lunes, 23 de mayo de 2011

Rubén Cusnir-Buenos Aires, Argentina/Mayo de 2011

CONEXIONES
Aquel sendero que se adentraba en la selva los llevaría seguramente hacia algún poblado.
Mientras marchaban en fila india, fusiles en mano, el no dejaba de resoplar, emitiendo un agudo e imperceptible silbido con cada expiración.
-“Es el asma de vuelta, veamos si encontramos algún medicamento”.
En su departamento se apresta a iniciar la mañana como siempre, ducha mediante y el informativo de la radio a todo volumen.
Se despertó con la garganta seca y tos, aparte de ese dolor de cabeza que latía en el costado de su sien.
Mientras se sentaba en la cocina levantó la taza para saborear el aroma del café recién hecho.
-“Debemos estar cerca de un caserío, desde aquí se huele el café”. Pero no, la única tapera cercana unos cien metros en la espesura se ve derruida y abandonada.
No importa, el acceso ya iba aflojando de a poco, muy pronto la respiración se normalizaría totalmente para la marcha.
Se había levantado particularmente cansado, como si hubiera caminado kilómetros, no obstante haber dormido profundamente sus ocho horas. Mientras bajaba en el ascensor y cerraba el portón del edificio se sintió raro, como si lo estuvieran observando y esto aparejara peligro.
Entre el ramaje se vio el reflejo del sol sobre una superficie brillante, quizás binoculares o una mira telescópica.
-“Al piso”. La orden fue corta y todos la acataron en forma casi instantánea. En silencio, extendió el brazo con el dedo apuntando al lugar del fugaz brillo.
Cuando cada uno se separaba para iniciar el largo camino envolvente que los llevaría por detrás de la posición, comenzó la lluvia de balas.
Despertó asustado, sentado en el asiento trasero del colectivo donde luego de algunos balanceos había quedado profundamente dormido. Aquel ruido lo despertó. Parecía el escape o la explosión de un motor de algún vehículo, pero por las caras y actitudes de los pasajeros se dio cuenta que nadie más que él las había escuchado.
Bajó de un salto en la parada y luego de la cuadra de costumbre, entró a la oficina y fichó.
La hora de salida llegó en forma casi imprevista.
Apurado volvió al departamento y ni siquiera cenó. Fue directo a la cama. Recordó las palabras de su madre: “Debés estar anémico por lo mal que comés”.
Las primeras luces se colaban entre las rendijas de la ventanita y por debajo de la puerta de la humilde escuela de campo. Se sentó sobre el piso de tierra haciendo un gran esfuerzo, por la herida de su pierna ya había perdido bastante sangre.
Escuchó vagamente las discusiones allí afuera. Se peleaban porque nadie quería entrar. Hasta que se hizo el silencio y la puerta se abrió entre chirridos.
El despertador lo levantó una vez más. Se bañó entre el sopor de una noche mal dormida, y bajó como siempre a tomar su colectivo hacia el laburo.
El soldado que entró a la pieza apuntando con su ametralladora tenía en su cara el miedo de no poder cumplir la orden. Titubeó subiendo y bajando el cañón del arma.
Entonces él, apoyándose en la pared de barro, se puso de pié y mirándolo a los ojos le dijo: “Tirá carajo”.
La orden fue cumplida al pie de la letra.
El susto lo impactó mientras cruzaba la calle. Se quedó parado sin saber que pasaba, y al dar vuelta la cabeza vió el colectivo que a pocos metros avanzaba hacia él.
Más arriba, desde  el volante, la cara de miedo y sorpresa del chofer colgaba en un rictus.

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