viernes, 21 de abril de 2017

Carlos Laborde-Argentina/Abril de 2017



SUS OJOS SE CERRARON
(Tango de Gardel y Le Pera)
                                                                                             
                                      Desde su marco barroco, la mujer de la foto lo contemplaba. Juan se acarició la cara con la misma loción que ella le había comprado. Frente al espejo, sintió que sus años estaban presentes. Le hizo dos muecas a la figura del cristal, sonrió  y se vio más joven.
         (Todo fue muy rápido; una llamarada. Quedaron los espacios vacíos, los olores perdidos, los proyectos truncos, desde la desgracia.)
         Dudó sobre qué ropa usar. Bata y pañuelo tenían la antigüedad de un Clark Gable o un Gómez Cou. Traje y corbata, no se adecuaban a las circunstancias. Resolvió, al fin, pantalón y camisa de jean; sobrio con un toque intelectual.
         Ya vestido, sonrió satisfecho ante el espejo y le formuló otra mueca cómplice, retribuida por la figura de cristal. Verificó que el dormitorio estaba en orden. Enfrentó la foto de la mujer, tomó el marco con ambas manos y lo elevó. Miró profundamente los ojos de papel, y guardó el porta retrato en el cajón de la cómoda.
         No bien llegó al living, volvió sobre sus pasos y repuso la foto en su lugar, donde siempre había estado.        
                                    Restaban media hora y muchas incógnitas. ¿Se llamaría Daniela, Julieta, Débora o Karina, como las nietas de sus amigos? ¿Tendría piernas musculosas, hombros anchos, carne de gimnasio? ¿Cómo respondería él ante estímulos tan distintos a los de una relación conyugal de treinta años?  La idea del fracaso ensombreció a Juan.
         El fono se lo había dado su amigo Rivarola. La atención que recibió fue perfecta y cerró el acuerdo.
         A las once de la noche, cuando encendía un sahumerio, sonó el portero eléctrico. Desde su palier escuchó que el ascensor se detenía en la planta baja. Puertas que se abrían, puertas que se cerraban y el motor que lo elevaba. A dos segundos por piso, la demora le pareció eterna. Ambos abrieron las respectivas puertas y quedaron frente a frente. No calzaba zapatillas, ni mascaba chicle, ni se llamaba Moira o Pía. Era una elegante mujer cuarentona que se presentó como Beatriz. Cuando él le extendió la mano, ella lo besó afectuosamente en la mejilla, como si se conocieran de siempre. Vestía un traje sastre de buen estilo. Juan se hizo a un lado y le franqueó la entrada. Ya estaba la mujer adentro, ya la puerta cerrada, y el anfitrión no sabía qué hacer o cómo seguir. Por meros reflejos convencionales, la invitó a sentarse y le ofreció una copa.
--Whisky --aceptó llanamente Beatriz, --con poco hielo.
Como Juan permanecía inmóvil, ella se levantó:
--Dejame, yo los preparo.
Mientras Beatriz trajinaba en el bar, Juan pensó que esta realidad contradecía la versión de Rivarola: “Nunca toman alcohol”.
Recién cuando volvió con los vasos la miró como mujer. No era la muchacha que se había imaginado, pero lucía bien. Cuerpo sensual y equilibrado, expresión franca. Lo tranquilizaba. Estaba más cómodo que con una jovencita. Mirándola a través del cristal, el whisky y los cubitos, le dijo:
 --Me siento un tonto, nunca pagué por esto.
Beatriz sonrió franca. Paladeó un trago, apoyó el vaso sobre la mesa y se desabrochó el primer botón de la blusa. Juan quedó desubicado y dijo, por decir algo:
--Tomemos el whisky.
Beatriz dejó el sofá y se sentó en la alfombra, a los pies de Juan, recostada sobre la mesita ratona. Bebió otro sorbo.

                                      Cuando adquirí la bidimensionalidad de una fotografía, me desembaracé de la esclavitud del tiempo. Soy, en mí misma, presente, futuro y pasado. Pobre Juan, a él aún no le fue dado entender. No le resulta fácil olvidar. Siempre apreció mi cuerpo, mi aroma, mi piel. Nos recorrimos, nos exploramos y nos degustamos. Ahora está solo. Por eso recurrí a Rivarola, que sabe conectarse con estas esferas,  para que colaborara con las necesidades primarias de mi esposo. Creo que lo está haciendo muy bien. ¡Qué gesto el de Juan cuando repuso mi retrato sobre la cómoda!  Hay triunfos que perduran a la muerte.
                  
         Había caído otro botón.
         --No puedo hacerlo aquí --casi gritó Juan. --Todavía siento su olor. Oigo que me llama desde la pieza. Vamos a otro lado.
         Ayudó a Beatriz a levantarse. Con dulzura, le abotonó la blusa. Salieron. El departamento quedó oscuro.
        
                                      En la soledad del hogar vacío, la dama del retrato adquirió poco a poco una corporalidad ígnea, que trasladó al papel. Y sus cenizas fueron polvo de oro. Y la casa vacía se inundó del aroma de la quemazón de las hojas rastrilladas al atardecer, para luego encenderlas y contemplar la hoguera tomados de la mano, mientras el azul del cielo se hace noche y deja caer sus lágrimas sobre el pasto.
         Polvo de oro y aroma de campo, para que Juan siga su vida.

1 comentario:

Josefina dijo...

Carlos muy bueno tu cuento, me encantó como fuiste desarrollando las situaciones, narrando ese nudo misterioso.

beso Jóse