EL GUACHIMÁN
Sentado
en una mesa del concurrido restaurante porteño, la Playa, en Valparaíso, Fabio
estaba a la espera de su pedido. Mientras mordisqueaba un trozo de pan batido, untado
en un sabroso pebre, anticipado por el garzón. Esta vez había dispuesto darse
un gusto, el día anterior le habían pagado su sueldo y había cancelado todas
sus deudas, que no eran muchas, y ello lo hacía sentirse contento. Su banquete
consistía en: una paila con camarones al pilpil, y una cazuela bien
condimentada, con todos los ingredientes que debe llevar.
A
las 9 PM. Debía abordar una lancha para ir a su trabajo como cuidador nocturno
en el buque de carga “Buena Esperanza”, a la gira en la bahía.
Mientras
comía su exquisito menú y escuchaba las melodías del recuerdo que llegaban del
viejo Wurlitzer, arrinconado en una esquina del salón, vio pasar muchas
personas que entraban y salían del local. Una de ellas, en particular, le llamó
la atención. Una mujer como de su edad, cincuenta años o talvez menos, había
solicitado permiso para ir al baño de damas. Al regreso, pasaría cerca de su
mesa. Fabio estuvo atento para cuando ésto ocurriera.
Ya
al entrar, algunos varones de la barra del bar, habían notado su presencia; a
él le pasó lo mismo. Llamaba la atención no sólo su figura, sino además su
prestancia al caminar. Creyó recordar a una chica de sus tiempos juveniles. De
pronto apareció la estupenda mujer y miró en todas direcciones, como buscando
un lugar donde acomodarse. Fabio sin pensarlo mucho la abordó:
-Perdone,
me pareció un rostro conocido. Por casualidad es usted Rebeca, que vivía en el
Cerro Cordillera, en la calle Díaz Garcés.
La
mujer quedó mirándolo intrigada: -Sí, claro! Me llamo Rebeca, y ahí viví con
mis padres durante muchos años.
-Yo
soy Fabio, ¿Te acuerdas que fuimos compañeros del comercial?
-¡Oh!
Por supuesto. ! Claro que me acuerdo!- ¡Qué chico es el mundo, ¿No?! Y le pasó
su mano para saludarlo. Fabio no se contentó con este saludo. Le tomó la mano
con más fuerza y la atrajo hacia sí en un fuerte y amistoso abrazo, por los
muchos años que no se habían visto. Rebeca
un tanto desconcertada, explicó su presencia en el bar:
-Pedí
permiso para usar el sanitario, y cómo debo consumir algo, estaba buscando un
lugar dónde ubicarme.
-
¡Pero, por supuesto!, te sentarás conmigo,- dijo acercando otra silla a la
mesa. – ¿Quieres que te sirva lo mismo que yo pedí? o bien otra cosa. Pide lo
que quieras. Tenemos tanto que conversar. El rostro de la mujer había tomado un
tinte rosado, a pesar del frío de sus manos. Sin duda los recuerdos de antaño
rondaban entre ambos.
Habían
sido “pololos” de juventud, ambos iban al Instituto Comercial, en diferentes
cursos. Él más adelantado que ella, pero a la salida de clases, él se daba maña
para toparse con la chica e ir juntos camino a casa. Esta sana compañía duró
hasta el primer “malón”, al que los padres de Rebeca le dieron permiso de
asistir con Fabio, muy recomendada, sobre todo en el retorno a casa. “Las 12 de
la noche era la hora indicada para el regreso de una señorita decente”, dijo su
padre con el ceño fruncido. A las once y media estaban en camino de vuelta,
pero para hacerlo más largo, habían decidido subir la empinada escala, al lado
del Ascensor Serrano, cerrado a esa hora.
Los
pícaros grados de alcohol, proporcionados por el Clery (vino blanco, mezclado
con Bilz, Papaya, y bastante fruta picada, manzanas, naranjas y plátanos), la
bebida obligada para los varones, en cada evento juvenil. Algunos canapés en
pan batido o de molde, con paté y pastas de queso y jamón, confeccionadas en
casa, complementaban el festejo. El baile, la bebida y el ambiente juvenil que
habían compartido, hizo que el ánimo de ambos, estuviera alegre y predispuestos a comportarse con cierta
audacia.
Rebeca,
de pronto se restregó un ojo diciendo que le había entrado una pestaña.
-¡Sácamela!- le dijo a Fabio. El muchacho se acercó solícito, pero antes que
pudiera mirar ya se estaban besando apasionadamente. Y así el romance siguió
por dos años. Eran los que faltaban para terminar la carrera de Contador para
él y Secretaria para ella.
La
última vez que la vio, fue cuando desde lo alto de un camión de mudanzas, se
despedía en un adiós que sería hasta nunca. El padre de Fabio había recibido
una oferta de trabajo en Puerto Montt, con casa incluida. Por ello debía partir,
rápidamente, para hacerse cargo de su puesto.
Las
distancias enfrían las pasiones, es el razonamiento más simple y certero, unas
pocas cartas y más adelante el silencio. Rebeca pasó a engrosar el primer lugar,
de una larga lista de novias, pololas, amantes y convivientes, que vinieron
después.
La
conversación fue larga y provechosa para Rebeca y Favio. Ella le contó que
había sido madre muy jovencita,
dedicándose a su hija y a sus padres, hasta que ellos murieron y ya su hija se
había titulado de Ingeniero.
Pasó
la hora de la lancha y mucho más, Fabio se comprometió de acompañarla hasta su
casa. Él se quedaría en un hotel cualquiera. La excusa en su trabajo, una
enfermedad repentina. En ese momento el Wurlitzer desgranaba los acordes de un
bolero que, para ambos, traía el recuerdo de su encendido romance juvenil. Ya
quedaban pocas mesas ocupadas, por ello Rebeca aceptó. Ambos, cogidos por la
melodía, se unieron en un baile pleno de emociones y añoranzas y ¿por qué no
también sueños? de un futuro inmediato.
Regresando
a la mesa, decidieron que era el momento de partir, era la primera hora del día
siguiente. Un último brindis con el exquisito vino que había pedido Fabio, para
amenizar la conversación. Luego le ayudó a colocarse el abrigo y la bufanda.
Por su parte se puso su chaqueta acolchada y su infaltable sombrero que
protegía su pelo cortísimo.
Al
salir a la puerta del restaurante, un frío viento los cogió como en un
torbellino. Desdibujando a Rebeca, la calle, el lugar y todo su entorno. Fabio
había escuchado un fuerte golpe a
estribor que lo despertó totalmente. Seguramente el vaivén propio de la
marejadilla había corrido una lata. Se desperezó igual como lo haría un gato
después de una siesta, y salió del recinto que lo acogía en las largas noches
de guardia, entre ronda y ronda. Pero este sueño recurrente era uno de los
motivos que lo mantenían dispuesto a seguir luchando por sus tres hijos, la
mayor, reconocida siendo una mujer y sus otros dos pequeños. Rebeca, su mujer, ya era historia, pero igual,
cada quince días la iba a visitar a su tumba.