lunes, 23 de mayo de 2011

Susana Osti/Mayo de 2011

LA GRUTA AZUL

     Bellísimo paisaje, camino que serpentea entre la montaña y el mar rotundo, imponente.  Aguas cristalinas, turquesas,  los esperan.
     Arriban al puerto, plagado de gente alegre, envueltas en ropajes de múltiples colores,  los olores del mar que se mezclan con los olores de los barcitos volcados hacia la costa.
     Abordan un  vaporeto que los lleva a recorrer la isla en toda su inmensidad. Se sitúan en la parte trasera para ver la espuma que el vapor genera al poner en marcha sus motores. El sol les da en la cara , en el cuerpo, los hace sudar.
     De a poco el puerto va alejándose  y  se hace cada vez más pequeño, minúsculo, ínfimo…… hasta desaparecer.
     El recorrido es extraordinario, buques de gran calado están como reposando sobre el agua,  esperando que los visitantes los admiren.
     Toda la vida es de ellos, sus ojos comparten las mismas imágenes, los mismos colores, sus cuerpos tiemblan de emoción por lo que ven y por sentirse embriagados de amor.
      Por momentos creen sentirse solos en aquella inmensidad, celeste en las alturas, celeste a sus pies. La isla se dibuja en sinuosas formas, túneles, pasajes e imágenes generadas por la mente y  la ayuda de un astuto guía.
     Las enormes mansiones recortadas entre las rocas,  parecen diminutas desde el agua y muestran solo una parte de su íntima vida, solo para permitir que la imaginación vuele y genere la ilusión de existencias fantásticas en su interior.
     Una gruta verde se ve a lo lejos, se acercan a ella lentamente y perciben el color esmeralda que el agua adquiere en contraste con la roca cubierta de laminosas algas. Algunos se atreven y saltan del barco para probar en sus cuerpos el golpeteo del agua y para refrescarse del día excesivamente cálido.
     Avanzan lentamente para mejor satisfacer los sentidos y llenarse los ojos de tanta inmensidad rodeada de mar. Cuerpos ardiendo al sol, arenas claras, olores intensos.
     Llegan a una abertura muy pequeña abierta en la roca. Logran situarse ambos en un bote estrecho, con un remero alegre que los lleva dentro, no sin antes acostarse en el fondo para que sus cabezas no toquen su techo.    
      Ingresan a una oscuridad inmensa, los ojos no pueden adaptarse a tamaña penumbra,  algo se logra distinguir luego de algunos segundos, una gruta profunda de altos techos, que casi provoca turbación, pero inmediatamente el remero les pide que giren sus cabezas hacia la entrada de la gruta…………magnífica sensación, magnífica fotografía que parece preparada para el turista.  La vista, la mente no alcanzan a creer lo que ven, un enorme suspiro, largo, profundo sale de sus gargantas. 
      El agua parece iluminada desde el fondo del mar por un foco gigantesco que la hace de un azul intenso. El alegre remero comienza a cantar, en su propia lengua, una canción de amor con todas sus fuerzas, o así les pareció a ellos, ya que la enorme profundidad de la gruta otorga un sonido verdaderamente atronador.
     Salen de la gruta azul extasiados, una enorme sonrisa está adherida a sus caras frescas, están felices, mareados, todo en una misma sensación.
      El vaporeto los devuelve al puerto.  Recorren la isla, toman helado de frutas que se les chorrea por la comisura de sus labios, se prueban ropas multicolores en todas las tiendas, compran sombreros de paja. Ríen porque están radiantes, ríen porque son jóvenes y están rodeados de belleza.
      Corren hasta caer rendidos en la verde grama, agitados, jadeantes, sus mejillas sonrojadas. Entre los pastos y las flores de múltiples tonalidades,  las sensaciones percibidas hacen que sus cuerpos se desborden. Sus cabellos revueltos, sus cuerpos sudorosos. Giran uno sobre el otro, pegando sus cuerpos hasta sentirlos uno solo. La pasión surge en ellos espontáneamente, el bramido del mar aflora en cada caricia, en cada abrazo. El calor que acumularon explota en besos que recorren cada centímetro de sus cuerpos,  mientras el sol los ilumina y hace relucir sus teces.
       Son brutalmente conscientes de sí mismos, se miran, se regodean observando el cuerpo del otro, sus rincones más íntimos, sus hendiduras, sus zonas ciegas a toda razón que responden a cada estímulo.
      Ella usa sus manos para mostrarle a él el camino hacia su interior, abre sus pliegues para que él vea y sienta el rosado intenso de su más próxima profundidad. Él explota de deseo y luce radiante para que ella satisfaga sus placeres aún más allá de sus propias fantasías.
      Así como en la gruta,  él entra en el cuerpo femenino sintiendo la misma sensación de deleite, de locura, de placer. Ella, al igual que el remero, lanza un grito desgarrador que suena a música para los oídos de él.
       Profundamente, cegadoramente, de un azul profundo. Ambos iluminados por el reflejo del amor.


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