sábado, 20 de marzo de 2021

Norberto Ramazotti-Argentina/Marzo de 2021


 

Un pedido especial

                 

                    Hoy volví a verla pasar. Caminaba despacio, con sus pies hinchados metidos a presión en los amplios zapatones negros de tacones bajos, desbordados por su peso; con los infaltables anteojos de marco negro y cristales color verde; la pollera marrón oscuro y un saquito de lana  negro, sobre la vieja blusa de un desvaído color violeta.

                   Volví a verla caminando por las veredas de la avenida Patricios, cuando esa calle se llamaba así, sin el agregado “Regimiento de…” con el que la adornaron después, y las vías del tranvía, separadas en las esquinas por un refugio en el que esperábamos para tomarlo, refulgían iluminadas por una o dos lámparas por cuadra, entre el gris monótono y terroso de los adoquines. Y la vi, otra vez, bajar y subir de la vereda a la calle, evitando los escalones que, aquí y allá, obligaban a un esfuerzo mayor a sus piernas enfermas y cansadas, sufrimiento agregado al peso de las bolsas de las compras cotidianas, salida obligada para llenar el buche de los siete integrantes de la familia.

                   La vi fuerte, serena pero firme, como cuando acallaba una discusión entre los hijos simplemente con un …¡Basta, donde se pensaron que están! O cuando organizaba la mesa: Vos trae esto, vos aquello otro, vos pone el mantel…., para después “reinar” desde su asiento, pegado a la cocina, a donde iba y venía trayendo las fuentes:-”te sirvo un poco más, porque comiste poco”- decía. Y era en vano negarse, porque no te permitía levantar de la mesa sin terminar lo que te había servido.

                  La vi protectora, como la vez, hace tantísimos años, de la epidemia de polio, durante la cual solo nos permitía salir un ratito a la calle, día por medio, a ver encalar árboles y cordones por los muchachones del barrio que ayudaban a luchar contra la enfermedad, pero siempre protegidos por una pequeña bolsita de alcanfor que colgaba de una cadenita con la medalla milagrosa que yo llevaba al cuello o nos prendía con un alfiler de gancho a las camisas o remeras, pero siempre pegada al cuerpo.

                  La vi muy triste, como aquel aciago día en que al hijo menor, yo, casi lo echan del colegio secundario por jugar a las cartas y gritar un ¡Quiero retruco, carajo! durante la hora de clase de la señorita de lengua y literatura.

                     Y también la vi enorme, con la tremenda dignidad de la entrega por el amor a su familia, como el día en que, salida a hacer las compras, gambeteando escalones en el sube y baja de veredas, tropezó y ,al caer, se rompió la clavícula, pero siguió haciendo las compras. Y terminó de hacer la comida y servir la mesa, para, recién después del almuerzo, pedir que la llevaran al hospital.-“No me dolía mucho. Además, como era en el izquierdo, con el brazo derecho me arreglaba “- dijo a modo descargo.

                     La vi pasar… ,claro que… la vi pasar en mis sueños. Porque ella murió hace muchos años. Pero… si esta noche la vuelvo a ver pasar, juro que la encaro y le digo: “ Viejita, tengo miedo. No te olvides de prenderme a la camisa la bolsita de alcanfor, a ver si zafo también de esta”.

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