Son las cinco de la tarde y en la calle...
….insistente, silenciosa la llovizna se empeña en convertirse en una dulce mensajera de la tristeza. El café se ha enfriado, cansado de humearle a mi indiferencia. Me cuesta ubicar el día de la semana en que estoy viviendo. En una de esas es domingo.
Antes no me importaba si la tarde era gris. Eso era cuando tenía el pecho lleno de mariposas que me llenaban de color y de luz ¡ tanta luz! que llegué a sentirme dueño sol, pero ahora que todas murieron con las alas maltrechas, la claridad del amanecer me fastidia y vivo con los ojos entrecerrados, espiando apenas el cielo que hasta ayer era tan ancho.
Tengo las manos frías de quietud, entrelazadas sobre la mesa de un bar anónimo y desierto, mientras se me escapa de los dedos la caricia sin causa que era capaz de descubrir un mundo nuevo cada día.
Quizá sea el retazo de algún sueño rebelde, el que me hace una broma desde un ángulo de la mesa, es un aleteo, es lo inexplicable. No es hora, ni lugar, ni tiempo para una mariposa, pero está allí.
No puedo compartir con nadie este espejismo, este signo de extravío. Ni el mozo, ni aquel par de parroquianos van a saberlo, pero yo lo tengo decidido.
La mariposa se echa a volar. Y yo, la sigo.
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