La curandera
A veces las
historias te trepan como enredaderas. Te aferran a un pasado que como una
alergia, se empeña en volver una y otra vez…Don Martin Quesada, hombre muy
querido en su pago, miraba el camino desde la tranquera. No es que esperara a
nadie, no… era solo el deseo de escapar… de boina requintada, facón al cinto de
monedas de oro y plata, Don Martin imponía presencia a donde fuera. Esto unido
a su dinero, y condición de hombre justo, recto, lo convirtieron en un
referente de aquel poblado… casado con doña Ofelia De Sáenz, formaban una
pareja simpática, querible. Habían tenido dos hijos. Martincito el varón, hecho
y derecho en las lides del campo. Y Azucena, una hermosa niña de ojos claros
como el cielo. No se podía pedir más. Regia estancia, servidumbre, nada
faltaba. Entonces la pregunta: ¿Qué había en el pasado de Don Martin, que lo
hacía lagrimear mirando el camino?... todo empezó hace muchos años. Don Martin
y Doña Ofelia, tenían a Martincito bebe. Doña Ofelia, joven en esa época,
apenas tenía veinte años y su marido veinticinco. Gritaba todo el día. Doña
Pepa una vieja matrona, se escondía en la cocina o en el lavadero, para no
aguantarla –La señora tiene hoy muy mal humor, dijo. Joaquín contesto –No debe
haber dormido anoche. Doña Pepa lo miro irónica -¿Y cuándo fue amable esta
mujer?. Siempre se desquita con nosotros. Joaquín se encogió de hombros ensillo
su caballo, para buscar el ganado. La noche se acercaba. ¿Pero qué noche si
eran las dos de la tarde?. Joaquín miró el cielo. Una terrible tormenta se
acercaba, por eso la oscuridad. Los hombres y el patrón estaban arreando las
ovejas y los caballos. El espolio el suyo, debía ir hasta el otro campo. Seguro
que las vacas estaban al reparo del monte. A galope tendido, se fue. Y si allí
arremolinados, asustados, los animales estaban al reparo del monte. Joaquín
caracoleaba con su caballo, tratando de hacerlos ir para el galpón. No lo
consiguió. El viento, los relámpagos, los asustaban más. Ya no podía regresar,
también su caballo estaba asustado. Podía tirarlo. Empezaba a llover, cuando
oyó voces que traía el viento. Vio una joven que con un nylon en la cabeza lo
llamaba. Extrañado, soltó el caballo y fue hacia ella. Ésta rápido lo guió
hasta el medio del monte. Allí Joaquín vio con asombro, que entre dos inmensos
troncos de eucalipto, había una choza… ramas, nylon, lonas añadidas, atadas con
estacas. Entraron, a la luz de los relámpagos vio un colchón arrollado a un
costado. Dos troncos servían de asiento. Un balde, una hoya y un mate. Quedaban
las brasas en un fogoncito rodeado de piedras, tapado con una lata. Joaquín la
miraba. –Siéntate, hablo ella. -¿Vives aquí?. Pregunto Joaquín. –Sí, No me
quejo. No consigo trabajo, y no hay plata para otra cosa. Muy delgada, su
carita pálida, denunciaba una mala alimentación. Era bonita. -¿Fuiste a la
estancia de Don Martín. Preguntó Joaquín. –Si fui una tarde, pero la señora me
hizo echar. Casi me saca con los perros. Joaquín la miró con pena. Si la patrona
era muy celosa y loca. Aquella joven era demasiado bella. La tormenta había
amainado. El monte parecía una orquesta de pájaros. Cerca, corría un arroyito,
tuvieron que saltarlo, se había crecido. –Gracias por ayudarme. Dijo Joaquín.
-Debo irme. Pediré trabajo para ti en la estancia. –Gracias, dijo ella. Busco
su caballo, que pastaba allí cerca. Al trotecito se alejó. Pensaba, como haría
para decirle al patrón de aquella muchacha… pero bien sabía que la pobre Pepa
no daba abasto. Necesitaban otra persona. Lo encontró en el galpón tomando mate
con los peones. Él era así. - ¡Que te paso Joaquín!. Exclamo al verlo. Íbamos a
buscarte. ¿Dónde te metiste?. -En una cueva en la barranca del arroyito. Por
suerte no me moje. Mintió descaradamente, todos lo miraron con asombro. Pero
Joaquín siguió serio para las caballerizas a dejar su caballo. Los demás
siguieron charlando y bromeando. Todavía había tormenta. Don Martín dijo, que
habían anunciado por radio, para la noche, piedra y vientos fuertes. Joaquín
pensó en la muchacha y se le arrugó el corazón. El asado se doraba en el fogón.
La caña y el mate pasaban de mano en mano. Joaquín se sentó cerca del fuego.
-¡Dios mío!, Pobre gurisa pensó. Sola en mitad del monte. No tenía ni para
comer. Ya era casi noche, cuando el asado estuvo pronto. Brillaban los facones
cortando los trozos. Joaquín corto uno, pero a pesar del hambre, no pudo
pegarlo bocado. Se le aparecía el rostro pálido de ella. Tomo pan y salió. Lo
guardo en su pieza. Volvió y corto más. Nadie se fijaba. Estaban todos medios
borrachos, y el patrón se había ido. Esta vez comió apurado, quería llevarle
aquello a la joven. Tomo un trago de caña, y sin que lo vieran, volvió a
ensillar el overo. A galope tendido cruzo el campo, y el monte. Recordó que no
le había preguntado nombre. –¡Señorita!, llamo. ¡Soy yo Joaquín!. Salió de
detrás de un árbol. Asustada. –Sentí galope de caballo y me escondí. Menos mal
que eres tú. Habló Joaquín –Te traje comida, come rápido. La tormenta esta
encima. Ella agradeció comiendo con mucha hambre. -Te llevaré a la estancia,
debes refugiarte. Allí estarás protegida, y dormirás calentita en el galpón de
la paja, vamos sube al caballo, no hay tiempo ya comenzó a llover. La joven
subió, y al galope, cerrando los ojos para no ver los relámpagos, cruzaron la
noche. Ya la peonada dormía. Nadie los vio. Joaquín desensillo el caballo, y
coloco unas mantas sobre la paja. Ella lo miraba agradecida. –Por cierto, mi
nombre es Azucena. Él la miro –Bonito nombre. Yo soy Joaquín. –Gracias, dijo
ella. Esta es la mejor cama que he tenido en mucho tiempo. –Mañana hablo con el
patrón. Vas a ver que te contratan. La señora tiene un bebe. Y la cocinera, que
esta para todo está muy cansada y achacosa. Habló Joaquín. –Te estaré
eternamente agradecida. –Eso sí, prosiguió Joaquín, para entrarle tendremos que
inventar algo. Creo que ya lo tengo. Eres mi hermana. Nuestra madre murió y
viniste buscándome. El patrón me debe favores, te aceptará. Pensativa ella
preguntó. -¿Y si me pide documentos. -No tienes lo dejaste en el rancho que se
prendió fuego. Terminó Joaquín. Ella volvió a preguntar -¿Y cuál es tu
apellido? –Hernadez. Y desde ahora serás Azucena Hernandez. Los dos reían. Ella
agregó –Espero que no me descubran. Joaquín la miró contestando –Tranquila,
quédate bien escondida hasta mañana que vengo a buscarte. La noche fue larga y
la tormenta un vendaval de aquellos. Azucena había dormido como los dioses.
Primera noche en mucho tiempo que dormía calentita bajo techo y protegida. La
despertaron voces y se sumergió en la paja. Eran los peones buscando los
caballos. Joaquín se había hecho el remolón para poder llevarle un jarro de
café con leche y un trozo de pan casero. Azucena comía con ganas. –No hay nadie
dijo Joaquín. Allí hay un baño, Tiene ducha. Te traje algo de ropa que la
cocinera me dio. -¿Y no hablara? Preguntó asustada Azucena. –Joaquín sonrío. Le
dije que eras mi hermana, le conté lo del incendio del rancho, me creyó todo. Y
le dio mucha pena. -¡Cielos!. No me gusta mentir, pero tengo que conseguir
trabajo. Y entró al baño. Joaquín la esperó. Cuando salió limpia vestida con
una blusa de color y pantalones, cabello limpio y peinado, parecía otra. Así se
dirigieron los dos por la puerta de servicio al interior de la casona.
Golpearon la puerta del escritorio. El hombre levantó la vista de los papeles.
-¿Qué quieres?. Estoy muy ocupado. –Patrón mi hermana Azucena. El hombre la
miró. Era muy hermosa. -¿Tu hermana?. Se puso de pie. –Patrón ella está sola en
el mundo. Perdió todo en un incendio. Nuestra madre murió. Por favor dele
trabajo. Doña Pepa precisa alguien que la ayude. Don Martín se acariciaba la
barba. –Bien si es tu hermana. La tomaré a prueba. -¡Gracias patrón, gracias!.
-¿Cómo te llamas?, preguntó. –Azucena Hernandez señor. –Bien guíala a la
cocina. Estarás a las órdenes de la cocinera. Cualquier cosa hablas conmigo.
–Sí señor, con permiso. Los dos salieron. La alegría de la chica desbordaba.
Pero alguien bajaba por las escaleras. –La patrona murmuro con miedo Joaquín.
Una bella mujer pero de cara agría apareció. -¿Y esa quién es?. Joaquín
respondió. –Buenos días señora, ella es mi hermana, Azucena Hernandez. -¿Y que
hace aquí?. –Es la nueva ayudante de la cocinera, respondió la voz del patrón
detrás de ellos. La mujer terminó de bajar las escaleras. –No me consultaste
dijo áspera mente. –No lo creí necesario. Hace falta otra empleada, añadió. La
mujer miraba con burla a la recién llegada. Con voz alterada y altanera dijo:
-Espero no olvides tu lugar. ¡A la cocina!. Don Martín se volvió a encerrar
sacudiendo la cabeza. Joaquín guio a la chica a la cocina. Por varios meses
todo transcurrió normal. Trabajo salidas al pueblo los fines de semana y algún
baile que otro. Azucena, salía siempre con su supuesto hermano. Joaquín tenía
novia. Y a veces Azucena volvía sola de las quermeses. En una de esas vueltas
Don Martín, que ya prácticamente estaba separado de su mujer, a raíz de su
locura, la encontró caminando a la orilla del pueblo. Paró y la invito a subir.
Azucena titubeo pero, era el patrón, y la estancia todavía estaba lejos. Aparte
había empezado a llover. Todo sucedió vertiginosamente. Algo de alcohol
juventud alegría frustración fracaso, la cosa que todo terminó en una noche de
pasión. No fue el único encuentro, hubo más. Hasta que Azucena quedo embarazada.
Los acontecimientos se precipitaron. Joaquín se enteró, y fue a hablar con Don
Martín. Ambos decidieron que no se supiera la verdad por la enfermedad de Doña
Ofelia. Esta padecía un grave trastorno nervioso con alteración de
personalidad. Decidieron decir que ese hijo que esperaba, era de Joaquín, y
revelar la verdad de que no eran hermanos. Decir que eran pareja. Pero igual
mente todo se había descontrolado y Doña Ofelia, enferma y todo había exigido
que una vez naciera el bebé, Azucena se marchara. Nació una niña hermosa a
quién pusieron el mismo nombre que la madre pero esta, había decidió que por el
bien de su hija se la dejaría a Joaquín en la estancia y ella se iría. Ante
esto Martín que era el verdadero padre, convenció a su esposa de adoptarla. Así
se hizo y la pequeña Azucena creció sin faltarle nada. Don Martin y Joaquín ya
peinaban canas y aquella chica era muy buena estudiante en la Capital. A veces venía
y le gustaba montar a caballo, y recorrer el monte al trotecito. En una de esas
salidas decidió ir arroyo arriba admirando el paisaje. En uno de los barrancos
vio a una mujer. Parecía juntar flores o yuyos. Se acercó con el caballo de a
tiros. -¡Hola no pensé que hubiera gente por aquí!. La mujer vieja algo
desgreñada, ropas humildes, palideció al verla. –Usted debe ser la curandera,
de la que hablan en el pueblo. La mujer por fin logró hablar. –Si tienes razón.
Azucena volvió a preguntar. -¿Vives cerca?. La curandera la miraba, sintiendo
que el ayer volvía. –Sí, respondió, a la vuelta del barranco. –Vamos dijo.
Podrás tomar un poco de te fresco. Hace mucho calor. Así las encontró Joaquín
charlando bajo la enramada. Madre e hija sin saberlo. Joaquín emocionado no
podía acercarse. El sabia hacía tiempo que sabía que Doña Azucena estaba allí
he iba a comprarle yuyos para ayudarla. Ella no quiso que en la estancia se
supiera de su llegada. Solo buscaba ver a su hija aunque sea desde lejos. Y
ahora la tenía al lado. Azucena seguía hablando, preguntando con la curiosidad
de la juventud. Su madre en cuya cara ajada brillaban los ojos como dos
estrellas le regaló un manojo de hierbas en un impulso beso la mejilla tersa de
su hija al despedirla. La mujer apoyada en el portillo los vio irse. Y dejo que
las lágrimas corrieran. Su hija. -¡Que hermosa era! ¿Cómo iba a decirle que era
su madre?. Mientras Joaquín y ella cabalgaban. Azucena habló de pronto. -¡Es
algo rara esa señora!. Pero no sé por qué me recuerda a alguien. Me parece
conocerla de toda la vida. -Es extraño murmuro Joaquín, sintiendo que se le humedecían
los ojos. La joven siguió en silencio. Desde la loma miró hacia el monte. No se
veía el humilde ranchito. -¡Qué pena!, dijo ella. No sé por qué hubiera querido
verla por última vez. Y volvió a galopear. La noche escondió el lagrimón que
resbalo por la mejilla de Joaquín. Ya en el comedor de la estancia, Azucena
contaba su encuentro. Joaquín y Pepa escuchaban desde la cocina. Doña Ofelia,
ida a causa de los medicamentos, se entretenía en dibujar con el tenedor en el
plato. Don Martín que si escuchaba sintió que una espina muy dolorosa, se le
removió en el corazón. Al otro día, un jinete acechaba desde el barranco el
humilde ranchito. La mujer, había salido a buscar hierbas. El jinete bajo
despacio. Cuando la llamo por su nombre, a la mujer se le cayeron los yuyos de
la mano. Se habían reconocido. Después de tantos años. Fue un abrazo apretado,
y muchas lágrimas. –Nuestra hija casi te reconoce. Dijo Don Martín. –Si casi
casi, contesto ella. Es tiempo de que ocupes tu lugar en la casa. -¿Cómo
Martin?. Esta tu esposa. –Hoy la llevan los médicos a un instituto.
Desgraciadamente es irrecuperable. –Lo lamento, agregó Azucena. Pero si voy,
seguiré siendo la curandera. Mucha gente depende de mí. –Pero serás mi mujer.
Demasiado hemos sufrido. Y por nuestra hija que te necesita. Fue cuando se
dieron cuenta que Azucena estaba allí con el caballo de tiro. Había visto y
escuchado todo. E intuida el resto. -¿Mama?, preguntó apenas. –Hija vamos a
explicarte todo, exclamo el padre. Un abrazo muy fuerte los unió. –Por fin se
la verdad de los rumores que corrían en la estancia. Comentó Azucena. –No nos
juzgues por favor, éramos tan jóvenes agregó Martin. –Yo estoy feliz de
recuperarlos a los dos. La que creía mi madre, nunca me quiso. Y ahora con su
enfermedad todo es peor. Y siguió abrazada a su padre y a su madre. Esa tarde,
después que se llevaron a Doña Ofelia, Azucena entro a la estancia. Los tres
lloraban. Joaquín intentaba ver, aquella escena a través de las lágrimas. Allá
muy alto, sonreían las primeras estrellas.