jueves, 11 de agosto de 2011

María Angélica Guarneri-Buenos Aires, Argentina/Julio de 2011, soporte papel

El Cartonero
El día amaneció gris. El cruel invierno, se empeñó en desprender de los árboles, las tardías hojas del el otoño. Con gran esfuerzo defendiéndose, resistían a que el agua, el frío, el viento las arrancarán de sus ramas.
Sin embargo, Andrés, a pesar de la helada llovizna junto con su hijo de ocho años, como todos los días, dejan la villa para hacer el largo recorrido por el barrio más cercano, empujando el improvisado carrito cuyas débiles ruedas de bicicleta se tambalean en el desparejo empedrado de la calle, crujiendo con dolor al sortear baches.
Cuadras y cuadras caminan. El niño colaborando con entusiasmo la recolección, revisando con entusiasmo las bolsas de desperdicios, esperando encontrar algún juguete.
El carro se fue llenando, formando una enorme montaña: cartones, trapos, latas, diarios y artefactos de cocina que con un pequeño arreglo, servirían de para el hogar, el resto sería seleccionado y vendido.
El niño sentado encima de los cartones, observa a su padre con admiración; él, con su espalda encorvada empuja el carrito con maestría, evitando los pozos de la calle ya que si sucedía, sus ruedas se dañarían, perdiendo el equilibrio, y todo lo juntado, caería en el asfalto.

El aclarar del día se hizo presente, como una bendición, arrinconando el negro abismo de la noche, la fina lluvia desaparece. Al pasar por el bosque de Palermo, detuvieron su marcha estacionando el carrito junto a un árbol y se ubicaron en un banco, enfrentando el lago. Andrés, con sumo cuidado retira del bolso un termo y galletitas. El té caliente les devolvió a los dos un color rosado en sus mejillas.
Mientras saborean el magro desayuno, ambos, contemplan el sereno paisaje con deleite. El maravilloso juego de luces que el sol hace  al atravesar las ramas de los árboles, hiriendo las aguas mansas de la laguna hasta llegar al fondo de ella.
El niño, se acercó al carro y retiró de la pila de diarios una hoja que comenzó a plegar con paciencia y habilidad de mago hasta armar un barco de papel.
Entusiasmado por el resultado, se acercó hasta la orilla del lago, apoyando con sumo cuidado la nave en sus aguas somnolientas, que, con pequeñas ondas, haciendo que el barco comience su viaje pegadito a la orilla. El niño como si viviera una aventura, lo sigue, dándole ordenes de mando (era el capitán) que hacía un viaje a lugares maravillosos e inimaginables, pero el viento sopló fuerte, cambiando el rumbo de la nave hacia la otra orilla.
Andrés, desde su lugar advirtió la tristeza de su hijo, se le acerca, con su tosca mano, sacude sus cabellos, mientras le dice_ “No te pongas triste, es una experiencia ¡Vamos, tenemos que regresar!” _Por un momento Andrés se queda mirando los ojos vidriosos del niño, que, con voz quebrada por el llanto dice_ ¿Papá, regresar a la villa es también una experiencia? _El padre no responde, un mundo de angustia aprieta su garganta. Sólo piensa para sí mismo _ ¿Cómo, le explico con palabras, los códigos de la vida? _

…Los dos callados iniciaron el regreso a la villa, el carro, como si sintiese la tristeza de ambos, compartió ese momento dejando en el aire, el doloroso ruido raspante de sus frágiles ruedas. El barco de papel continuaba su viaje, sin su capitán, en busca del “puerto ilusión”. El niño va recostado sobre los cartones acunado por la suave brisa. Andrés, contempla a su hijo, se dió cuenta, que él, había comprendido su experiencia.

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