Rubén Vedovaldi, desde Capitán Bermúdez, provincia de
Santa Fe, la Argentina, en julio de 2006, reflexiona a partir de algunos textos
de la tercera edición del poemario “Ripio” de Rolando Revagliatti (Editorial
Recitador Argentino, Buenos Aires, mayo 2006).
A ver qué nos dice este “Ripio”
El ripio era el gran cuco tan
temido de los poetas que extremaron el arte de oír su propia versificación y
depurar y escandir y hacer fluir esa asida y procesada interiormente e inasible
y clara y oscura materia. Rolando eleva el cuco a título de su libro, exorcista
ya fogueado en este difícil oficio. No es la literatura una fábrica ya
terminada, un juego ya reglamentado hasta su último detalle, sino materia sobre
la que, como para la ars poética, el autor vuelve y revuelve y sigue recreando
y redefiniendo. Es un hecho y más un haciendo, como el lector es un haciendo,
deshaciendo y rehaciendo, a golpes de ironía. Para la literatura vale cortar
por lo enfermo y, bien redondeando, más vale no valer que valer, que del valer
bien se ocupa ya la economía, la ética, la guerra.
Bien que
escribo, define el hablante, desde un frente, fuente de guiños, pie de guerra.
El autor es la continuidad y nos lo dice, no sensitivo como se decían Amado
Nervo o Rubén Darío, sino conturbado / a
primer amago de roce de la a(pab)ullante
/ gozadora –el entreparéntesis es de este lector en esta lectura-, el autor
escribe para lograr socializar la varita mágica del hada. No es el omnipotente
que toma la pluma como un monarca su cetro, es alguien que como los lectores,
vate y se debate en decididamente indecisa materia. Vean cómo hago ripio,
declara, vean / cómo me equivoco /
propago erratas y –a mis años- chochez. El escritor no viene solo pero
se las trae. Arriesga quemarse en un
juego asociativo y pone en riesgo
al lector apuntándolo con un arma de
juego. Impecable logro de juego con el estrato fónico o aliteración en careo, caca y cacareo.
A propósito
de ese jugar, le he dado en clínica mi obra a una considerable poeta y en su
juicio terrible me espeta: “No juegues más con las palabras, ya jugaste, con la
poesía no se puede jugar”. Y aún contra su juicio veo que sí se juega, que sí
Rolando puede y por qué habría entonces uno, como autor, de-privarse de leer y
/ o escribir y jugar. Sigo sintiendo que el jugar es un procedimiento válido,
bien que no sé si para la literatura o para mí.
“Con el
jardinero”: El empleador puede aceptar la renuncia formal del jardinero, pero
no podrá evitar la maldición de aquel lugar común donde los recuerdos siguen
aflorando.
“La página
en blanco” continúa la serie de la literatura, el aula, la cuestión del que
escribe como asomándose a ver su mejor máscara o su mejor vestuario y ve nada y
se siente nada o más desnudo que desnudo: blanco. Y esperar la superación, la
supuración, hacer poesía o literatura o arte desde la supuración y ese juego
entre liquidarla y hacerse líquido o liquidarse.
“Sólo & solo”:
Con ese primer verso que es todo un epigrama epitafio, pero que no es todo y
donde se logra dar una vuelta de tuerca y después otra y otra más.
“Lo dejo y
se queda”: Kafkiano cuando sabemos que adentro está el fantasma que nos busca.
“A Fernando
Savater”: Provecho el que saca de esas variantes del montar animales donde
vamos graduando del más usual, caballo, al mágico y totalmente inusual
unicornio.
“Un extenso poema...”: Ocurrente esa
asociación entre el asalto del extenso poema al hombre autor y el lograr
reducirlo. En eso se ve que está entrenado Rolando, ya que no peca de
verborragia sino que condensa, reduce su materia.
Y también
muy verdad eso de que los versos expulsados de muchos poemas, como agua
desviada, terminarán volcándose en la concepción del próximo, a la manera
también de los restos diurnos de vivencias y deseos que van a los sueños.