos y aun quedaban
vestigios de la noche anterior al rojo vivo. Pero como una llama que se niega a
apagar el desorden revivió. Solo una semana después se podía caminar con entera
libertad y sin miedo en el corazón por las calles de Bogotá.
Ignacio se encontraba con un vestido rojo y sin
sombrero, lo único que le quedaba era su machete que se encontraba bien
incrustado en su cráneo y su intacta dignidad guajira y liberal, no se supo
como llego el machete allí, así como no se supo nada de la mayoría de las
muertes en ese tiempo. Ya no era un guajiro radiante y de espléndida actitud
que mal gastaba su dinero como si lo cagara todos los días, pasó a ser otro
bogotano de tez pálida y labios blancos, sin esperanza en los ojos.
La desesperación de las familias era inminente y cada
vez se hacía más fuerte, querían conocer el paradero de sus seres queridos;
padres que habían salido a apoyar al grande, madres que simplemente fueron a la
tienda a comprar algún alimento, hijos que estaban jugando y en un abrir y
cerrar de ojos se encontraban al otro lado de la cuidad.
El dueño del bar pensando en su más grande cliente
envío una carta a la madre de Ignacio, diciéndole que era muy probable que su
hijo estuviera muerto, pero nunca obtuvo una respuesta y este murió con la
duda.
Florencina no respondió porque en sus delirios de
madre empezó a imaginar a Ignacio en la cocina, a Ignacio en la sala afilando
su machete, a Ignacio dormido en su cama, a Ignacio vivo y con ella, más nítido
que nunca. Su hija no quiso dañarle la ilusión y decidió guarda ese secreto
hasta que muchos años después Florencina murió de muerte natural.
Ignacio tuvo el honor de ser lanzado a un río, no se
sabe cual, pero fue dado a aquel líquido celestial que poco a poco se lo fue
comiendo mientras él termino con una enorme sonrisa en su descompuesto rostro.