COMIDA
Personaje Único: HOMBRE
INDUMENTARIA: Camisa, pantalón, chinelas,
delantal de cocina.
ESCENARIO:
a) Una
silla contra la pared del escenario que queda a izquierda del espectador.
b) Una mesa
en proscenio.
c) Un
combinado a izquierda del espectador.
INDICACIONES: Durante toda la
representación, discos de 78 R.P.M. giran y caen al plato del tocadiscos. Lo
más que el espectador oye de ellos es el ruido que produce cada disco al caer.
Por el parlante del combinado se oye desde bastante antes de que se ilumine el
escenario, y comience la acción, la voz del HOMBRE. El HOMBRE no presta
atención al combinado.
ACCION DETALLADA:
El escenario iluminándose muy lentamente.
Transcurridos algunos instantes, aparece el
HOMBRE por derecha del espectador. Trae un mantel que pone en la mesa, así como
una servilleta. Ubica la servilleta como para sentarse “de frente” al
espectador. Se lo ve contento y en paz. Todas sus entradas y salidas las
efectúa por derecha. Trae de la “cocina” elementos que coloca sobre la mesa.
Dicha “cocina” no está en absoluto sugerida escenográficamente. Sale.
Entra trayendo grisines, pan, manteca y
sal. Sale.
Entra trayendo la frutera y un huevo duro
sin descascarar en un platito. Sale.
Entra trayendo los cubiertos y el aparato
que sujeta los frascos de aceite y de vinagre. Ubica los elementos sobria y
aplicadamente. Elige el mejor sitio para cada cosa. Sale.
Entra trayendo una mesita rodante, sobre la
que hay una sopera con su cucharón, platos, una botella de un cuarto litro de
vino blanco, un sifón, una copa y un sacacorchos. Pone sobre la mesa el vino,
la soda, la copa, el sacacorchos y un plato hondo. Sale.
Entra trayendo un plato con buñuelos. Y una
ensalada. Y un sobre con queso rayado. Sale.
Entra trayendo otros elementos, en fin,
algún condimento, pickles, escarbadientes. En su última entrada desde la
cocina, aparece ya sin el delantal.
Va hasta donde está la silla. La toma. La
lleva hasta la mesa y se sienta.
Descascara el huevo, lo sala. Pone manteca
sobre una rodaja de pan. Echa sal sobre la rodaja. Prepara la ensalada. Lustra
alguna manzana. Descorcha la botella de vino. Se sirve vino. Sin soda. Se sirve
la sopa, que está sumamente caliente. Revuelve la sopa. Sopla el humito. Le echa
queso. Vuelve a soplar. Le echa pedacitos de pan. Revuelve. Pincha la lechuga.
El tenedor llega muy cerca de la boca, pero
no puede abrirla. Deja la lechuga en la ensaladera.
Agrega aceite. Revuelve la ensalada.
Lleva el vaso de vino a sus labios. Estos
no se abren. Se le vuelca un poco encima. Deja el vaso en la mesa.
Toma la rodaja de pan con manteca. Intenta
morderla. No puede. Va violentándose. Deja la rodaja en la mesa.
Toma el huevo duro. Intenta morderlo. No
puede. Va crispándose. Se le tensan los brazos y las manos y los dedos. Deja el
huevo en el platito.
Toma el cuchillo. Corta el huevo en
rodajitas sobre la ensalada.
Toma nuevamente el vaso de vino. No puede
beberlo. Lo deja.
Pone un dedo sobre la tapa agujereada del
salero, y lleva ese dedo con algún granito de sal hasta su lengua.
Intenta que la cuchara con sopa pase por
sus labios. Estos se abren, pero no sus dientes. Tira la cuchara en el plato.
La crispación del HOMBRE va en aumento:
vuelca cosas al suelo, se sube a la mesa, toma el sifón, apunta el pico del
sifón a la sien y vigorosamente se dispara un chorro de soda, en simultánea con
apagón.
VOZ DEL HOMBRE:
Las monjas me asustan. No las quiero. No las entiendo. Sólo las deseo. Digo yo. Digo que digo
yo. Ahora. (Pausa.) Puedo apenas flexionar las rodillas. Pero soy el
primero cuando se trata de correr. Trancos largos, gráciles, y lo mejor
es cuando no toco el suelo. ¿Al reformatorio yo?... ¡¿Tan chiquito?!
¡¿Es para tanto...?! ¡¿Al juez de menores...?! (Pausa.) ¡¿Tan chiquito?! (Pausa.)
Al fútbol soy un aguerrido cobardón. Un “maleta” a puro taponazo,
que se arrebata frente a la pelota, que pega de “puntín” y si va en buena
dirección: es gol. La tienen que ir a buscar a la luna. “¡Eh, maleta, mirá
dónde la mandaste!”: cuando no iba a parar a la luna. “¿¡Pero estás loco
vos!?... ¡Ahora andá a buscarla!” Y corría, asumía mi brutalidad, mis
accesos de cretinismo. (Pausa.)
Soy un buen “fulbac”. (Pausa.) Lo
que me mata son las balas que no disparé. Te hice poner mal, papá, cuando
te dije que yo sé lo que hago, que no quiero consejos, que prefiero equivocarme
solo. Esa no era una buena respuesta para vos. Un hijo debe aceptar la
guía, la conducción: el jefe de la familia. (Pausa.) Al eclipse lo quiero esperar despierto. En la mesa
no se lee. Ponete derecho, mirá esa espalda, te vamos a comprar el aparato.
No será con imposiciones que creceré, no será con monjas ni con amenazas.
Mi mamá me mima, me baña o me regaña. Mi mamá me quiere que más no se
puede, pero yo no lo sé bien.
Se oye
algún trozo de canción silbada. Y algunos trinos y “bichos feos” ejecutados
también con la técnica del silbido.
Leo y escribo a los cuatro años. Y tres
por una tres. Pero canto tan mal, tan mal... ¿Cuándo no canto? ¿Cuándo no
estoy tirado contra la pared haciendo la orquesta? Haciendo voces,
pero no la mía. ¡Mi voz verdadera es ésta, señores! (Pausa.) Si hago alguna acción mala
algo malo me va a pasar. Mi pie derecho es fuerte, valeroso. Pero el
débil gana, el amedrentado. Eso es la justicia. La mano izquierda se
sobrepone y en el último momento, próxima a quedar ampliamente derrotada,
un instante antes de sobrevenir la extenuación, descompuesta por el
sufrimiento, da vuelta la cosa: vence, vence para siempre y siempre
será así. He reglamentado, he estipulado, he concordado. Má’ qué
tanta vitamina, qué tanta “be doce”, qué tanto pancito adentro de la
sopa. Papá, que nunca fue papá, tal vez “pa” algunas veces, me pega con
la mano abierta porque no deseo ingerir. Y en público. Mamá, mami,
“ma” y después nada, me casca por hacer uso indebido del bidé. Yo someto a las hormigas y me
fascino con los caracoles. Por bellos y por peculiares.
Pausa.
(Imita
a Pepe Arias): ¡¿Qué hacés, “amomabado”?! ¡Pero prestá atención con
esa palangana! ¡A ver si me tirás encima el agua jabonosa! ¡Mucho cuidadito
con la percha! ¡Yo soy de verdad,
chitrulo! ¡Y cuando quieras parlotear conmigo me pedís audiencia!
“¡Amomabado!”
Pausa.
(Prosigue
con su propia voz.) Todos los agostos viene la parca por casa. Viene,
ronda, guadañea, hace lo posible, oxígeno para la abuela, médicos,
profesores, remedios y penicilina. Y
yo me voy a dormir con mi mamá. Pero se va. Después de revolverlo todo,
se va. No gana, desiste; dice hasta lueguito. De todos modos alguien
muere siempre en agosto. Mientras escribo con pedazos de tiza, me aseguro
los pantalones, voy a buscar el pan ensartado en las sandalias paraguayas.
La hicimos hablar bastante en casa a la parca, sin embargo. Nos discurseaba
con ese olor a frazada pringosa, nos susurraba...: volvé. ¿Por qué volvé?
¿A dónde? (Pausa.) No será instándome
a ver quién vacía primero cada plato que comeré. Ni me subyugarán con
monedas. Ni con nada. ¿O se creen que un chico no entiende? ¿Que no huele,
no oye, no siente, no piensa, no ve, no necesita? ¿Que uno es un escudito
familiar, un accesorio? Un símbolo. La ropa se me calma. Soy carne de
piletón. Terapia de fascineroso para un nervioso. ¡Upa-la-laaa!
Agüita fresca y el alma se me chorrea. ¿¡Pero no me ven, nadie se da cuenta
de que eso es una perversión, una porquería!? ¡Me mojan las agallas! ¡Qué
mierda, no soy un pescado! ¡Déjenme ser alguna cosa! ¡Ah, no se atreven,
eeeeehhh! Se van a visitar enfermos, por eso me quedo jugando al “rumi”.
Tan bien vestidos, con cara de “volvemos temprano, ponete el piyama”.
¡Qué manera de tenerme miedo, de tirarme todo ese miedo encima! Pero
cómo: ¡¿el hijo de la dueña de la pensión le pide a los reyes mediante
consabida y respetuosa carta la recepción de un autito, de esos para
meterse adentro, y aparece un triciclo?! Un triste triciclo. ¿Un simple
triciclo?... ¡¿Todo este triciclo para mí?! Mientras tanto al hijo de
una pensionista le aparece un autito. ¡Y juega con él! ¡Y anda!...
¿Quién mira por la ventana del aula del colegio? Yo. Aunque no haya pajaritos.
¿Quién llega como una tromba haciéndose encima? Yo. ¿Quién se ubica en
las fiestas debajo de la mesa a la hora de los cuentos verdes? Yo.
¿Quién se embucha a los seis meses de su propio nacimiento, media pastillita
de sedante? Yo. ¿Quién mira revolotear a los pajaritos, que no hay, a través de la ventana
del aula del colegio? ¡Yo, señores, yo! ¿Quién si no yo?: el más dócil ¡y
el más bueno!!
Pausa.
Imita
a una orquesta típica. Canta la primera estrofa del vals de Gerónimo
y Antonio Sureda: “Ilusión Marina”.
Era la hija del viejito guarda faro
la princesita de aquella soledad,
y le decían con amor los pescadores
que era la perla más bonita y blanca
que guardaba el mar.
Fue para ella que cantaron los marinos
que cruzaban las serenas aguas huérfanas
de amor,
y en sus cantos llenos de cariños siempre
le decían
que brillaban sus ojos más que el faro y
el sol.
Pausa.
Las mellizas eran cariñosas conmigo.
Batían la clara de los huevos con un tenedor, le echarían azúcar, vaya
a saber, era rico, yo me lo comía. Me acariciaban, hablaban de sí, se
sacaban la ropa. El de las fotos con las mujeres desnudas en las paredes
y en los portarretratos escuchaba música clásica a todo lo que da.
Cuando la hermana y la madre venían a visitarlo, las paredes quedaban
barridas, lo más un almanaque. Ese también se sacaba la ropa delante
mío. La pelota seborreica era servicial. Hedía, dormía doce horas, y
excepto los discos, ni un ruidito. Yo le llevaba el café con leche a
la cama a Blanca, la chica de la pieza del fondo, la que trabajaba de
noche, después supe de qué, que a mí me gustaba tanto, tan sugerente.
Arreglaba enchufes la pelota, soldaba caños, ajustaba baldosas y
cambiaba cueritos. Se sonreía con
significado. Blanca estaba muy bien, me perturbaba su existencia:
mi saber que debajo de su ropa, ella estaba toda.
Se oye
unas cuatro veces la repetición de las tres últimas palabras. Inmediatamente
después se oye: “Mi saber que debajo de su ropa ella estaba toda”. Luego se oye la palabra “toda”, varias veces, como si se vitorease
a un equipo de fútbol.
Pausa.
Calenturiento, calenturiento, ¿por
qué rellenaron los agujeritos de aquella segunda puerta del baño
grande, la que estaba trabada, la que daba directo a la pieza en la
cual alguien siempre dormía? ¿Por qué le pegaban con el cinturón y a veces
con la hebilla del cinturón, a Norma? ¿Por qué yo oía los gritos del amor
y del dolor? ¿Por qué aquella plancha se deslizó hasta tu mano? ¿Por qué
me acuerdo de tu comunión con la manteca?... ¿Qué es esto? ¿Qué estoy diciendo?
Yo hubiera querido espiar por los agujeritos. ¡Oh, la bañadera! Todos
habíamos desfilado por allí.
Pausa.
Recomienza
el texto escuchado hasta que cesa con el apagón.