DANZA RITUAL
Sus ojos se encontraron
mientras la música se hacía más fuerte y envolvente. Las caderas de ella, acompasadas
y ondulantes, se sacudían rítmicamente y sin embargo sus movimientos estaban
tan bien coordinados que las pupilas negrísimas se mantenían quietas y
brillantes flotando entre los espasmos.
Los ojos celestes de él
se abrían en actitud de asombro y a la vez se embelezaban perdiéndose en ese
hermoso cuerpo de hembra voluptuosa que
se le ofrecía.
Ella se acercó al lugar
donde él estaba sentado. Él instintivamente se puso de pié y se le unió en la
danza. Sus movimientos eran inexpertos,
vacilantes, pero reflejaban una hipnótica determinación.
Ambos bailaron casi
tocándose al son de los tambores y el mundo alrededor comenzó a desaparecer.
Flotaban en un cosmos
privado donde eran el sol y la luna, circundándose, rodeándose, embebiéndose el
uno en el otro. Más solos y más juntos que nunca jamás. Únicos. Dueños de las
estrellas y del cielo, del todo y de la nada.
No se conocían. Nunca
se habían visto, sin embargo ninguno de ambos tuvo dudas. Supieron
inmediatamente, tuvieron la absoluta certeza de su mutua pertenencia, de su
unidad indisoluble, de la amalgama de sus almas y del apetito de sus cuerpos.
Se sintieron
incompletos y llamados a ensamblarse. Se vieron en un banquete con el otro
ofrecido como manjar.
Se dijeron cosas
incomprensibles, indescifrables, solo entendieron las vehementes acentuaciones
de las palabras. No hablaban la misma lengua, no podían comprender sus sonidos.
Se comunicaban en el idioma universal de los gestos.
El era primer oficial
del barco inglés recién atracado cerca de la playa. Había partido de Londres
hacía ya cuatro meses con la misión de conseguir plantas de caucho en el nuevo
continente. Era un circunspecto caballero británico, educado con aire de
superioridad para mandar a la marinería. A la vuelta de su viaje lo esperaba
una novia de la corte con la cual estaba comprometido en matrimonio.
Ella era hija del jefe
tribal amigo del capitán y admirador del rey Británico. Era una princesa
nativa, llena de espontaneidad natural e inocencia selvática, de piel cobriza,
largísimo cabello negro azabache y de una exuberancia que obligaba al deseo. No
tendría más de catorce o quince años y su sonrisa iluminaba la noche cerrada de
la jungla.
Bailaron y bailaron,
enajenados, sin ver a los marineros, algunos en la danza, los más, tirados
entre las sobras del cerdo con piña y los frutos tropicales, borrachos de
aguardiente europea y llenos de comida autóctona.
Bailaron sin percibir
la atenta y desconfiada observación del cacique ni la perplejidad reflejada en
el rostro del preocupado capitán, sentado con embarazo a la diestra del
soberano.
Y ante la inminencia
del amor y al ritmo vertiginoso del baile, ambos supieron que, por las buenas o
las malas, oponiéndose a cualquier voluntad que se les cruzara, y desafiando a
los infiernos de sus religiones, que les prometían castigos divinos de todos
los posibles matices, así tuvieran que fugarse a través de la selva para fundar
en la completa soledad una nueva estirpe maldita, seguirían juntos por todo el
resto de su existencia.
4 comentarios:
Amigo escritor, me has sorprendido.He leído tu relato varias veces y encontré un denominador común, que es el ritmo que has desarrollado en el mismo.No solo los personajes hallaron su amor en un baile circunstancial, vos lo has acompañado en un texto de notas negras y blancas.Gracias Marcos.
Abel Espil
Marcos: ¡está tan bueno tu relato! Escuché los tambores y el ritmo de la música. Corrobora una vez más que, cuando dos almas tienen que encontrarse, no hay fuerza humana que detenga ese encuentro.
¿Sigue? ¿Tuvieron descendencia? ¡Bravo!
Gracias Marcos.Sin ser yo un experto, no se mucho de estilos ni formas de escribir, pero cada vez que leo algo de lo que sos autor, estoy esperando el final menos pensado, Es muy lindo leer algo tuyo, y mas porque te conozco desde los 14 años. HACE 40!!
Gracias Marcos, por este relato. Juro que fui tras ellos y me he perdido en esa jungla! Hector Donaire
Publicar un comentario