lunes, 18 de diciembre de 2023

Miriam Alberganti-Argentina/Diciembre 2023


 

*      LAS DOÑAS

 

                ―Vamos... Vamos... ¡A dormir, porque si no, no van a llegar despiertos para las 12!

                ¡Detestaba la hora de la siesta! Sentía que perdía mi tiempo durmiendo, ¡eran las mejores horas del día para jugar! ¡Pero la promesa de que sería una noche espectacular era la clave! ¡Solo sucedía una vez al año! Así que con tal argumento entusiasta todos los niños de la casa obedecíamos sin rezongar.

                El vecindario se sentía diferente, parecía envuelto en un espíritu de esos que tienen a todos alegres.    

                Mi casa, sobre una esquina, lindaba con un pasaje, lugar donde marcábamos las veredas con rayuelas y desarrollábamos las rondas más sanas de la infancia, Doña Mabel, doña Marta, doña Dora, doña Rula… No recuerdo haberlas visto nunca sin un delantal por encima de sus faldas que indefectiblemente llegaría siempre por debajo de las rodillas. En especial doña Coco, su casa siempre inmaculadamente impecable tenía el jardín más lindo de la cuadra con las rosas tan grandes que jamás había visto. Ella tenía una extraña manía… ¡la de lavar hasta el jabón! ¡Y una relación muy cercana con la escoba! Por años, la observé por las mañanas, bien temprano; barría su vereda con un grado de energía que solo se asemejaba a cuando mamá refregaba las medias blancas contra la tabla de lavar (con la única ayuda del agua fría y la poca espuma del jabón Pinche), continuaba por la calle y seguía por el cordón acompañando el agua por toda la cuadra hasta la primera alcantarilla. No había expresión comparable a la que ella ponía al ver su tarea de limpieza concluida… Esa misma expresión la descubrí muchos años después cuando mi hermana mayor se recibió de médica o cuando mi hermano, después de mucho esfuerzo, compró su primer auto.

                ¡Qué importante sería para doña Coca que su casa brillara…! Tan igual de importante que todas las doñas de la cuadra fueran fieles vigilantes de sus territorios. Esto traía muchas discusiones entre vecinas. Que si la enredadera descansaba en la medianera de al lado, que si el árbol de  la vereda de doña Hilda despedía muchas hojas y  ensuciaban las veredas, que si el perrito de doña Nelly ladraba demasiado y no dejaba dormir, que si doña Pocha pasaba y no saludaba, que si la de la vuelta se  compró un auto nuevo y no hacía más que pasar de propósito y despertando envidias por el pasaje para que todos vieran, que el gato de doña Lola había  dejado embarazada a la gata de doña Mercedes o que si la viuda de la esquina usaba cada vez más faldas ajustadas. Todo era motivo de debate cuando se encontraban por las mañanas en el almacén de Fanego; una cita ineludible todos los días, era como estar al día de las noticias sociales del barrio: algún nacimiento, alguna defunción, algún vecino nuevo o bien quién había sido ganador de la canasta del Gordo de Navidad. Allí concurrían ellas, siempre luciendo los cómodos batones de moda. Después de los buenos días comenzaban los chismoteos que nadie firmaba… ¡pero que tantas enemistades traía!

                Nosotros, los niños, nos veíamos seriamente afectados… Cuando íbamos de la mano de mamá y nos cruzábamos con alguna amiguita de rayuelas y rondas, también de la mano de su mami, ante la alegría y sorpresa de vernos, en un acto simultáneo de pequeño tironeo de manitas, las dos nenas casi de inmediato dirigíamos nuestra vista al frente y avanzábamos con paso firme sin pestañear y, por supuesto, involuntariamente nos negábamos el saludo. ¿Quién entiende a los grandes?

                Por las tardes las nenas siempre jugábamos juntas en su casa o en la mía y eso era una gran garantía:  en lo  de la vecina, siempre seríamos cuidadas y protegidas. Tardes enteras de juegos y de pan con manteca y azúcar que solo dejábamos para volver a casa cuando comenzaba a oscurecer.

                Eran épocas de inmigrantes, a quién iban a recurrir muchos de ellos si la familia más próxima se encontraba cruzando el océano… Ante una emergencia, por más chiquita que fuera, siempre se acudía a ellos.

                ―Dice mi mamá si le presta una cebolla que en la semana se la devuelve…

                ―Mi mamá le manda esta sopa y dice que cuando se mejore le devuelva la cacerola.

                ―Mi papá ya cobró y mamá le manda la tacita de azúcar que le pidió el otro día.

                Y ante un velorio, que era el único momento que las doñas cambiaban su vestuario vistiéndose de negro de pies a cabeza, los vecinos se ocupaban de acompañar día y noche al difunto, como muestra de respeto, haciendo turnos de lloronas que por momentos sonaban como un gran y coordinado coro.

 

                Aquella tarde ya se hacía sentir la visita de ese extraño espíritu, el pasaje se vistió de una mesa muy larga, con manteles con olor a naftalina y arreglos de jazmines; el de doña Coca resaltaba por lo blanco inmaculado y un llamativo bordado de rosas. Guirnaldas y bombillas de colores cruzaban la calle. Las nenas, vestiditas con polleritas con muchos volados, zapatitos de charol y bombachitas de puntillas; los varoncitos con pantaloncitos cortos que no hacían más que develar las rodillas lastimadas de tantas patadas por jugar a la pelota en el potrerito de enfrente. Alguien sacó el tocadiscos a la vereda; los discos de pasta, al girar, hacían saltar la púa si se encontraban rayados. La música sonaba más bonita y alegre y estaban marcados con el apellido de la familia que los prestaba. Se trataba de una fiesta, así que el agua era remplazada por granadina. También a diferencia de otros días teníamos postre. Todos comiendo y riéndonos juntos… Los chicos a escondidas de los mayores, quemándonos los dedos con los cohetes fosforito. Los grandes, todos mezclados, bailando en la calle las milongas de moda… y bien apretaditos; los hombres, siempre queriendo bailar con la viuda de la esquina.

                Era lindo verlas a ellas, las doñas, con sus peinados de peluquería llenos de spray y luciendo sus batones nuevos, y por supuesto protegidos por un nuevo delantal. Y nosotros, los chicos, deslumbrados, con la alegría de los fuegos artificiales que estallaban en el cielo, marcando un nuevo año. ¡Era tanta la alegría que hasta parecía que Dios mismo nos sonreía! Todos abrazados, saludándonos; deseos de alegría, esperanza, prosperidad, salud y buenos momentos. Una hermosa postal del vecindario en mis tiempos de niñez.

                Al otro día, doña Pocha volvió a pasar sin levantar la vista del piso, doña Coco retomó su relación con la escoba, la de la vuelta volvió a pasar por el pasaje con su auto nuevo, la viuda de la esquina siguió coqueteando al pasar con su falda ajustada. Y don Fanego levantó sus persianas a la espera de las doñas…

 

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