No me sorprendió verlo entrar, es más, lo esperaba, después de todo Héctor Peñafiel es el comisario más famoso en la lucha contra el narcotráfico. Lo conocí un par de años atrás en un juicio muy sonado, uno de los pocos, quizá el único, en que fue o debo decir “fuimos” derrotados. Le dije que nunca se olvidaría de mí, desconozco si me creyó.
Estaba en el Café donde suelo pasar un rato todas las tardes, el ritual de una mujer sola para huir al tedio, pido algo, cualquier cosa, me la sirven y luego regreso a casa. Esta vez sería distinto, la noche anterior había realizado ciertas actividades y tenía la certeza de que enfrentaría las consecuencias.
Al entrar llevaba en mi bolso un revólver, Gilda se lo había quitado a su último cliente. La mesera palideció al verme ponerlo sobre la mesa ¡Es tan joven! La tranquilicé, no te asustes sólo tráeme un café cortado. Regresó con la taza, le tiritaban las manos, le indiqué que si quería irse lo hiciera, estaba segura de que el jefe del local ya había llamado a la policía, el ver vacío el entorno me dio la razón.
Dejé de pensar cuando el Comisario, con su osadía característica, se sentó enfrentándome, tomé el arma y lo apunté, mientras continuaba bebiendo café. Estaba muy delgado y canoso se veía más viejo que en mis recuerdos, presiones del cargo supongo. Dijo: —¿Por qué?— una pregunta ridícula conociendo él los hechos previos, sentí aprecio genuino de su parte, de otra forma no se habría molestado en ir. Le contesté que “su sistema legal” no me había bastado.
Transcurrió el tiempo, el tema dejó de ser mediático y vino la calma, comencé a vivir una doble vida; durante el día una dueña de casa flaca y deslavada y por las noches: Gilda, una prostituta curvilínea y llamativa, que frecuentaba a los “narcos” vendiendo su cuerpo para obtener, a trocitos, la información necesaria hasta dar con el cabecilla de la organización.
“La venganza es un plato que frío sabe mejor”, eso dicen, en mi caso era simple justicia. En una cita profesional y después del cansancio producido por un “buen servicio”, Gilda usó la misma automática con silenciador, que él llevaba en sus ropas.
Hace otro intento y me pide que me entregue, lo sigo apuntando. —¿Conoces la estricnina?— asiente, le indico que el café la contiene, así verá que tiene pocas posibilidades de convencerme.
Busca en mis ojos y encuentra una desconocida, me avisa que estoy cercada y no podré salir. Yo lo sabía, nunca pensé en vivir después de hacerlo, pese a mi respuesta no cejó en su empeño.
—Puedes entregarte, te consideraríamos interdicta, en tratamiento unos años y luego seguirías tu vida.
—Ese es tu error amigo, ¿puedo llamarte amigo verdad?, no tengo una vida, estoy muerta desde el día en que ese desgraciado comenzó a venderle drogas.
No toleraba saber vivo y libre a quien había asesinado a mi hijo; y si bien lo sabíamos ambos, no se pudo demostrar en el maldito Juicio.
Para asegurar que mi plan se cumpliría apunté con cuidado a su entrecejo, con seguridad bajo la ropa llevaba chaleco antibalas, acomodé el dedo índice sobre el gatillo y tiré. De varios lados dispararon proyectiles que me impactaron de muerte, alcancé a sonreírle.
Héctor, apesadumbrado, revisó el revólver, no estaba cargado, el café tampoco tenía veneno. ¡Fui tan cobarde!, no tuve el valor para suicidarme.
Finalista en el XXIV - CONCURSO LITERARIO EMISORA LOBOS 2009 "Domingo Adalberto Galli", Ciudad de Lobos, Buenos Aires , Argentina.