Consideraciones para una tarde de noviembre
El sabor de la tarde puede ser, a veces, el aroma que trae el aire desde una taza de café, ese sabor que se mezcla con las flores de los paraísos que estallan en octubre y agonizan en noviembre.
También puede interceptarlo el inconfundible perfume que emana de la cocción de un pollo al horno que produce un quebrantamiento del equilibrio por hallarse fuera de horario, a las siete, cuando la tarde todavía no abandona su rol de tarde y la noche ni siquiera empezó a crecer. El crepúsculo diría alguien con veleidades poéticas, pero no, es esa hora incierta en que todo se quiebra. La gente aún no regresa de su trabajo, los chicos aún no terminaron sus deberes y las amas de casa oscilan en ese intervalo que no es ni una cosa ni la otra.
Es como si en ese horario una inquietud atravesara la ciudad descolocando a sus habitantes, tan programados, tan estructurados y el libre albedrío los desinstalara de su propia personalidad.
Los gatos permanecen al acecho a la espera de la noche. Los perros conducidos por sus dueños dudan en la coordinación del horario para liberar sus excrementos. Los únicos que sonríen son los bebés en sus cochecitos que van descubriendo el mundo, bebés inocentes de los misterios informáticos que acercan sus manitos a los cajeros automáticos y teclean en los celulares como en un piano de juguete. De vez en cuando la sirena de una ambulancia desestabiliza el escenario y pone sombras en esa recreación perfecta.
Es la hora de lo furtivo, de los amantes, de los vehículos públicos y privados que se alborotan, del odio contenido de sus pasajeros apresurados por regresar a sus respectivos infiernos o rutinas cotidianas. Los excéntricos, los normales si es que queda alguno, los solitarios, los bulliciosos empiezan a demostrar una agitación especial. Unos van a cursar estudios nocturnos, otros a preparar la cena, otros a mirar por la venta lo que hacen los demás.
En algún lugar alguien nace, alguien muere, alguien que no lo sabe, se salva, imprevisto que pone en este martes una llamita titilante, como una melodía fuera de lo que indica la partitura. Pero hay un momento, un solo momento, un segundo, en que aparece el silencio. Un silencio audible para unos pocos, un silencio tan potente que quiebra todas las otras sensaciones. Es el silencio que perciben los elegidos, los que miran más allá de sus ojos atravesando cuerpos, mentes, objetos. Y es como si humanos, animales y plantas se unieran en un rezo y se dieran el beso de la paz, ese que el sacerdote a esta misma hora solicita a los feligreses en los templos. El beso de la paz del mundo. El beso del silencio. El silencio de los elegidos.
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