martes, 27 de septiembre de 2011

Sonia Figueras-Buenos Aires, Argentina/Septiembre de 2011

El "Inca” seguirá viviendo

Un aire molesto me vuela los cabellos. Cada tanto saco el mechón incómodo que me tapa un ojo. Este cabello teñido se refleja en un espacio del vidrio de la ventana plagada de carteles con horarios y aunque no está de peluquería se le nota el brillo, el cuidado que recibe.
 Quiero no sentirme un pez fuera del agua. Cómo no serlo. Lo soy. Sus ropas, las de ellos, son sencillas igual que las mías pero hay algo. Me contrarío. Necesito sentarme entre ellos, mostrarme una igual, una par. No lo soy. Soy distinta. Pertenezco a la clase media, con posibilidades de estudiar, marido profesional igual que mis hijos, una casa confortable. Todo contrasta.
Vuelvo la mirada a la platea de figuras inmóviles, carentes, sentadas, de pie,  deambulantes a la espera de su turno.
Desde un triciclo, Emerson, se llama Emerson, me mira con sus dos añitos escasos y su sonrisa bolivianito hermoso, cara redonda mejillas rojitas tomate en sazón. Me animo. Toco su cabecita lacia muy lacia. La mamá pone su mejor cara de desconfío hasta que sus labios emiten el esbozo de una mueca sonriente. Me inflo como el sapo de peluche de la infancia de mi hija. Quiero levantarlo acariciarlo mimarlo. No.
Salgo de la sala de espera. Me ubico contra un pilar. A la espera, mientras observo.
Ella lo atiende como lo hace con todos. Con la mirada a los ojos del otro, fuerte, blanda, comprensiva a la vez. Está acostumbrada a la tez morena, al olor de la leña o el carbón que sale de las ropas inimaginablemente limpias y planchadas, a su trato amable y al de los que vienen a la consulta. Siempre prima el buen gesto porque ella invariablemente se adelanta con una sonrisa.
Yo lo detecté una mañana sentado en una piedra mirándose las manos. El cuerpo asténico, el torso cubierto de blanquísima camisa planchada a duras penas, jeans gastados con el remate de las zapatillas que pedían otras, con esa tristeza en los ojos brillantes acuosos que dan el hambre y la pobreza.
No indago mucho sobre él, por ética, pero sí sé que quiere estudiar. Cuenta alrededor de 18 años, indocumentado y no vive en el barrio ni en la villa. Él está detrás, en la quema, sobre las ratas, donde las casillas no tienen número. Y eso basta para apaciguar mi curiosidad.
¿Cuánto puede esa mujer joven con el beneficio inmenso de haber estudiado, hablarle de Freud, Lacan, del psicoanálisis, que sé que emplea como las condiciones lo requieren?. Me quedo en el prólogo que me refiere de la consulta en el camino de vuelta porque con ella y su conducta no hay acceso, justamente por principios.
 En mi imaginación audaz me figuro la desolación. La de ella por no responder con las soluciones necesarias y la de él o la de los demás, que los desespera el no llegar a algún lugar mientras la vida pasa al lado de ellos, con el infaltable “negro de mierda” “¿por qué no trabajan?” “¿a qué vienen?” “¿por qué no se quedaron en su provincia, en su país?”
Entonces recuerdo a mis abuelos catalanes ricos que vinieron porque no acordaban con la política española y a los otros, italianos, desembarcados igual que ellos en tiempos de guerra, que sabían de comer cucarachas o nada. ¡Cómo cambió la mirada hacia los inmigrantes de otras épocas con respecto de los de ahora! ¡cuánta exigencia! ¡cuánta indiferencia! ¡qué discriminación incomprensible!
Otra mañana vuelvo a verlo solo, como la primera vez y aguardo en la calle.
En la espera obligada y a la vez gustosa por ir a buscarla mis neuronas dan un paseo.
 Me pregunto por qué tanto odio, por qué genocidios al margen de todo juicio, de toda norma, de todo comportamiento humanitario. Me interrogo por la fraudulenta conquista latinoamericana, los genocidios nazi, armenio y el perpetrado en los penosos, trágicos años nefastos de nuestro reciente pasado que dejaron en el camino cantidad de vidas e ilusiones.
Es un tema que me quema y duele en su irracionalidad y con tantos resabios aún por la portación de rostro nombre raza.
En tanto con estos pensares hago tiempo frente a la puerta del Centro de Salud de la villa, allí donde se funden las miserias y las ganas, las ilusiones y los fracasos, el temor y el coraje, el amor y la violencia.
 Concibo miles de hipótesis con respuestas allí, donde corretean niños y perros, coches costosos y carros con jóvenes y hombres por caballos que entran y salen.
Me digo que si admitiéramos oír al otro sin que nos afecte el hecho no elegido voluntariamente de nacer en lugares y circunstancias distintas, más aún, si en verdad no lo menospreciamos al considerarlo “diferente”... el caso es que deberíamos sentirnos “iguales”...
...si tuviéramos una real decisión de aceptarlo, integrarlo con nuestras diferencias, desigualdades, en forma honorable, digna, contribuiríamos a que sobreviniera una humanidad  universal en desarrollo parejo.
 La mirada de ese chico, el muchacho de las zapatillas viejas, no único, no, en este mundo segregador queda dando vueltas en mi cabeza y de regreso sentadas en el colectivo entre corcoveos escribo unos versos.
 Alli / donde se funden la risa la tristeza / lápices estampitas / un alguien chiquito desconocido / allí / bajo la ciudad potente poderosa / allí / ¿una moneda?/  allí vos y yo / vos / empujás la puerta gira que te gira / yo / en las tinieblas de mi noche oscura y permanente.
Voy a leerle a ella si puedo entre tantos sacudones para saber su opinión. Considero su acuerdo muy importante para mí ya que  tan buena lectora es.
No lo hago, me suena a presuntuoso. Tampoco le pregunto por él.
En mis ojos subsisten los suyos, azabaches con su entorno mítico de mágicas virtudes y los llevo prendidos como protegiéndome con su ambarina opacidad.
Y me quedo con el recuerdo de esos ojos, su voz baja y tímida, los modales delicados devenidos del Inca, de nuestros pueblos originarios y me sobreviene una irrefrenable vergüenza.


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