SUS OJOS SE CERRARON
(Tango de Gardel y Le Pera)
Desde su marco barroco, la
mujer de la foto lo contemplaba. Juan se acarició la cara con la misma loción
que ella le había comprado. Frente al espejo, sintió que sus años estaban
presentes. Le hizo dos muecas a la figura del cristal, sonrió y se vio más joven.
(Todo fue muy rápido; una llamarada. Quedaron los espacios
vacíos, los olores perdidos, los proyectos truncos, desde la desgracia.)
Dudó sobre qué ropa usar. Bata y pañuelo tenían la
antigüedad de un Clark Gable o un Gómez Cou. Traje y corbata, no se adecuaban a
las circunstancias. Resolvió, al fin, pantalón y camisa de jean; sobrio con un
toque intelectual.
Ya vestido, sonrió satisfecho ante el espejo y le formuló
otra mueca cómplice, retribuida por la figura de cristal. Verificó que el
dormitorio estaba en orden. Enfrentó la foto de la mujer, tomó el marco con
ambas manos y lo elevó. Miró profundamente los ojos de papel, y guardó el porta
retrato en el cajón de la cómoda.
No bien llegó al living, volvió sobre sus pasos y repuso la
foto en su lugar, donde siempre había estado.
Restaban media hora y
muchas incógnitas. ¿Se llamaría Daniela, Julieta, Débora o Karina, como las
nietas de sus amigos? ¿Tendría piernas musculosas, hombros anchos, carne de
gimnasio? ¿Cómo respondería él ante estímulos tan distintos a los de una
relación conyugal de treinta años? La
idea del fracaso ensombreció a Juan.
El fono se lo había dado su amigo Rivarola. La atención que
recibió fue perfecta y cerró el acuerdo.
A las once de la noche, cuando encendía un sahumerio, sonó
el portero eléctrico. Desde su palier escuchó que el ascensor se detenía en la
planta baja. Puertas que se abrían, puertas que se cerraban y el motor que lo
elevaba. A dos segundos por piso, la demora le pareció eterna. Ambos abrieron
las respectivas puertas y quedaron frente a frente. No calzaba zapatillas, ni
mascaba chicle, ni se llamaba Moira o Pía. Era una elegante mujer cuarentona
que se presentó como Beatriz. Cuando él le extendió la mano, ella lo besó
afectuosamente en la mejilla, como si se conocieran de siempre. Vestía un traje
sastre de buen estilo. Juan se hizo a un lado y le franqueó la entrada. Ya
estaba la mujer adentro, ya la puerta cerrada, y el anfitrión no sabía qué
hacer o cómo seguir. Por meros reflejos convencionales, la invitó a sentarse y
le ofreció una copa.
--Whisky --aceptó
llanamente Beatriz, --con poco hielo.
Como Juan
permanecía inmóvil, ella se levantó:
--Dejame, yo
los preparo.
Mientras
Beatriz trajinaba en el bar, Juan pensó que esta realidad contradecía la
versión de Rivarola: “Nunca toman alcohol”.
Recién cuando
volvió con los vasos la miró como mujer. No era la muchacha que se había imaginado,
pero lucía bien. Cuerpo sensual y equilibrado, expresión franca. Lo
tranquilizaba. Estaba más cómodo que con una jovencita. Mirándola a través del
cristal, el whisky y los cubitos, le dijo:
--Me siento un tonto, nunca pagué por esto.
Beatriz sonrió
franca. Paladeó un trago, apoyó el vaso sobre la mesa y se desabrochó el primer
botón de la blusa. Juan quedó desubicado y dijo, por decir algo:
--Tomemos el
whisky.
Beatriz dejó
el sofá y se sentó en la alfombra, a los pies de Juan, recostada sobre la mesita
ratona. Bebió otro sorbo.
Cuando adquirí la bidimensionalidad de una fotografía, me desembaracé
de la esclavitud del tiempo. Soy, en mí misma, presente, futuro y pasado. Pobre
Juan, a él aún no le fue dado entender. No le resulta fácil olvidar. Siempre
apreció mi cuerpo, mi aroma, mi piel. Nos recorrimos, nos exploramos y nos
degustamos. Ahora está solo. Por eso recurrí a Rivarola, que sabe conectarse
con estas esferas, para que colaborara
con las necesidades primarias de mi esposo. Creo que lo está haciendo muy bien.
¡Qué gesto el de Juan cuando repuso mi retrato sobre la cómoda! Hay triunfos que perduran a la muerte.
Había caído otro botón.
--No puedo hacerlo aquí --casi gritó Juan. --Todavía siento
su olor. Oigo que me llama desde la pieza. Vamos a otro lado.
Ayudó a Beatriz a levantarse. Con dulzura, le abotonó la
blusa. Salieron. El departamento quedó oscuro.
En la soledad del hogar vacío,
la dama del retrato adquirió poco a poco una corporalidad ígnea, que trasladó
al papel. Y sus cenizas fueron polvo de oro. Y la casa vacía se inundó del
aroma de la quemazón de las hojas rastrilladas al atardecer, para luego
encenderlas y contemplar la hoguera tomados de la mano, mientras el azul del
cielo se hace noche y deja caer sus lágrimas sobre el pasto.
Polvo de oro y aroma de campo, para que Juan siga su vida.
1 comentario:
Carlos muy bueno tu cuento, me encantó como fuiste desarrollando las situaciones, narrando ese nudo misterioso.
beso Jóse
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