Revista Literarte creada en Noviembre de 2001 para la difusión de todas las disciplinas del arte.Declarada de Interés Cultural por el Honorable Concejo Deliberante de Vicente López en Diciembre de 2002.
DECLARADA DE INTERÉS CULTURAL POR LA SECRETARÍA DE CULTURA DE LA PRESIDENCIA DE LA NACIÓN ARGENTINA SEGÚN RESOLUCIÓN 1706/10, en Junio de 2010
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Año 1923. Las tres de la tarde. Se produce el primer descubrimiento de huevos de dinosaurios en el Cretáceo Superior de Mongolia por parte de una expedición del Museo de Historial Natural de Nueva York al desierto de Gobi. Los huevos hallados han sido enterrados en la arena y dispuestos formando capas circulares superpuestas. Tienen forma alargada y miden unos 20 centímetros. Parecen inmensos salames cascarados de diversos colores con manchas en forma de lunar. El más chic es un huevo azul marino con lunares violetas. Espectacular. En cercanías del lugar descubren restos de un ejemplar hembra de Protoceratops, en apariencias, la responsable de los huevos abandonados. Mejor dicho, los restos son de la irresponsable. Unos años más tarde, en el año 1950, la misma expedición (con la nueva adquisición de un perro salchicha negro), descubre en el Cretáceo superior de Provenza, Francia, otro yacimiento de huevos de dinosaurios. Por su cantidad es considerado el más importante. Encuentran alrededor de 96 huevos. Para un almacenero son ocho docenas. Para el Conejo de Pascuas, la gloria. A diferencia de los huevos de Gobi, los cuales eran alargados y con vivos colores matizados por lunares, los de Provenza son huevos esféricos y blancos. Blancos como las leches. Miden 75 centímetros de diámetro y calzan plantilla número 36. Por otra parte, mientras los de Gobi se asemejan a exagerados cascapiñones embutidos los de Provenza parecen cabezas de pelados albinos. Surgen los primeros interrogantes en la expedición: ¿Cuál es la causa por la cual los mismos ejemplares evacuaron huevos de características tan diferentes?. ¿Un mayor o menor entreñimiento del esfínter de su enorme nalgatorio?. ¿La alimentación?. ¿Las condiciones atmosféricas?. ¿Qué comió este maldito perro negro con forma de chorizo quemado?. ¿Y quién lo trajo?. Es más, ¿no sería una buena idea ofrecerle un uvasal ahora que vamos en bajada?. El grupo de eruditos regresa a los Estados Unidos en clase turista y experimenta con los huevos hallados. Con los de Gobi y con los de Provenza. Ciertamente, como diferentes resultaron ser ambos tipos de huevos en cuanto a su formato y a su apariencia externa (también a su capacidad mental ya que desde un punto de vista cerebral los de Gobi, muy favorecidos por su similitud con la cabeza pelada de un albino, resultaron ser huevos más inteligentes; pruebas de inteligencia mediante, los de Provenza ratificaron que no sólo por las apariencias eran unos verdaderos salames), los resultados logrados igualmente mostraron sustanciales disparidades. Por ejemplo, con los huevos de Gobi se lograron tortillas para comer directamente de la mesa. No había plato capaz de soportar semejante extensión. Se probó con una fuente de regimiento pero tampoco entró. En cambio, con los de Provenza se cocinaron tortillas normales. Por supuesto, considerando sus 75 centímetros de diámetro una tortilla hecha con estos huevos alcanzaba para alimentar a una dotación completa de Bomberos Voluntarios. Además, con los huevos de Gobi nadie pudo cocinar un huevo duro. Uno de los estudiantes lo intentó dando como resultado un patético salame duro difícil de digerir. En cambio, con los de Provenza los huevos duros parecían pelotas de marfil para exponer con una de las obras más extraordinarias del artista George Paint, esbozada durante uno de sus innumerables safaris africanos, a la cual tituló "Este elefante no tiene únicamente los colmillos de marfil, no señor mío". En cuanto al omelette, los de Gobi lograron el primer puesto. Y quienes pudieron degustar un omelette hecho con los huevos de Gobi se succionaron los dedos de las manos. De ambas manos. Esto no ocurrió cuando alguien cocinó un omelette con los huevos de Provenza para los que no estaban cuando se hizo el omelette con los de Gobi. Los que comieron este tipo de omelette no se chupetearon los dedos de las manos. Se lamieron las rodillas cada vez que se agachaban para recoger los huevos enteros que rodaban por el piso. Por último, los de Gobi fueron muy bien vistos cuando integraron las conocidas y populares "picadas". Su aspecto, combinado con la visión que otorga la albóndiga o el queso cortado en trozos rectangulares pequeños, producía el aplauso y el delirio general. Por el contrario, los de Provenza, debido a su aspecto de huevo duro cualunque le otorgaba a la picada una significativa apariencia de vulgaridad culinaria.
«Lo sé bien, he sido elegido y debo sentirme orgulloso de tan magnífica distinción. Fui el único en mi aldea, por mi porte y buen aspecto. ¡Nunca pensé que mi belleza pudiese traerme tanta desgracia! Quizás dudo porque había soñado otro destino para mi vida: casarme con Chio, festejar en la aldea con abundante comida y bebida, tener hijos...
Mas, ¿quién es este miserable esclavo para torcer los designios de los Dioses?
La escena permanece en mi mente, los padres exhibían a sus hijos más sanos y bellos; niños y niñas por igual formábamos una larga hilera, ataviados con trajes blancos, ornamentados con plumas y bordados; mi madre trabajó cerca de dos años en el mío. El sacerdote revisó a cada uno con mirada escrutadora, dio vueltas en torno a la “carne humana”. Repentinamente, se devolvió con seguridad me ungió la frente y encasquetó una corona. De reojo vi acrecer a mis padres ante el resto de la aldea.
A Chio no la presentaron y me extrañó, pues era la niña más bella de todas; supongo que sus padres pensaron que toda la gloria y el bienestar que recibirían no compensaba su ausencia.
Contrario a lo esperado, esto que viviré y constituye un honor, y me hace ser envidiado por muchos, para mi es la perdición. Si fueran dudas sobre mi destino, podría resolverlas, pero, eso no existe, ya sé cual es. En mi fuero más íntimo desearía haber sido rechazado, no tener gloría ni distinción ni padres ufanos de mí y estar con ellos en la aldea...
¿Soy un esclavo desagradecido?, ¡tengo a mi disposición una mesa colmada de manjares, que en mi modesta vida jamás habría probado! ¡Desde que llegué a la pétrea construcción dos sirvientas me han atendido, bañado y perfumado!
Este transito dura seis días... hoy se cumple mi plazo.»
―Mi señor, ¿has sido bien tratado? ¿Deseas algo más que te podamos brindar?― me preguntaron los escoltas. Con gestos asentí a la primera pregunta y negué a la segunda; no quise hablar, mi voz podía delatar mis inquietudes.
―Te traemos la bebida para preparar tu ingreso al mundo de los Dioses. ¡Se bien recibido!―. Al decir esto me extendieron un tiesto.
―Gracias―, logré pronunciar con voz ronca. Tomé el pequeño cántaro y bebí el contenido de un solo trago. Comenzó su efecto, me parecía estar en el aire, me subieron en una angarilla por unas escaleras.
―Ahora este―. Dijo alguien indicándome a mí.
Desnudo, sobre una fría piedra plana, creí ver luces alrededor, ¡todo era tan irreal! ¡No sabía si estaba despierto o soñando! ¡De pronto! una rara sensación, ¡un liquido caliente chorreando por mi pecho! ¡Sentí como si mi cuerpo y espíritu se hubiesen separado! Desde arriba pude apreciar la zona superior de la construcción, de forma circular, y mi cadáver con el pecho abierto y vacío, en una mesa de sacrificios. La noche alumbrada con antorchas, y en el hombre que me había quitado el corazón reconocí a quién me había ungido en la aldea.
Cuando lo conoció a Faraj, dos cosas llamaron su atención: lo exótico de su nombre y el apodo de “Fakir” que le impusieron sus amigos. Respecto al apodo, supuso que era por su carácter distante y tan extraño, su nombre- lo supo después- era común en los árabes. Salim Faraj era muy conocido en el barrio, no por su trabajo, sino, por alguna de sus rarezas. Una de ellas consistía en pasar largas horas, inmóvil. Se sentaba en una silla del club, cerraba los ojos, erguía la espalda, bajaba los brazos a la altura de la cintura y así, se lo veía durante días sin que nadie se animara a sacarlo de ese estado. La otra, la más sorprendente, eran sus desapariciones. De un día al otro Faraj llenaba su maleta de mano y se marchaba. La última vez regresó un año después. Nunca se supo donde había estado.
Jacinta Shoeer, educada en un religioso colegio alemán, obediente y disciplinada, era la elegida por la monja Dorotea, cuando se necesitaba una paciente y prolija bordadora de tapices. Esta alumna de mofletes rosados, caderas anchas y piernas cortas, se sentaba en su sillón preferido y durante meses trabajaba en su obra. En la escuela le habían enseñado que había muchas preguntas que no se debían hacer, porque “se cree o no se cree”; y ella creía en Faraj. Faraj era sensible, gentil y muy cariñoso. Sus meditaciones, sus ausencias, eran producto de su soledad -opinaba ella- y se prometía cambiarlo.
En la luna de miel su flamante marido permaneció sentado en la cima de un cerro dieciséis horas. Era una figura pétrea que armonizaba con la zona. Jacinta, convencida de la inutilidad de su esfuerzo por sacarlo de su estado cataléptico, optó por dejarlo en la montaña y esperar. Faraj retornó al día siguiente y se comportó amable y cariñoso como de costumbre. Ni ella ni él tocaron el tema. Ya en el hogar volvieron a la rutina y sólo se encontraban por la noche para cenar y charlar las novedades del día.
Una mañana Faraj bajó con su maleta de viaje; la abrazó tiernamente y se marchó. Seguramente habrá tenido dificultades, se decía Jacinta cuando se cumplían siete meses de ausencia. Volvió a los diez meses y doce días de su partida y su regreso fue tan sorpresivo como su ida. Sin explicación, sin preguntas, el matrimonio retomó sus obligaciones y Jacinta halló nuevamente a ese hombre cariñoso y dulce del cual se había enamorado.
Cuando esa mañana volvió a verlo con su maleta de viaje, Jacinta intentó pedirle una explicación pero, el “Fakir” le acarició el cabello, besó su frente y salió por la puerta principal. Esta vez, la ausencia duró cinco años.
Jacinta leía; trabajaba; tejía y esperaba… Su educación le permitía vivir sola y pensar que a su hombre algún hecho imprevisto lo había retenido, pero que no tardaría en volver… Jamás sospechó de un engaño o de una infidelidad, pero ahora estaba convencida de que su apodo respondía a las dificultades que tienen los fakires para conectarse con el mundo real.
Una tarde de octubre volvió con la misma maleta, la misma ropa y los mismos zapatos. Como si hubiese regresado del café de la esquina. Apoyó la maleta en el piso y le besó la mejilla.
Jacinta tomó la maleta, lo consultó sobre el menú de la cena y se marchó rauda a la cocina
El negro Oscar nunca tuvo hora de llegada. Lo único que lo anunciaba era su voz. Por qué la voy a olvidar .Profunda, potente, oscura.
Llevaba en otoño, verano, invierno y primavera, un sobretodo arrugado de mangas cortas de un color marrón claro.
Todos los chicos al escucharlo corríamos a saludarlo. Él nos estiraba su mano morena, larga y áspera, dándonos un fuerte apretón.
Siempre con su sonrisa de dientes tan blancos.
Hoy ya de muy grande, me pregunto de dónde venías y hacia qué lugares ibas.
Como un conjunto de ovejitas lo seguíamos por toda la cuadra. En el barrio Santa Rita, por la calle LLavallol, entre San Blas y Juan Agustín García. Hoy me doy cuenta que Oscar no era ni un ciruja, ni un tenor, acaso ni un hombre.
Bien podría haber sido un ángel . ¡Sí! , un ángel que nunca vino a mostrarnos el mundo, porque NUESTRO BARRIO era el mundo.
Siempre cantando llegaba, siempre cantando se iba.
¿Alguien le habrá enseñado? ¿Dónde nació el grandote moreno?
No recuerdo el día que dejó de venir. Solo sé que cuando ya éramos adolescentes, dejamos de verlo.
Se fue como llegó: escondido en el sonar de su voz.
¿Será cierto lo que me cuentan algunos viejos vecinos del barrio?:"En las noches de viento, frío y fuertes lluvias, escuchan una voz profunda, potente, carraspeando los tangos que cantaba el negro Oscar.
Era una hermosa mañana de fines de verano con algunas nubes atravesando el cielo azul. El sol naciente refulgía en forma mágica, como por última vez. Ella despertó e inmediatamente tanteó el hueco de ausencia en la otra mitad de la cama. Su marido ya se había ido al hospital, era médico cirujano. Miró hacia la cuna, el niño dormía plácidamente. Un poco más atrás su hijita mayor también dormía.
Se levantó a las 8:15 AM. Calentó agua. Buscó las hojas de té y se preparó para la ceremonia matinal del desayuno.
Las 8:30 la encontraron en postura de oración, con la vista perdida en el cielo y las manos ahuecadas sosteniendo la taza humeante.
A las 8:31 una indescriptible luz rojoamarilla encandiló el paisaje. Los cristales vibraron e inmediatamente explotaron en cientos de millones de astillas. Una ciclónica fuerza retorció la casa entera, astilló los marcos de puertas y ventanas, calcinó las paredes y desmontó el viejo edificio de madera de dos plantas. Una gigantesca ola de calor parecía quemar hasta los huesos. Una masa de humo gris oscuro avanzaba como enorme ola de melaza negruzca, burbujeante que se extendía hacia todos lados e incluso hacia el cielo. Todo esto ocurría en completo silencio.
El piso cedió. Los destrozos de maderas, vidrios y otros materiales pintaron un apocalíptico paisaje de destrucción.
Pensó en los niños. Corrió hacia la cuna. El bebé yacía inmóvil, tranquilo, todo parecía estar bien. Miró hacia donde debería estar la niña. En lugar de la cama encontró una enorme grieta que partía en dos la estancia.
— ¡Mamá! ¡Mamá!— escuchó los gritos enmarcados en llanto. Buscó a tientas, se había cortado la energía eléctrica. Allí, entre tirantes que pendían de las ruinas su hijita se tomaba desesperadamente de un madero y hacía fuerza para incorporarse, aprisionada desde la cintura hacia abajo por una montaña de trastos y escombros. ¡Estaba tan lejos! A mas de tres metros. No podía llegar por más que se estiraba.
— ¡Mama!, ¡Mamá!— Seguía gritando la pequeña.
Entre la Impotencia y la desesperación, se le impuso a pantallazos el recuerdo compulsivo del nacimiento de la niña, hacía seis años. Ese día su esposo no estaba, lo habían movilizado con el ejército junto a la mayoría de los médicos y enfermeros del hospital. Como escaseaban los facultativos, una vieja comadrona la atendió en su propia casa. Apenas pudo detener la hemorragia que se llevó más de la mitad de su sangre. La recién nacida, que era demasiado grande para el cuerpo menudo de su madre, estuvo a punto de asfixiarse en el canal de parto. Sin embargo ambas sobrevivieron. Ella se repuso y años después pudo volver a parir un hermoso varón. La pequeña creció sana y saludable y ese año había comenzado la escuela primaria, cuyo edificio, el único de hormigón en los alrededores, se levantaba frente a su casa.
— ¡Mamá!, ¡Mamá!— El tirante crujió, y todo el maderamen cayó en forma estrepitosa.
— ¡Mamáaaaaa!—
— ¡Aiko!, ¡Aiko!
Después: Silencio y humareda enceguecedora.
Instintivamente fue a la cuna donde estaba su bebé. Lo levantó.
— ¡Yui!— lo sacudió. El niño no respondió. No se movía.
Llorando silenciosamente y con el cuerpo de Yui aferrado contra el pecho se paró frente a un espejo que milagrosamente solo tenía una rajadura que lo dividía al medio. La poca luz que se colaba por un hueco de la pared del frente le devolvió su propia imagen. La cara sangraba, tenía astillas de vidrio y madera, sucias de carbón, incrustadas por toda la piel que era una gran llaga. De sus ropas quedaban jirones y su cabello apelmazado estaba pegado a la cabeza como con alquitrán. Recién en ese momento sintió dolor en todo su cuerpo, ardor en la epidermis y desazón en el espíritu.
Transformada en una autómata salió a la vereda. Todo estaba asolado. Una lluvia oscura de hollín caía indolente. Desde el edificio escolar, el único en pié, se escuchaban niños entonando lastimosamente un himno, seguramente en un acto de valentía, propio de su educación marcial, aprendido para hacerle frente con honor a las adversidades de la guerra.
Comenzó a caminar y sin detenerse. Miró incrédula el gran hongo que se alzaba miles de metros sobre el centro de la ciudad.
Como ella, muchas almas deshechas en cuerpos andrajosos andaban sin rumbo por las calles destruidas en los suburbios de Hiroshima.
Había construido como cien barquitos de papel. No había ido a clases por la tarde, no había comido ni bebido, solo se había desvelado buscando retazos y retazos, reuniendo los pequeños trozos de papel. Pliego a pliego los iba armando. Muy pronto, bajo la amanecida, tomó todos los barcos de colores y los llevó al agua. Miró su trabajo con dulzura, mientras lentamente se hundían en un profundo viaje.
-Tiene la delicadeza de un príncipe- dijo el gordo, mientras se acomodaba la faja que le ceñía el abultado vientre.
-A mí me operó y a las seis horas estaba en casa. Es un genio- dijo la rubia de campera roja.
Uno de los canosos se revolvió inquieto en su asiento hasta que dijo: A mí siempre me pasa lo mismo. Es como que ya me acostumbré tanto al Doctor que no puedo ir a ver a otro. Es tan fino en sus modales.
-Y tan dulce. A mí me trata tan bien- dijo la abuela.
-Habría que hacerle un homenaje- dijo alguien.
Fue sólo un segundo de comunicación intensa, de complicidad necesaria. Decidieron homenajearlo, llevarlo en andas, no sé, algo. Sería como una alegre expresión del cariño que todos sentían por el Dr. Cañi Parodi. Porque cuando uno entra en una sala de espera siempre pasa lo mismo. Al principio somos reacios. Después uno comienza a distenderse y a entrar en confianza.-¿Por qué no?- dijo el otro gordo saliendo de sus cavilaciones y tomó la delantera seguido por la rubia.
En el consultorio, el doctor Cañi Parodi, uno de los más destacados cirujanos del Clínicas, reconocido profesor en la UBA, estaba sumido en un profundo desasosiego. Sostenía en sus manos la carta documento donde le anunciaban la iniciación de acciones judiciales por mala praxis. Firmaba un apellido que no le significaba nada en especial. Él trataba a todos por igual. Pero eran así nomás. Todos con sus iguales anatomías, pero distintos en su alma. ¿Cómo darse cuenta de los malvados de corazón?. Una tarea imposible. No se aprende en la facultad. Por eso se siente extraño con ese odio que comienza a sentir desde lo mas profundo de sí mismo. No puede con él. Es como una tremenda bronca que lo va ganando. A pesar de que lo intenta, no puede sobreponerse.
Fue entonces que entraron en tropel. Mientras la rubia lo agarraba de las solapas uno de los negros lo alzó de las axilas y encarando para la puerta intentaron llevarlo a la sala de espera. El homenaje estaba comenzando.
Cañi Parodi alcanzó a manotear la caja con el instrumental quirúrgico y con la velocidad para enfrentar las situaciones límites, cortó. Lo hizo con la misma precisión que le enseñaran en Cirugía 2, allá lejos, en la facultad. Bastó solo un segundo para que el negro lo soltara a plomo y se llevara las manos a la garganta, mientras una estela de sangre se recortaba en la pared.
Fue allí que la rubia, llena de espanto le soltó las solapas, intentando llegar a la puerta. No alcanzó. Cayó de cola. Los ojos en blanco. La espalda atravesada por otro bisturí.
Cuando Cañi Parodi se sentó tomando un poco de aire, fue que entraron los otros. Precipitadamente. La abuela primero. Más por inercia de estar adelante, que por convicción. No alcanzó a darse cuenta de nada porque patinó en el charco de sangre y con el impulso fue a dar de lleno con su frente en el borde del escritorio. Quedó desparramada allí, con su trajecito gris, tan ceñido a su diminuta figura. Y Cañi Parodi mirándola con una mueca de ternura y un "yo no fui" que espantaba.
Allí entró el otro negro sosteniéndose la faja que le cuidaba la operación en la cintura. Los 4 kilos de la pinza de cortar yeso le dieron de lleno un poco mas arriba, en el pecho. Allí fue que se soltó la panza, para caer de bruces. Los canosos, tres a la sazón que venían detrás de él, detuvieron cansinamente su ingreso. Consternados por la escena o vaya a saber por qué solidaridad incomprensible, los tres se sentaron modositos en la camilla, dándose tiempo para comprender como la euforia se había transformado en tragedia.
Cañi Parodi no lo dudó. Seguramente estaban disimulando para pasar a la ofensiva. Agarró el ácido muriático del estante y los roció a los tres, de conjunto, holísticamente, como le habían enseñado en el Congreso de Homeopatía del '53.
Se asomó con cuidado y vio que no quedaba nadie.
-Deberé limpiar urgente todo esto. No parece un consultorio.
Con la delicadeza de un príncipe, cerró con doble llave, mientras corría la alfombrita con el pie. No sea que entrara tierra.
Manuel comenzaba la limpieza a medianoche, cuando los chicos se iban, pero llegaba un rato antes. Le gustaba dialogar con los jóvenes artistas, intentar descubrir el misterioso don que les permitía plasmar en el color los vericuetos mágicos del alma. Aun después de jubilado, se quedó trabajando en la escuela de arte. Se había acostumbrado a dormir poco y de día, es más, lo hacía con la persiana levantada, no quería confundir a su cuerpo de gallego fatigado con noches ficticias o espejismos.
Puchos, latas, papeles, lo de siempre. Esperó a que se fueran los últimos alumnos, carpeta en mano, dedos manchados. Volcó el húmedo aserrín por delante del escobillón y empezó a recorrer los mosaicos desgastados. Vació tachos, plumereó escritorios y bibliotecas, acomodó bancos y sillas, echó unos baldes de agua con lavandina en los baños y en su camino de vuelta apagó las luces. Por fin se sentó en el sillón desvencijado de la planta baja y sacó una botellita. Cada vez terminaba más temprano. Existía un acuerdo tácito entre él y sus patrones: él cobraba poco y no faltaba, ellos no eran muy exigentes; después de todo los chicos no cuidaban nada.
Se quedó dormido.
Pocos minutos más tarde sintió en su mejilla una brisa; intranquilo, abrió los ojos. La ola de robos que azotaba el barrio bien podía llegar hasta allí: ya no les importaba si había o no algo de valor. Se cercioró de que la puerta estuviera bien cerrada y volvió a su sillón. Seguramente había sido el balanceo de esos enormes afiches pegados a las paredes. Bebió otro sorbo.
-Coquito, me parece que se fueron todos.
-Dale Gaby, salgamos.
-Espérenme, dijo Lu
Manuel creyó escuchar el susurro de unas vocecitas infantiles. Entreabrió un ojo. Libertad se descolgó como una alpinista, se pintó los labios y acomodó su corona. El guitarrista apoyó su guitarra contra la pared, y sacando una pierna detrás de la otra a través del marco, se miró en el reflejo del vidrio vacío, ese alisó el pelo y comenzó a afinar su instrumento. El hombre azul cayó de cabeza haciendo una vuelta carnero. El hombre alado recorrió el pasillo abrazando a su sirena, un poco volando, otro poco nadando. Unos grillos de ojos grandes modulaban con sordina. Animalitos fantásticos, elefantoides, topos, pulpos, sapos, caballos, serpientes, dragones y seres imaginarios con cuerpos de manos comenzaron a bailotear, el guitarrista entonando una de Calamaro. Parecía un desfile de duendecitos bizarros, que casi flotaban sobre el piso en un carnaval mitológico e insustancial.
Y otra vez la brisa.
Los personajes detienen su marcha, se miran entre sí y corren dichosos hacia ese hálito denso, casi tangible, que despliega su diafanidad y acoge en un abrazo generoso a los cientos de seres de su creación, frutos de su esencia, con algo de monstruos y mucho de tiernos, hijos auténticos y trascendentes, que renacen cuando los admiran y también cuando descansan, porque tienen vida propia, henchidos de la energía milagrosa que nutre a las líneas y el color.
Manuel tose. Los personajes descubiertos en su insolencia se escabullen nuevamente tras los vidrios. Permanece su rastro, volutas de ánimas entre las motas de polvo. La galería parece vacía, no lo está, nunca lo estará. No tiene aroma, ni color, Nico es una presencia, inasequible y real, que eligió a quien amar, devino entre ellos, de ellos recibió todo, y ahora pletórico y agradecido, inmanente en sus corazones, comparte sus latidos, y sólo sale a visitar sus criaturas de fantasía.
Refriega sus ojos, se levanta y busca en algún cigarrillo mal apagado ese aura mágica que no comprende. Siente una opresión. Toma su botella, la mira desconfiado y la estrella contra el tacho de basura.
¿Qué sería de mi existencia, de mi vida, sin la fuerza de voluntad que a menudo pongo en los emprendimientos?
Es cierto que soy bruta, que no dispongo del sentido común con que son favorecidas las personas que tienen la mente ágil y despierta, pero con cuánto esfuerzo y perseverancia me afano en llevar a buen puerto una tarea.
El ser humano se ve reducido a la miseria moral y material cuando no saca la chispa, el empeño que tiene dentro de sí, y se deja arrastrar por la abulia, por el ocio. Esa disminución notable de la energía en el hombre es un pozo que uno mismo lo va cavando para llenarlo con las más diversas formas del fracaso.
Pienso que el eje del mal del ser humano se encuentra en aquel estado de inoperancia, de entrega sin mayores esfuerzos a la correntada que todo lo arrastra y lo lleva al río.
“¿Por qué habría de afanarme?”, se dicen algunos, contrariando las leyes humanas.
Sí. Claro que también la ira y la ansiedad son motivos de fracaso en nuestras pequeñas o grandes empresas.
Cuántas veces nos vemos envueltos en un montón de cosas que no queremos hacer, pero que debemos hacerlas, pues está visto que es parte de nuestra existencia cumplir con nuestro deber, así nos agrade o no.
Solamente la voluntad nos salva.
Y la voluntad es el perfil más elevado de nuestra personalidad, pues a través de ella pasamos de una situación oscura a una diáfana y clara, y vemos realizados nuestros sueños.
Sí. Cuesta ponernos a prueba. Hubiéramos querido descansar, dejar pasar las situaciones, relegar el trabajo en los otros, justificar nuestra carencia de empeño por aquello que damos en llamar, tan fácilmente, “ánimo alicaído”. Pero no se puede fracasar de antemano. Qué desnutridas son las ideas de quienes ven las cimas improbables o imposibles.
Y qué deplorables son los sentimientos que acompañan, como perros tendidos en la sombra, a nuestro rendimiento prematuro.
Nos sentimos vacíos por dentro al eludir el trabajo. Yo, particularmente, siento como si el agua de Dios se me escapara de las propias vísceras. Me quedo seca, derrumbada sobre mí misma, con la conciencia invadida por la forma viscosa, pegajosa, del fracaso.
Amo a aquellos jóvenes que, aun equivocados, insisten con todas sus fuerzas en izar la bandera de sus ideales.
Amo a aquella mujer del campo que viene a vender su chipa y con su empeño a cuestas va pasando por las calles.
Desligada ya del servicio, regresa a su hogar, con la canasta vacía, al caer la tarde. ¡Aleluya!
La voluntad es lo que nos empuja a colocarnos en el sitio donde, por lo que somos, y por lo que seremos, debemos estar.
Yo sé que a veces nuestra naturaleza flaquea.
Yo sé que siempre la vida ha sido y es difícil.
¿Pero qué somos sin la fuerza de voluntad?
¿Qué somos sin el empuje interior, sino un tacho carcomido por el óxido, unas hojas arrancadas por el viento y pisada por la gente, un pretexto de humanidad, una vida fraccionada en miles de partículas de harina ?
A veces, una vida de meditación es incapaz de proporcionar un buen pensamiento a una expresión feliz. Sin embargo. Al imaginar o al hablar a un amigo, se encuentran con abundancia palabras elegidas para revestirlos. Es la amistad el lenguaje del corazón. Es ternura y naturaleza. Es pena y placer. Es amor humano. Es fuego y pasión. Es llama interior. Es buena voluntad.
Cuando no estamos identificados, en cambio, o hablamos distintos lenguajes, todo se desvanece. El corazón se cierra y ya no se estremece!! Las confidencias del alma ya no fluyen!! Es deliciosa la sensación que producen dos almas en un solo pensamiento o sentimiento!! Me aparecen como irradiando sus formas. Late el corazón cuando se acercan!! Y como se sufre su alejamiento!! Debemos serenarnos y reflexionar sobre la amistad. No debemos apresurar su encuentro. Corremos el riesgo de que la vulgaridad y la ignorancia se apropien de nuestro Dios!! Si, porque el ideal de amistad surge de las entrañas mismas de nuestro ser. Debemos mistificarla, rodearla de afectos y amores. No romper el encanto. Sentir el fruto de su cultivo.
Veo en el amigo y cuando conversamos, que sus palabras aun siendo las mismas, son mejores que las mías. De sus labios asoman más fluidas, más sabias. Por eso lo amo. Lo espero. Porque sin llegar, me abraza, me consuela y me nutre con su savia, que es la del árbol viejo. Porque cuando él habla, yo me escucho. Soy de suyo y él es mío Tenemos transparencia, sinceridad. Somos de una misma cuerda sensible.
La sinceridad, en la que está inmersa la amistad es un lujo reservado a personas de muy alto rango, que pueden decir la verdad porque no tienen que halagar a nadie. No tienen compromiso con nadie.
Las leyes de la amistad están concebidas para las almas grandes, eternas. Solo los grandes espíritus se regocijan, funden y relacionan con ellas a otras leyes igualmente grandes como la naturaleza y la moral. No sirve a la amistad, la delicadeza por la delicadeza misma. Compartir una mesa, un festín o las diversiones frívolas. Sirven a este hermoso sentimiento, mas bien, los días serenos, los dones graciosos., la espontaneidad, la soledad. Sin bullicio. También sirve a ella la pobreza y las situaciones difíciles. La austeridad..
Últimamente imagino al amigo con la adoración de los amantes, que celebran sus encuentros siempre con sorpresa, con éxtasis renovado. Revalidando siempre sus amores. He sentido la necesidad de evocar al amigo. Desearía extenderme en otra oportunidad. Pero hoy quiero detenerme en una imagen. Si alguna vez el alma es tuviera segura de reunirse con su amigo en algún lugar del universo, estará alegre y contenta de permanecer en silencio y sola por miles de años.