jueves, 26 de septiembre de 2019

Fiorella Maité (2 años y medio)-Argentina/Septiembre de 2019

Collage

Pablo Joaquín Femchuk-Argentina/Septiembre de 2019

Relieve

Cristian Bais-Argentina/Septiembre de 2019

Psycho

Alfonso Thiago-Perú/Septiembre de 2019

Cangrejo

Lizzeth Pacheco Gámez-México/Septiembre de 2019


La mala decisión


Mientras camino por la calle colonizadores, rumbo a destino desconocido, solo por el placer de caminar (mentira, es por prescripción médica), observo mis tenis recorriendo la banqueta... tal cual como cuando caminaba de niña, me gusta jugar a saltarme las líneas del cemento; y ese olor a ciudad, el ruido de los autos y el aire que golpea mi cara me llevan también a acordarme de esas caminatas matutinas con mi papá. Tenía alrededor de 5 años, él me llevaba a la escuela caminando, y era un recorrido bastante largo (así lo recuerdo yo), vivíamos cerca del panteón Yáñez (el panteón municipal de mi ciudad) y lo atravesábamos por completo para llegar a mi escuela, sin embargo nunca lo vi como pesar, me gustaba ir agarrada de su mano, a veces platicábamos, a veces no, a veces le soltaba la mano porque me incomodaba, a veces iba tan dormida que me tenía que aferrar a su mano por seguridad. Pero eran caminatas de verdad agradables. Recuerdo que comenzamos a caminar desde aquel día, en que de repente, mientras íbamos rumbo a la escuela arriba de su auto, comenzó a oler a quemado, y en mi inocencia le dije: papá, huele a carne asada. Me volteó a ver con preocupación y me dijo: si, bajémonos del carro. Y pues nada, el carro se quemó (o algo así). Y desde entonces, a caminar a la escuela. Supongo que cuando uno es niño, esas cosas no nos dan flojera, al contrario, son aventuras. Para mi papá debió ser frustrante tener que llevarme caminando todos los días, y tener que levantarnos más temprano de lo normal para alcanzar a llegar a tiempo. Siempre llegábamos a tiempo. Mi papá me dejaba en la puerta, me daba un beso y no se iba hasta que me veía entrar al salón.
Un día, el único día que él no se quedó en la puerta esperando a que yo entrara a mi salón (supongo llevaba prisa), volteé hacia atrás, como siempre, para verlo parado ahí observándome con una sonrisa y diciéndome adiós con su mano, y no estaba. Ya se había ido. Entonces voltee a mi alrededor y vi que no había ningún maestro cerca. Solo niños corriendo y jugando. La maestra no me había visto llegar. Y la sensación de libertad que experimenté en ese momento al no sentirme observada por nadie, me hizo tomar una decisión estúpida. Si, a mis escasos 5 años, cursando preescolar apenas, estaba cometiendo mi primera mala decisión, que me costó bastante cara: de ahí en adelante fui vigilada constantemente, para la maestra pasé de ser una alumna más, a ser la niña que casi la mete en un problema grave (por lo tanto me trataba de mal humor siempre y me culpaba por cualquier cosa que hicieran los demás). Aún recuerdo la cara de decepción de mi papá y el ceño fruncido de mi maestra cuando frente a mi le contaban lo sucedido.



Miguel Lundín Peredo-Bolivia/Septiembre de 2019


SALTA NO QUIERE PIXELES



CAPÍTULO I

Yabrulecurto fumaba un porro durante su ronda de costumbre; le había quitado la marihuana a un hippie paraguayo dos horas antes de conducir por la silenciosa calle; escuchaba una canción de Palito Ortega en la radio de su Cadillac.
A su lado estaba Potuca, su fiel perro que aguantaba su olar a pata.
Estacionó en una esquina olvidada por los barrenderos, tomó un poco de gaseosa.
Miraba pensativo un grupo de adolescentes que jugaban en un local arcade, de pronto se escuchó un disparo que le dio un fuerte regreso a la realidad.
Los muchachos salían asustados.

CAPÍTULO SEGUNDO

Sófocles levantó la sabana ensangrentada para ver la cara del adolescente asesinado, tenía una polera con la cara del Che, le habían disparado en la frente, todo era ilógico, no había motivo aparente, el muchacho asesinado era pobre, colocaron al cadáver en la parte trasera de un Toyota.
Yabrulecurto sintió el frió intenso de la madrugada sobre sus cabellos.

CAPÍTULO TERCERO

Yabrulecurto dormía en el sofa de su apartamento, la televisión estaba encendida y el volumen al máximo, soñaba con el muchacho asesinado en el local de videojuegos arcade, lo veía apuntando a un videojuego de la empresa boliviana Intimega.
Despertó sudando, abrió la heladera para sacar un plato de polenta que colocó en el microondas.
Comía con la boca abierta.

CAPÍTULO CUARTO

En la verdulería vio a su amigo Beto Teta; deberías vender choripanes a esta hora dijo invitándole un poco de vino de cartón al bolita, tu deberías estar atrapando ladrones de gatos en tu barrio contesto mostrando sus dientes amarillos como la piel de un asiático.
Toma 50 australes y comprate pasta dental en tu villa.
Beto Teta se fue riéndose a carcajadas.

CAPÍTULO QUINTO

Yabrulecurto caminaba con su perro por un parque cercano a su apartamento; miraba las palomas comer pedazos de pan que lanzaban las abuelas solitarias, comenzó a llover lentamente y él se sentía un poco abandonado.
Que triste es tener que despertar en la madrugada para ver todo tu desorden privado, Potuca. Dijo enciendo un habano.

CAPÍTULO SEXTO

Lo veo jugando como si fuera el mismo creador del videojuego; tiene aires de aristocracia pero en el fondo es hijo de un limpiador de excrementos en los hospitales; siempre me gana, tengo que comprar muchas fichas de la vendedora, no se deja ganar facilmente, tiene el record de estar invicto y de ser el major player de este barrio que no me pertenece.
Juego con él pero me dan ganas de darle un golpe y bailar mientras le sale sangre de su fosa nasal.

CAPÍTULO SÉPTIMO

Papi no te preocupes mucho por mi educación; trabajo ayudando al verdulero del barrio; no gano mucho pero por lo menos tengo guita para comprar un buen puchero.
Juego un videojuego de peleas llamado “Hananpacha Calibur” siempre gano dinero porque hacen apuestas para ver quien me puede ganar.
Soy un capo con los botones y la palanca.
Te extraño...

CAPÍTULO OCTAVO

Pregunto cuanto cuesta el revolver en el Mercado negro; 700 australes me dice un negro con aliento a chorizo y birra.
Sin pensarlo dos veces lo compro; subo a mi motocicleta Harley Davidson, intento no despertar sospechas en los traunsentes que caminan con sus novias o amantes.

CAPÍTULO NOVENO

-Te gane otra vez, pendejo.
-Ya estoy cansado que me rompas el cascaron de los huevos.
-Deberías ser buen perdedor.
-No todos en el mundo aceptan una derrota.
-Eso se llama espíritu de superioridad, pibe.
-Muere, guacho muerto de hambre.
Se escucha un disparo en el local.

CAPITULO DÉCIMO

Yabrulecurto está comiendo un sandwich de pavo cuando ve al hijo de su colega ingresar esposado, sus sentidos de inspector de homicidios le hacen asociar rapidamente su captura con la muerta del change en el local de videojuegos.
-Lo confieso, lo maté porque era arrogante cada vez que ganaba.
-El pibe tenía 10 años, pendejo tú tienes 30 años de edad.
-Lo maté porque no se lo podía matar en el mundo pixelado de la pantalla de la maquina Arcade.
Yabrulecurto le escupe en la cara.

EPÍLOGO

El muchacho asesino amaneció ahorcado en su celda, un brasilero con un parche en el ojo izquierdo se acerca a Yabrulecurto.
-He cumplido sus ordenes, inspector.
-Súper, ahora vete-dice abriendo la puerta.
-Valió la pena asesinar a ese muchacho cheto a cambio de mi libertad, por fin voy a ver a mi hija.
-Cierra la jeta y desaparece de mis ojos, Sardo Guitati antes que me arrepienta de dejarte hacer una fuga de la cárcel.
Sardo sonrió para luego comenzar a correr en la calle mojada.
Yabrulecurto fumaba un cigarillo Belden.
-Se hizo justicia, pibe dijo pensando en el niño muerto.