sábado, 25 de marzo de 2017

Patricia Schaefer Röder-Puerto Rico/Marzo de 2017




SELVA


Voy con Diego río abajo en la curiara. La emoción me estremece; siempre quise conocer la selva virgen. Llegamos anoche al Amazonas, el sitio ideal para pasar nuestra luna de miel. Un lugar antiguo, mágico, donde comenzaremos la vida juntos. El imponente paisaje me produce una sensación singular en todos los huesos del cuerpo.
Tomamos por un ramal estrecho del río y más adelante llegamos a un recodo donde se reduce el cauce. Contiguo a la corriente principal hay un pequeño lago protegido por palmeras, árboles y manglares que se adentran en la pequeña presa. Me recuerda el misterioso escenario de las leyendas indígenas.
La vegetación es abrumadora. Su exuberancia en árboles, arbustos, hojas y lianas no tiene igual. La inmensa cantidad de plantas me deja las pupilas saturadas y hambrientas a la vez. Quiero dejar puerta franca a los miles de tonos verdes que se agolpan en los estratos de la selva. Hoy soy testigo de las aventuras de los pesados rayos del sol cuando llegan al techo de la jungla y pasan por su tamiz infinito hasta tocar el suelo, reducidos a un tímido haz de luz.
Hace calor y normalmente pensaría que hay demasiada humedad, pero hoy eso no me molesta; incluso me extraña un poco lo cómoda que me siento en este ambiente tan primitivo. Puede que tenga que ver con aquello que llaman el “hechizo de la selva”, que hace que muchas personas no quieran regresar a la civilización una vez que han estado en la jungla.
Creo ver la orilla allá lejos, pero no estoy segura. Si están quietas, las aguas pantanosas parecen tierra firme hasta el momento en que se pisa en ellas, y uno se puede llevar una desagradable sorpresa si resultó estar equivocado.
Diego rema con cuidado entre las altas raíces, las ramas bajas y las lianas de los árboles que salen del agua. La cantidad de insectos es enorme. Una libélula nos sigue desde que entramos al recodo, y más allá revolotean dos grandes mariposas azules y amarillas. Tengo los ojos más abiertos que nunca; mis oídos jamás habían estado tan aguzados, ni mi olfato tan sensible. En la lengua se desdobla el sabor más puro del río y la selva, una ola de fragancias salvajes y dulces a la vez. Sobre mi piel yace una mezcla de sudor y humedad que, lejos de ser desagradable, me hace regresar a un estado olvidado en el que aflora la esencia de mi ser natural. En toda mi vida no me he sentido más mujer que ahora. Tengo la imperiosa necesidad de llenarme de estas imágenes primordiales; las formas y los colores de las hojas y flores, los sonidos que emiten los insectos, el canto de las aves y el llamado de los araguatos; todo en medio del rumor del agua que baja rodando sobre sí misma, corriendo, chocando contra plantas y curiara. Todo rodeado del susurro de las hojas que mueve el viento. Respiro muy hondo. Respiro. Respiro. Lleno mis pulmones de ese aire nuevo, puro, buscando ocupar el gran vacío que impone la vida de la ciudad en los seres humanos y los hace olvidar su naturaleza elemental. Estoy en casa.
Hay poca luz a pesar de que es temprano, pero a mí me basta. Entre las sombras de la pequeña laguna percibo infinitas figuras de seres conocidos a los que no he visto antes. Criaturas que forman parte de mi historia espiritual; indómitas como esta selva que me rodea y me engulle de un enorme bocado para no dejarme escapar.
De repente escucho un canto melódico y algo áspero a la vez. Viene de aquellos palos semisumergidos. Miro con detenimiento y entre las aguas parduscas descubro un manatí con su cría. Están comiendo. Pareciera no molestarles nuestra presencia. La madre canta, abraza a su pequeño con ternura y siguen comiendo. Diego y yo los observamos maravillados, manteniéndonos a una distancia prudencial para no ahuyentarlos. La madre me mira de lado con sus pequeños ojos negros. Tiene una expresión de absoluta placidez en el rostro. La línea de su gran hocico termina en una especie de sonrisa perenne. Pareciera alegrarse de verme, tanto como yo me alegro de haberme topado con ellos. Se mueve en el agua sin ninguna dificultad, buscando más hojas para calmar el hambre que deja la maternidad. Ahora entiendo por qué los antiguos marineros los confundían con mujeres: son indefensos, pacíficos y muy gráciles en el agua.
Es la primera vez que veo un manatí en su ambiente natural. Siempre me han fascinado; me cautivaron desde la primera vez que los vi en el libro de ciencias naturales de la escuela. A lo largo de mi vida devoré ávida toda la literatura que encontraba, queriendo saber cada vez más acerca de ellos. El manatí se convirtió en mi animal espiritual. Sus delicados movimientos, cual bailarinas en cámara lenta, y su tranquilo flotar dando volteretas según su ánimo me transmiten una calma sin igual. Son los únicos mamíferos acuáticos herbívoros, y eso también los hace especiales. Su parentesco con los elefantes, el inmenso cuerpo cilíndrico adaptado a la vida acuática y la capacidad de contener la respiración por más de quince minutos me intrigan. La forma de comunicarse mediante el canto, la necesidad de la madre de tener un fuerte contacto físico con su cría hasta los dos años y que la sostenga con sus aletas al amamantarla son cualidades que parecen casi humanas. Sin embargo, son animales solitarios, independientes, que solo se reúnen para aparearse y luego continúan su camino. Me llama la atención su galanteo; cuando una hembra está en celo, los pretendientes la buscan y se congregan alrededor de ella en una manada amorosa. Luego, cuando el romance termina, recobran su libertad y la hembra se convierte en madre un año después. Todo lo que sé de los manatíes viene a mi memoria al ver a esa madre cariñosa ocuparse de su hijo que pronto tendrá que tomar su propio rumbo.
Nos quedamos un buen rato en la laguna, hasta que Diego se percata de la hora y me dice que es mejor regresar al campamento antes de que oscurezca. Busco la mirada de la manatí y me despido en silencio. Ella entiende.
Viramos la curiara río arriba y, despacio, nos vamos alejando del lugar. Vuelvo la mirada hacia aquella madre que busca alimento para su pequeño y no puedo evitar pensar en mí y en los hijos que espero tener algún día. Ella me observa con detenimiento, como si quisiera decirme algo, tal vez un secreto. Quizás sea una revelación. Durante unos momentos percibo un frío intenso en la parte posterior de la cabeza, un placentero hormigueo de granizo que se desliza poco a poco, concentrándose en la nuca. Es una sensación nueva y muy agradable. Miro a la manatí buscando una respuesta, pero ya no hay tiempo para eso. Poco a poco Diego acelera dejándolos atrás, mientras yo me quedo inmóvil, presa del extraño y delicioso descubrimiento.
A medida que salimos del canal rumbo al río principal vemos que el cielo se va nublando cada vez más. La luz cambia de brillo y comienza a llover. Es un aguacero tropical de gotas grandes y pesadas que nos empapan por completo. ¡Qué sensación tan maravillosa e indescriptible! El placer que provoca en mi cuerpo el abrazo dominante y a la vez liberador de la lluvia me transporta a la adolescencia, cuando salía a caminar en los chaparrones por las calles momentáneamente desiertas de la ciudad. En aquella época el espíritu era libre y danzaba sin temor a ponerse en evidencia frente a los demás. Es bueno saber que, a pesar de permanecer silente, aún sigue vivo en mí. ¡Cuánto lo había extrañado!
La lluvia continúa su curso y un rato después se vuelve a despejar el cielo. Llegamos justo antes del atardecer. Diego se siente cansado y yo me siento plena. Tenemos hambre, así que nos alistamos para comer. Ordenamos nuestro pescado preferido, pavón a la parrilla, pero de pronto, al ver el pez muerto pierdo el apetito, así que lo cambio por una gran ensalada de berro. Cenamos mirando el atardecer. El sol colorea el cielo y sus nubes con tonos amarillos, naranjas y rojos que contrastan de manera contundente con las siluetas de los árboles y las palmeras que bordean el campamento por el oeste. Sobre la laguna, al este, sale la luna más grande y amarilla que nuestros ojos hayan visto. Los sonidos de la selva nos acompañan todo el tiempo, evidenciando la omnipresencia de la naturaleza invencible, y el aire adquiere una nueva fragancia con la apertura de las orquídeas, que llenan la inmensidad con el perfume más delicado y fuerte.
Después de la cena me tiendo en una hamaca a ver la luna subir hacia las estrellas. Diego me besa en la frente y se va a la cama. Está agotado. Le digo que lo alcanzaré más tarde, cuando me dé sueño. Estoy demasiado exaltada como para siquiera pensar en dormir. Por primera vez en mi vida mis sentidos están tan saturados con estímulos de todas clases, que me resulta casi imposible pensar en nada concreto. La miríada de imágenes que percibí, y las respuestas a ellas, se agolpan en mi inconsciente, llevándome a un estado de total excitación espiritual. Hoy descubrí que estaba viva, que podía respirar, sentir, oler, saborear, ver, oír. Que podía comunicarme y reír. ¡Que sí podía! Y lo descubrí hoy, en medio de esta selva. Intenté explicárselo a Diego durante la cena, pero estaba tan extenuado que no me prestó atención. Creo que no lo comprendió.
La luna llena ilumina la jungla con hilos plateados que se reflejan en el río y la laguna, a cuya orilla se encuentra el campamento. De pronto siento la atracción de la luna en el agua. Algo me llama con insistencia. Escucho el canto de las toninas y los manatíes que nadan en la claridad de la medianoche del día en que volví a nacer. Vuelvo a percibir el delicioso cosquilleo en la base de mi cabeza y sé que tengo que hacer algo. Me levanto de la hamaca sin pensar y me acerco a la orilla. Ahí está la luna, esperándome vibrante en el espejo metálico y oscuro del agua. Una brisa cálida acaricia mi rostro cuando levanto la mirada para verla de frente en el cielo. Hay una calma llena de voces que parecen decir mi nombre a gritos. Me desnudo en un acto de respeto a la naturaleza que me rodea y, solemne, dejo mis ropas en la playa. Ya no las necesito.
Entro despacio en las tibias aguas del remanso que forma la laguna. No tengo ninguna prisa, soy dueña del tiempo. Deseo arroparme en su fluido dulce y peligroso mientras corre por la zona más antigua de la Tierra. Bebo el líquido del cual una vez bebieron mis antepasados hasta saciarse. Hoy es mi turno. Me sumerjo dejando que el agua penetre todos los pliegues de mi piel; extremidades, manos, pies, cuello, cabello. Al fin soy una con la naturaleza; la siento como parte de mí en un éxtasis total. Mi emoción se traduce en un placer infinito que no pienso dejar ir jamás.
Nado. Nado contra la corriente, haciendo fuerza para conquistar el río dueño de las aguas. Cuando me canso, me dejo llevar un trecho hacia atrás y vuelvo a emprender mi ascenso. Minuto a minuto me voy alejando de la orilla. Ningún ser humano me puede ver, y yo misma me siento parte del paisaje primitivo y embrujado. Nado más. Nado. Sigo nadando, pero el río gana. Abandono la lucha, dejando que el torrente me arrastre a su antojo. Las aguas me llevan hacia el fondo, donde no hay corriente alguna. Es el lugar de la paz. Instintivamente, intento subir a la superficie para respirar y de nuevo me atrapan las aguas del rápido, que se ha vuelto más estrecho. Entre los remolinos logro tomar aire y moverme hacia un grupo de rocas que sobresalen del agua. Estoy a salvo.
Escucho algo que asemeja el canto de un manatí, pero es mucho más grave que el de esta tarde. Miro hacia la orilla y en medio del oscuro y brillante paisaje, distingo la cabeza de un gran macho plateado que me observa con interés. Hacemos contacto con la mirada y me percato de que mi campo de visión se hace más amplio. Una vez más siento el hormigueo en la nuca y sé que debo continuar. A pesar de que la noche es cálida, un extraño frío recorre mi cuerpo. Me siento pesada sobre esta piedra; lo mejor es que regrese al agua.
La corriente ya no me parece tan fuerte como antes. Puedo flotar sin hacer esfuerzo. Nado con mayor facilidad. Voy hacia el fondo y me quedo allí un rato. Oigo a las toninas a lo lejos y advierto la llamada insistente del manatí macho que estaba en la orilla. Viene nadando hacia mí, pero ya no se ve tan grande como hace un rato, cuando lo vi desde las rocas. Estiro la mano para acariciarlo pero no llego, a pesar de tenerlo cerca. ¿Qué me pasa? Aunque por un curioso sortilegio puedo ver bien en la oscuridad del fondo, y a pesar de que sé que están ahí, no logro dar con mis propias manos. Levanto los brazos, moviéndolos en todas direcciones, pero es inútil. Las siento, pero no las veo. ¿Dónde quedaron? Intento mirar hacia mi pecho, pero es imposible; el cuello no me deja. Solo puedo mover la cabeza un poco hacia los lados y hacia abajo. Al mismo tiempo se amplía aun más mi campo de visión, pero no me sirve para ver mi cuerpo. Trato de recoger las piernas buscando mis pies, pero lo único que alcanzo a ver es una gran cola en forma de abanico. En ese momento me doy cuenta de que ya no soy un ser humano; mis manos se convirtieron en aletas, mi piel se volvió gruesa y cenicienta, y mi cabeza se siente como debe sentirla una morsa, pegada a un cuerpo cilíndrico por un cuello corto y con poca movilidad. ¡Soy un manatí! Mi figura de mujer se ensanchó, perdiendo sus formas y suavizando sus líneas, hasta redondearse como un dirigible, adecuándose al ambiente acuático del que ya no podrá salir. Cabello, nariz, orejas, pechos; todo despareció, igual que los dedos de manos y pies. Las piernas se fundieron en una poderosa cola, perfecta para nadar en estos ríos.
Ahora entiendo lo que me quiso decir la madre manatí esta tarde en el pequeño lago al final del canal. Ella me vio como una igual, un familiar que viene de lejos y al que se le reconoce a pesar de no haberlo visto nunca antes. Me estaba recordando quién era yo en realidad, adónde pertenecía y adónde iría a parar una vez que me reencontrara con mi espíritu liberado. Era el llamado de la sangre, era la selva que reclamaba lo suyo una vez más. Y yo estaba dispuesta a regresar.
Después de este renacer comprendo cuál había sido siempre mi verdadera naturaleza y por qué a veces había estado tan fuera de lugar entre la gente. Soy un ser salvaje en el sentido más universal de la palabra y necesito estar libre para vivir a plenitud.
Me siento plena, como nunca antes me había sentido. Poco a poco, mis recuerdos se van borrando. El pasado desaparece junto con lo que era mi cuerpo humano. Mi ser reclama con urgencia estrenar el nuevo físico con sensaciones originales y ancestrales a la vez. Tengo la mente saturada de selva, de ríos, de animales y de plantas. Soy feliz. Nadie me ata a nada; voy y vengo cuando lo deseo. Mi prioridad soy yo misma. Solo puedo pensar en lo maravillosa y apacible que es la vida en el agua, donde poseo plena libertad de movimiento y donde, sin gravedad, puedo volar adonde me plazca. Flotar es lo más cercano a volar que jamás experimenté como ser humano, y aquí lo hago a mis anchas. Al fin soy libre, dueña de mi vida. Y ahora incluso me liberé de mi memoria.
El gran manatí plateado canta y regresa cerca de la orilla, donde me espera paciente, junto a otros machos que se han ido reuniendo. Está seguro de que iré a su encuentro. Él sabe de qué estoy hecha. Y yo también.




*Publicado en Yara y otras historias, antología de cuentos por Patricia Schaefer Röder 2010, Ediciones Scriba NYC, Puerto Rico

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