Marcelo
Leites: sus respuestas y poemas
Entrevista realizada por Rolando
Revagliatti
Marcelo Leites nació el 2
de marzo de 1963 en la ciudad de Concordia, donde reside,
provincia de Entre Ríos, República Argentina. Participó en Encuentros y
Jornadas de Escritores en su país y en Paraguay. Ha dictado conferencias e
impartido talleres de lectoescritura en ámbitos
públicos y privados. Publicó entre 1992 y 2009 los libros de poemas “El margen de la aldea”, “Ruido de fondo”, “Tanque australiano” y “Resonancia
de las cosas”. Administra el blog ustedleepoesia2, más conocida como La
Biblioteca de Marcelo Leites. Algunos de sus ensayos han sido incluidos en los
volúmenes “Primer Encuentro Provincial El
Escritor Entrerriano” (Editorial de la Universidad de Entre Ríos, 2004), “Los caminos de la utopía” (compilado
por Jorge Montesino y editado en Paraguay por FONDEC, 2005) y “La música de la poesía” (Ediciones del
Dock, 2012). Poemas de su autoría han sido antologados en “Poesía de pensamiento. Una antología de poesía argentina” (con
estudio preliminar de Osvaldo Picardo, 2015) y en “Rutas. Un recorrido por los diversos senderos del país” (selección
y prólogo de Gito Minore, 2015).
1 — ¿Por dónde comenzaríamos a
delinear “La novela de un niño concordiense”?
ML — Por mi
primer encuentro con la literatura, cuando aprendí a leer, a los seis años más
o menos; en la primera infancia (ahora estoy en la última). En realidad, fue un
pasaje —natural— de la oralidad a la lectura, porque mi padre nos leía mucho a
mis hermanos y a mí, especialmente, porque era al que más le interesaba. Este
hábito de leer en voz alta en las familias se ha ido perdiendo; había algo
mágico en esas historias que después fueron
cambiando, claro, porque mi viejo me siguió leyendo hasta más allá de la
adolescencia. Mi padre es de ascendencia portuguesa y mi mamá, italiana de
origen, llegó a la Argentina siendo muy pequeña. Nunca se nacionalizó y maneja
el italiano con igual solvencia que nuestro idioma. Quiero decir que he tenido
la dicha de nacer en un ambiente culto, donde los libros y la música (la otra
gran herencia de mi padre) eran moneda corriente: la
música clásica de Ludwig van Beethoven, César Franck, Robert Schumann, Chopin,
Maurice Ravel, Wagner, Ígor Stravinski, incluso la música contemporánea; y
tantas canciones populares de alto vuelo; la poesía de Cesare Pavese, de
Giuseppe Ungaretti o de Eugenio Montale, leídas en el idioma original por mi
madre, también. El italiano y el friulano —hablado por mi bisabuela, que vivía
con nosotros— también formaban parte de la comunicación cotidiana, y de ahí me
quedaron algunos rudimentos de esa lengua. Aparte de eso, la mamma
era nuestra traductora permanente del pop italiano que se escuchaba en
casa; como así también del cine arte italiano: Fellini, Luchino Visconti,
Antonioni, Marco Ferreri, Dino Risi, etc.
Las cosas que nos leía mi padre eran, básicamente, cuentos: fantásticos,
de humor negro, cómicos, de ciencia ficción o realistas: Ambrose Bierce, Guy de
Maupassant, Alfred Jarry, Ray Bradbury, Mark Twain, Antón Chéjov, Saki [Héctor Hugh Munro], Julio
Cortázar, Marco Denevi, Haroldo Conti, Daniel Moyano, etc., más poetas que le
gustaban especialmente, como el Guillermo Martínez Yantorno de “Trenes a lo lejos”, los sonetos de
Enrique Banchs, el Pablo Neruda de “Residencia
en la tierra” y algunos españoles como León Felipe, Federico García Lorca o Vicente Aleixandre. Pero también eran frecuentes
sus lecturas de los cuentos sufíes o de tradición oriental, esos cuentos-enseñanza
que más que una moraleja, te dejaban regulando por mucho tiempo.
Pero volviendo a mi historia
personal, digamos que cuando aprendí a leer, descubrí por primera vez qué era
la poesía; porque cada vez que emprendía la lectura de esas novelas de
aventuras tipo: “La cabaña del tío Tom”,
“Las aventuras de Tom Sawyer”, “La isla del tesoro”, “Robinson Crusoe”, “Moby Dick” o “Alicia en el
país de las maravillas”, empezaba el viaje (¿y
qué otra cosa es la poesía sino un viaje, verdad?), que consistía en reducir mi
cuerpo hasta llegar al tamaño de una hoja del libro, tan plana como una hoja,
pero en blanco y, luego meterme adentro del libro, cosa que nadie me viera, ni
yo tampoco pudiera ver el mundo exterior, que me parecía mucho menos vivo y
real que el universo de esos personajes. Creo que ese es uno de los sentidos
más profundos de la poesía: la suspensión de la realidad cotidiana, en virtud
de la ficción que no tiene por qué ser menos real que lo que llamamos
vulgarmente realidad. La cosa es que como yo estaba adentro de alguno de esos
viejos tomos de tapas duras (generalmente los de color verde: “Colección Ilustrada
de Obras Inmortales”, Editorial Cumbre, México, 1956), nadie me encontraba por
ningún lado; mi viejo me llamaba; mi vieja, también, pero a los gritos, como
buena tana, sin obtener respuesta. Y hasta mi hermana lo intentaba
infructuosamente. Y no es que no les hiciera caso: directamente no los
escuchaba, estaba en trance, había entrado en una realidad paralela, me había
“viajado” (como dicen los chicos ahora). Sólo cuando terminaba de leer todos
los capítulos posibles (o la novela entera), salía de mi guarida, primero como
una hoja escrita y luego volvía a alcanzar mi forma, tamaño y cuerpo normales;
pero salía con un ímpetu y una fuerza extraordinarios, como si a partir de
entonces pudiera vencer todos los obstáculos y sinsabores que se me presentaran
en el futuro. Y ese estado de falsa omnipotencia duró hasta la adolescencia
tardía. Otra etapa signada por la influencia de mi papá fue la lectura, cuando
cursaba el último año de la secundaria, de varios de los textos cortos de Franz
Kafka. Muchos años después, cuando ya mis hijos eran grandes, en uno de mis
cumpleaños, me regaló la obra completa, dos tomos en papel biblia, de tapas
verdes también, maravillosamente traducidos por J. R. Wilcock —entre otros
traductores; Emecé, 1960—, y con una dedicatoria entrañable. Por supuesto que
los conservo como si fueran oro en polvo, en uno de los estantes destacados de
mi biblioteca; mientras mis compañeros de curso salían a dar serenatas a los
profesores, o se dedicaban a las carrozas, a elegir las reinas y a todo
lo relacionado con la primavera del estudiante. Pero era una elección personal,
a mí todo eso me aburría, exactamente lo contrario de
lo que les pasaba a ellos con la lectura, justamente, me reprochaban que fuera
un pelmazo, me machacaban diciéndome que la diversión estaba afuera y no adentro
del hogar; y mucho menos, adentro de los libros. Y ahí llegamos a una de las
lecturas fundantes en mi formación, que fue la de “Esperando a Godot” (en la colección de Aguilar de Teatro
Contemporáneo: “Teatro francés de vanguardia”, 1961, con una gran traducción de
Pedro Barceló). No recuerdo las veces que la leyó mi padre,
pero fueron muchas, y, a veces, se sumaban otros amigos suyos. Porque él tenía —tiene
aún— un don especial para la lectura en voz alta,
atendía a los matices y modulaciones de la voz, a las pausas, a los cambios de
ritmos y tonos; y todo eso volvía el texto aún más cautivante, generando un suspenso
que mantenía en vilo a los oyentes.
2 — En ese padre hay un actor.
ML — Indudablemente, sus lecturas eran teatro leído. De
hecho, en su juventud, había sido actor de una compañía de teatro muy
prestigiosa de Concordia, que se llamaba “La Carreta”. Todo eso contribuyó a que mi paso por el teatro fuera
bastante prolongado y anterior a la escritura creativa. Aunque también fue en
ese 4º año de la escuela, cuando empecé a garabatear esas especies de versitos
edulcorados para “levantar” alguna chica del curso, casi siempre, sin ningún
resultado positivo, salvo una sonrisa de compromiso, seguramente porque eran
muy malos (cuando afiné la puntería fue distinto, aunque ya no fuera ese el
sentido de la escritura). Eran cartitas de ocasión sin ninguna impronta
artística. En cambio, en el teatro, que, valga la aclaración, fue primero
estudiantil, y luego vocacional, pude desarrollarme como actor y posteriormente
como director, de una manera mucho más creativa. La actuación me enseñó a “poner
el cuerpo” y a “soltar la voz”, aparte de proporcionarme una serie de
herramientas, que luego me servirían, me sirven todavía, para leer mis poemas
en público. No para teatralizarlos (cosa que a mí no me interesó) y, mucho
menos, para declamarlos o recitarlos, sino, para interpretarlos. Con el grupo
de teatro estudiantil, el dramaturgo que más representamos fue el inglés J. B.
Priestley, que cultiva el género realista-dramático, con obras inolvidables,
como “El tiempo y los Conway” o “Yo estuve
aquí una vez”. Y, en el teatro vocacional, el más revisitado fue
Shakespeare, donde lo tuve como director a mi Profesor de Literatura, Jorge
Ríos, otro de mis benefactores e influencias. Con él hicimos “Otelo”, en una versión bastante
vanguardista para la época y con un erotismo de alto vuelo, porque yo me había
enamorado de Desdémona, y ella, de Otelo. Los ensayos e incluso las
presentaciones en público de la obra, no ocultaban la evidencia, que el
director subrayaba y aprovechaba para la puesta en escena. Para nosotros, en
cambio, lo más intenso ocurría en los camarines, aunque lo que pasaba en el
escenario, lo potenciaba. Y la última obra que realicé, fue “Hamlet”; pero ya no como actor, sino como
director en un colegio secundario marginal de mi ciudad; claro que hice una
adaptación de la pieza, que consistió en reescribir el texto (surgido de la
comparación con varias de las traducciones a nuestra lengua de la obra
original) de acuerdo al registro actual rioplatense, a la eliminación de
ripios, de personajes y, sobre todo, a una síntesis que llevó la pieza a la
duración de hora y media aproximadamente. Nos fue muy bien y el actor que
representaba al protagonista obtuvo el Premio Revelación en el Festival
Provincial de Teatro.
3 — Teatro y Letras.
ML — Es así. En
la década del ‘80 también hice la carrera de Letras en el Instituto del
Profesorado: Castellano, Literatura y Latín; cursé los cuatro años, pero no me recibí. Me pareció, cuando empecé a escribir poemas “en
serio”, que esa actividad era incompatible con la enseñanza de la literatura.
También porque había empezado a trabajar y, como mi trabajo iba de 7 a 13,
tenía toda la tarde para dedicarme al ocio creativo, o, simplemente al ocio
(que nunca debería faltarnos), cosas que hubieran sido imposibles para mí
siendo docente. Por otro lado, la enseñanza sistemática o programática, nunca
me interesó. Una cosa es dar clase, y otra impartir talleres de lectura o
escritura, donde me sentía más cómodo, porque los contenidos los decide uno, de
acuerdo a las necesidades e inquietudes del grupo, o, de cada alumno en
particular. Sin embargo, mi paso por el profesorado de Letras fue beneficioso
porque me ayudó a leer y entender a los clásicos y además fue allí donde conocí
a mi mejor amigo; que luego se convertiría en un helenista y en un gran
filólogo de la lengua griega y con quien cultivé una amistad que ya lleva más
de treinta años.
Demás está decir que “Hamlet” y “Otelo” son obras eminentemente poéticas e influyeron en mi
decisión de tomar la escritura como una práctica artística, lo que creo se
evidenció en mi primer libro (“El margen
de la aldea”, 1992), publicado en la editorial local del poeta Juan
Meneguín, que me instó a publicarlo, porque yo no estaba seguro de si era un
poeta, ni del valor de los poemas; él me decía que la única forma de validar
esas cuestiones era con la difusión de la obra y que el libro era un paso
imprescindible para cualquier escritor. Además, Juan, me transmitió la gran
tradición de poesía entrerriana, de la que aún conocía muy poco; no lo conocía
a Juan L. Ortiz, por ejemplo, y él me lo leyó por primera vez; también con
Meneguín leí las primeras cosas de la poesía china y japonesa. Justamente a
raíz de un viejo proyecto suyo, el de hacer una Enciclopedia de varios tomos con
todos los autores entrerrianos, se me ocurrió la Sección “Rescates”, donde
aparecen los poetas y escritores entrerrianos insoslayables, aun los
marginados, con una biocrítica y una antología basada en la totalidad de la
obra de cada uno; dirigí esa Sección dentro de la Página Autores de Concordia, que
hacíamos con el narrador Fernando Belottini, y que actualmente sigue on line.
“El margen de la aldea” fue
muy bien recibido por escritores como Carlos Sforza, Marta Zamarripa, Luis Thonis,
Juan Carlos Moisés, y otros; incluso, por poetas como Leónidas Lamborghini (que
me envió una cartita, comparando mi trabajo, generosa y desmesuradamente, con
el de Ungaretti), con quien luego cultivaría un vínculo que duraría el resto de
su vida. Pero en el ‘94 me despedí del teatro con mi versión de “Hamlet”. Sentí la necesidad de optar
entre esas dos artes, el teatro o la poesía. Me di cuenta de que no podía con
las dos, y que la energía apenas me daba para desarrollarme medianamente a
través de una sola disciplina artística. Y elegí la poesía, porque, a
diferencia del teatro, depende exclusivamente de uno mismo; sólo se necesita
lápiz y papel, y ciertas condiciones, desde luego.
Y, volviendo a Leónidas Lamborghini,
no puedo dejar de pensar en un paralelismo fortuito: Juan L. Ortiz lo “saludó”
en su primer libro, “Al público”, de
1957, y lo reconoció de inmediato como un poeta talentoso y con un futuro
prominente. Una coincidencia asombrosa porque —salvando las distancias, claro—,
Ortiz es entrerriano; Lamborghini, porteño; y yo también soy entrerriano; Ortiz
lo felicita a Lamborghini; Lamborghini me felicita a mí; en los dos casos, por
un primer libro; y los dos son mis maestros.
Con Ortiz aprendí a “mirar”: no sólo la
naturaleza, sino cualquier objeto; la mirada contemplativa, que promueve el
desarrollo de una percepción amorosa y de comunión con los seres que nos
rodean, sean animales, plantas o personas. También me marcó su estética
simbolista y, ciertamente, la recreación de los ríos y flora entrerrianos. No
se entra dos veces al mismo río; no se mira el mismo río, después de leerlo a Juanele
(apodo que era para la gilada: los discípulos como Hugo Gola o Juan
José Saer, y los amigos, le decían Juan o Don Juan). No pude conocerlo porque
murió en 1979, cuando yo tenía quince años (y, además, en esa época, ni sabía
que existía; tampoco era conocido en la “poesía oficial”; era un poeta secreto,
marginal, sólo admirado, leído y seguido por un grupo de poetas e
intelectuales).
Claro que las influencias no son sólo
de los maestros, sino de unos cuantos escritores y poetas que conforman ese
núcleo incandescente que te permite generar tu propia escritura, un tono
propio, una voz, por mínima que sea. Desde el punto de vista de las estéticas,
te podría decir que mi poesía es tributaria del objetivismo norteamericano en
confluencia con la poesía del argentino Joaquín Giannuzzi; mixturado con la
línea orticiana, que estéticamente sería lo opuesto: impresionista (aunque,
como sabemos, Ortiz es incasillable). Una suerte de lirismo objetivo y
contemplativo, o algo así. No es uno precisamente el más indicado para definir
el tipo de poesía que escribe.
Fue en 1992, el mismo año de la
publicación de ese primer libro, cuando empecé a coordinar
Talleres de Lectoescritura; y aquí no debo dejar de mencionar a mi mentor en
estas lides, que es el querido amigo y poeta Patricio Torne, con quien hice un
par de talleres, uno de ellos para público en general y otro específico, para
Coordinadores de Talleres Literarios. Con él aprendí
la cosa lúdica de la literatura, y el acento puesto en lo emotivo, en la
transmisión de conocimientos, más que en lo intelectual. Mis talleres
continuaron en forma aleatoria hasta hoy, en sus diferentes modalidades:
grupales, individuales y on line, que
en este momento son la mayoría. Mi trabajo supone un contrapunto entre la
lectura y la escritura. Pongo énfasis en que los alumnos aprendan a leer, y a
leer el mayor número de poetas de todo el mundo (los que resultan casi siempre
desconocidos por los talleristas), como también fragmentos en prosa de escritos
de diversa naturaleza, o textos íntegros. En los presenciales, suelo ser yo
mismo quien les lee los poemas a los talleristas, durante un lapso de la clase;
después ellos continuarán solos la lectura de esos libros u otros relacionados.
La escritura se deriva de la impregnación de esas lecturas; o de otras
motivaciones: música, pintura, ejercicios. Y, finalmente, el análisis en
común y mis correcciones.
4 — Ya participarías en
Festivales.
ML — Sí, empecé con las lecturas en los Festivales o Encuentros de poesía antes de publicar; entre ellos,
el primero que se organizó en Rosario, en 1993 y, antes, en 1989, el Festival
de Poesía Internacional de Buenos Aires, donde leí algunos de los poemas que
integrarían mi primer libro. Fue clave para mí, puesto que allí conocí a la
mayoría de los poetas de los llamados primeros ’90. Y una de las figuras que
sobresalen es la de Daniel Durand, personaje y poeta, con quien cultivé
una amistad de muchos años. Fue otro de mis grandes benefactores. Las reuniones
casuales de poetas en su casa, eran una usina creativa, festiva y lujuriosa.
Las poetas eran constantemente homenajeadas, no sólo con poemas. Con Durand amplié
el espectro de lecturas y, sobre todo, descubrí la poesía en lengua inglesa,
que para mí es la corriente poética más importante de todo el siglo XX, por la
calidad, variedad, diversidad y profundidad de estilos y autores. También con
Durand hicimos algo que ahora resulta poco frecuente entre poetas: nos
corregimos nuestros textos; él me corrigió una sección entera de “Ruido de fondo” y yo le corregí un
poema que se llamaba “Fontenay” y que también integraba
una serie (de la que ahora no recuerdo el nombre), y que luego publicaría. Las correcciones
tenían que estar fundamentadas y justificadas con argumentos convincentes; los
textos iban y venían por mail y muchos versos o palabras eran defendidos a
muerte, y por eso los dejábamos como estaban; pero otros los cambiábamos porque considerábamos que la corrección había
sido acertada. Había que aprender a leer cualquier poema, había que aprender a
leerse y había que aceptar de una vez por todas que un poema sin corrección,
salvo genialidades, no existe. El análisis exhaustivo de un poema para
determinar por qué no funciona o qué cosas hacen que no funcione, o que no
funcione del todo, es otra de las cosas que me dejó “el Dani”.
Tardé nueve años en publicar el segundo libro (“Ruido de fondo”, 2001), en gran medida porque pretendía algo
distinto al primero, que era de una escritura cuidadosamente condensada, pero
contracturada. Y, justamente, lo que yo buscaba era expandir
la voz, escribir versos más largos, poemas más largos. Creo que lo logré. Es el
libro más referenciado que he escrito: hay intertextualidad de poetas como John
Ashbery (traducido, claro), plásticos como Jackson Pollock, y también poemas
que tienen su origen en alguna obra musical de compositores como Claude Debussy,
Aram Jachaturián y Gustav Mahler (si no me olvido de alguno); todas músicas
conocidas —otra vez— a través de mi padre. La música fue un leit motiv
de la casa paterna; no sólo nos conmovía escucharla en familia, sino con amigos
de mi papá que venían a la piecita donde él tenía su estudio y se armaban
grandes discadas a veces hasta la madrugada (otra costumbre que se ha perdido,
la de escuchar música en silencio frente a un buen equipo de audio, con una luz
tenue y con los ojos cerrados, dejando que los sonidos vayan llenando todo tu
cuerpo). La música fue el modo de comunicación
habitual entre nosotros, acaso más que la literatura o el cine, que luego sería
un poderoso aliado en la unión familiar.
5 — Es Lamborghini quien prologa
tu segundo poemario.
ML — Sí. Era un genio
Leónidas. Las conversaciones que mantuve con él en su casa, cada vez que
viajaba a tu ciudad, son de las cosas que me pasaron con la poesía que más atesoro, eran como clases magistrales; en realidad, yo lo que
hacía, sobre todo, era escuchar, como corresponde a un discípulo que sigue a su
maestro. Con él aprendí que aún en la lírica, el poeta no tiene que llorar
(alejarse de la “poesía de la lagrimita”
—decía Lamborghini) y debe moderar sus sentimientos para que, paradójicamente,
lleguen con mayor fuerza al lector. Esto vale tanto para la lírica
contemplativa o reflexiva como la que suelo escribir yo, como para cualquier
tipo de poesía lírica. También aprendí que la parodia, la ironía o el humor
podían ser recursos poéticos. Y que el rigor compositivo
en el manejo del lenguaje es imprescindible. De hecho, la precisión y la
nitidez de la imagen, están entre los atributos que más valoro en un poeta.
También la eliminación de elementos superfluos y de lugares comunes. Otra de
las cosas que me enseñó Lamborghini es que no hay ninguna obra dentro de toda
la historia de la literatura que sea original en el sentido absoluto de la
palabra. Que la literatura es un sistema de correspondencias, por distintas
ramas, desde Homero en adelante. En ese prólogo de “Ruido de fondo”, compara el final de uno de mis poemas más
celebrados (conocido como el del Renault), con el poema más famoso de W. C.
Williams (“La carretilla roja”), que fue otra de mis grandes influencias, junto
con las de Wallace Stevens, T. S. Eliot y Ezra Pound, porque también yo fui un
poeta de los ‘90.
6 — Sigamos con tus libros.
ML — Pasaron seis años y publiqué “Tanque australiano” (2007). El título deriva de esa pileta
circular de chapa que en el campo sirve para darles de beber a los animales,
pero que también se usa para bañarse. Y eso hacía cuando
terminaba mi larga caminata que desembocaba en el “jardín botánico” de
Concordia —bastante más modesto que el de tu ciudad, por cierto—, pero que
tenía en una loma (las lomadas entrerrianas son tan célebres como “la luz”),
uno de esos tanques al que llegaba para refrescarme y meterme adentro durante
un rato largo. Pero fue ahí, en contacto con el agua y la naturaleza, donde ese
espacio se convirtió en algo así como el ombligo del mundo y eso es lo que
traduce el libro.
Y mi cuarto y último libro se llama “Resonancia
de las cosas” (2009). Un par de años después de escribirlo se me ocurrió
esta definición: “La poesía es la
resonancia de algo que está más allá de las palabras del poema.” Y me
parece que ese puede ser uno de los sentidos de este libro. La escritura a
partir de algo que está sonando en la memoria y que las palabras evocan desde
un presente atemporal (no desde el pretérito), como si esas cosas todavía
existieran; y, por otro lado, el tema de los afectos: cómo es que para hablar
de los distintos tipos de amor las palabras no alcanzan; entonces hay una zona
donde el poema entra en el silencio, silencio que, contradictoriamente, es
inducido por las mismas palabras.
En la actualidad estoy trabajando en
dos libros: uno, de ensayos, individual (porque hasta ahora lo que escribí en
ese género sólo ha sido difundido en volúmenes colectivos), que probablemente
publique en el exterior, y donde habrá ensayos, notas, críticas, reseñas, sobre
César Vallejo, T. S. Eliot, Eugenio Montale, Fernando Pessoa, José Lezama Lima,
Enrique Lihn, Ortiz, Lamborghini, Marosa di Giorgio, y muchos más, además de
teorías poéticas y reflexiones sobre distintos asuntos. También vengo escribiendo
el quinto poemario, del cual ya tengo un poquito más de la mitad; te puedo
adelantar el título, que es “Adentro y
afuera”; la idea es publicar ambos el año que viene. Veremos si se dan las
condiciones. El lapso prolongado que media entre la edición de cada uno de mis
libros se debe a que estimo que es mejor no apurarse en publicar; que es
preferible demorarse, antes que publicar un texto del cual en el futuro puedas
arrepentirte; aun así, igual puede pasar, pero dentro de los límites de la
imperfección que ronda en mayor o menor medida toda obra artística. De
cualquier modo, me considero un poeta menor. Y siempre he considerado la
lectura tan trascendente o más trascendente que la escritura. También es cierto
que se publica demasiado. Como sabemos ya hace bastante que en la Argentina hay
más poetas que lectores. Hay muchísimos más poetas que publican que poetas que
leen a otros poetas. Hay poetas que creen que la única poesía valiosa es la que
ellos escriben, o la que escriben los de su círculo y que pertenecen a una
misma corriente estética.
7
— En dos ocasiones participaste en Encuentros realizados en Paraguay.
ML — En 2000 en “Poetas en la Bahía”, Primer Encuentro
Internacional de Escritores de Uruguay, Paraguay, Brasil y Argentina. Fue en
Asunción, organizado por ese delirante visionario que es el poeta Jorge
Montesino, que hasta perdió su casa y su mujer en el camino; pero tuvo la
generosidad de regalarnos dos encuentros extraordinarios. Allí estuvimos
leyendo nuestros poemas y alternando con poetas muy queridos, como Marco
Lucchessi, Patricio Torne, Víctor Redondo, Sonia Tiranti, Douglas Diegues, Dora
Ribeiro, Elder Silva, Hermes Millán, Luis Bravo, Cristino Bogado y Montserrat
Álvarez, entre otros, en un intercambio fraternal y fructífero.
Y en la ciudad de Caazapá presenté el
ensayo “Percepción de la música”, en 2001, dentro de las Jornadas
Internacionales de Arte, Literatura y Pensamiento, en el Segundo (y último)
Encuentro de “Poetas en la Bahía”. El ensayo gira en torno a la música
contemporánea, género muy poco frecuentado por los poetas, más proclives a los
géneros llamados “populares” o a la música clásica, que es su antecedente. El
énfasis está puesto en la dificultad de la escucha de esta música que es, a la
postre, aún más marginal que la poesía y en cómo se podría “limpiar” el oído,
para poder valorarla y disfrutarla. También presenté “Ruido de fondo”, editado por Montesino, en su Editorial Trópico
Sur.
8 — ¿Leites viaja en barcos?...
ML — Aludís a un recital integrado de poesía y música,
presentado hace dieciséis años en el Consejo Profesional de Ciencias Económicas
de Concordia. El nombre del espectáculo es un chiste porque juega con el
apellido del músico que me acompañaba, Martín Barcos; lo que viajaba era, una
vez más, la poesía o la poesía y yo. Consistió en la lectura informal de poemas
inéditos que luego formarían parte de “Ruido
de fondo”, que se iban intercalando con piezas cortas interpretadas por mi
amigo Martín, en saxo tenor, saxo alto y flauta traversa; compuestas en base a
lo que le iban sugiriendo los poemas, en los ensayos. Fue el recital donde tuve
más público, ya que excedió la capacidad de la sala, que es de 200 personas
(había gente de pie en los pasillos y una fila que seguía hasta la puerta de
ingreso al local).
9 — En un cuestionario que
respondiste hace unos años, dejaste picando —propusiste— un par de preguntas
como para responderlas alguna vez. Esa vez llegó, Marcelo: ¿Cuál es la tradición
que influyó más en la poesía del siglo XX en nuestro país? ¿Cómo escribís tu
poema?...
ML — Desde mi punto de vista —y amplío lo que afirmé en
mi cuarta respuesta—, la mayor influencia fue sin duda la tradición en lengua
inglesa, cuyo origen hay que buscarlo en las pioneras traducciones de Alberto
Girri, de poetas como W. C. Williams, Wallace Stevens, T. S. Eliot, Marianne
Moore, Ezra Pound, W. H. Auden, William Butler Yeats, Silvia Plath, Anne
Sexton, Denise Levertov, Elizabeth Bishop, y muchos otros que llegan después
por medio de otros traductores: Philip Larkin, Raymond Carver, Charles Simic,
Mark Strand, Sharon Olds, etc. Eso por la vía de la poesía y, por la vía de la
prosa, las traducciones de Jorge Luis Borges de cuentistas y novelistas
ingleses. Y esa influencia no la veo sólo en la Argentina, sino también, en
países latinoamericanos que en general tienen la mejor poesía del continente,
como en Chile, por ejemplo, o como en Nicaragua, sobre todo con el exteriorismo
de Ernesto Cardenal. La estética de la poesía en lengua inglesa (sea en el
original o traducida) arranca con el imaginismo o imagismo, sigue con el
objetivismo y concluye con el minimalismo, que es —este último—, el modo frecuente
de escritura poética en la Argentina, incluso hoy en día. Con la salvedad de
que unos cuantos tomaron lo peor de los poetas de los ‘90 y del “Diario de
Poesía”, o, dicho de otro modo, no asimilaron la estética del minimalismo; y su
escritura es una mera transcripción de la realidad o un hiperrealismo plano,
sin densidad, intrascendente. Además, hay otras tradiciones en nuestro país,
como el neoclasicismo de los poetas agrupados en torno a la Revista “Hablar de
Poesía”, cuyo máximo objetivo ha sido volver a la métrica (y rima si es
posible) de los viejos poetas españoles y escribir desde ese imaginario;
también el surrealismo, el neoromanticismo y el neobarroco; pero son todas
estéticas minoritarias y que, al menos desde los ‘90, han tenido mucho menor
continuidad.
El poema nace donde quiere y como
quiere. Soy sólo un medio entre un relámpago y la palabra que lo reproduce, aun
imperfectamente. Igual, tengo diferentes procedimientos. El más constante es la
aparición de una imagen que se transforma en uno o dos versos que luego serán
claves en la estructura del poema. Esos versos empiezan a circular por mi
cabeza y probablemente por el resto de mi cuerpo durante unos días. Pasado ese
lapso escribo el poema de un tirón y luego lo someto a un número bastante
considerable de correcciones, hasta que creo que ya no se puede seguir
corrigiendo, sin perder esa frescura y naturalidad que busco siempre. No es
imprescindible un lenguaje sublime o elevado, tampoco un lenguaje bizarro o
bajo; bastaría escribir con un lenguaje fluido y natural, que se parezca al
sonido de una conversación o al canto de los pájaros en el lugar de los
pájaros.
10
— Es a quien tanto se ha consubstanciado con las obras literarias de escritores
comprovincianos consagrados o casi inéditos a quien le consulto por uno de ellos:
Emilio Lascano Tegui (1887-1966) o Vizconde de Lascano Tegui (¿habrás logrado
leer todo lo que publicó?).
ML — Pero desde luego. Justamente, al Vizconde lo leí
íntegramente cuando hice la selección que publicamos en la sección “Rescates”
de la página “Autores de Concordia”. Fue poeta, traductor, diplomático y
periodista. Lazcano se podría pensar como un antecedente de Oliverio Girondo y,
de hecho, está considerado como uno de los precursores de la vanguardia en la
Argentina, porque su obra presenta un desparpajo y una ironía corrosiva
similares. Pero, además, tenía una sutileza y una perversión sorprendentes. A
pesar de sus gestos aristocráticos y de haber frecuentado a la clase alta, en
gran medida gracias a sus dotes como cocinero, fue un escritor marginal,
redescubierto muchos años después de su muerte. Era un personaje con un humor
delirante, un bon vivant, un hombre
de mundo, que viajaba constantemente, que publicó su primer libro, “Blanco”, como respuesta al “Azul” del modernista Rubén Darío, el
poeta oficial del momento; lo firmó como Rubén Darío (h.) y se lo mandó a su
“padre”, quien no sólo se divirtió, sino que gustó de sus poemas. Pero además
lo hizo porque cuando procuraba publicar con su nombre, las editoriales lo
rechazaban. Lascano Tegui está lleno de ese tipo de anécdotas jugosas; de
hecho, no era Vizconde. El poeta Lysandro Z. D. Galtier, su amigo, cuenta en un
discurso de homenaje reproducido en el diario “Clarín” (27/4/1967), el origen
del seudónimo: “Encontrándose con Fernán
Félix de Amador en un gran hotel de Egipto, en cuyo salón de estar la mujer de
un embajador extranjero era exageradamente agasajada por personas de alto rango
y abundantes títulos nobiliarios, se le ocurrió por broma a Amador estampar con
holgada y clara letra en la portada del Baedeker que llevaba como guía de
viaje, esta firma: Vizconde de Amador, y dejarlo en una mesa próxima al lugar
donde se encontraba aquella dama, quien no pudo con su curiosidad y al advertir
en la guía olvidada la firma que dije, lo llamó: ‘Vizconde de Amador: esto es
suyo’. Amador le besó reverenciosamente la mano; le agradeció. Lascano Tegui,
que se encontraba al lado de Amador, adhería a aquella reverencia cuando la
dama de la anécdota le inquirió: ‘¿Es acaso usted también vizconde?’ A lo que
el poeta afirmó rotundamente: ‘Sí, señora, soy el Vizconde de Lascanotegui’...
De ahí el origen del título nobiliario que el poeta habría de utilizar desde
entonces como seudónimo.” Otra de las cuestiones polémicas es que, según algunos
documentos, no sería entrerriano, ni argentino, sino uruguayo de nacimiento.
Sin embargo, creo que todo eso importa menos que su obra; o, mejor dicho, que
si su obra no tuviera el peso que tiene, se lo habría olvidado. El peso está
dado por el lenguaje, revolucionario para la época (todavía parece actual) y
por la “originalidad” de los temas y los recursos formales, sobre todo en los
libros de prosa poética: “De la elegancia
en el arte de dormir” (1925) y “Mis
queridas se murieron” (1931), calificados por un crítico como una poética
de la voluptuosidad; se trata de dos de sus obras más significativas. Cómo
sería de marginal el Vizconde que esas primeras ediciones estaban olvidadas en
las bibliotecas, y no se habían reeditado; yo no lo conocía, y fue gracias al amigo
Gastón Gallo, que las reeditó en la editorial Simurg, en 1997, cuando lo leí
por primera vez.
11
— “…lo que buscamos desesperadamente es
la belleza, sea lo que fuere la belleza…”, afirmás concluyendo tu análisis
de “El arte de mal-decir” de Liliana
Díaz Mindurry. Extrememos: ¿qué será la belleza?
ML — Bueno, en principio, opino que se trata de una
pregunta retórica. Como preguntar “¿qué
será la poesía?” o “¿qué será la felicidad?”.
Porque es más bien una sensación física, ¿verdad?; difícil de traducir a un
lenguaje racional. Pero no imposible, claro. Un gran narrador y poeta, Juan
José Saer, en su ensayo “El río sin
orillas” —así denominado por el Río de la Plata—, afirma (cito de memoria)
que cuando miramos un determinado paisaje y nos deslumbramos por su belleza,
nos quedamos sin palabras, salvo por los adjetivos (que son lo más pobre que
tiene una lengua, ¿no?); sin embargo, —dice— hay una serie de elementos que
están dentro de nuestra percepción —cómo reverbera la luz sobre el agua, las
sombras, la intensidad del viento, el movimiento ondulante del río, las formas
del follaje, las especies de árboles y el tono del verde de sus hojas, etc.—,
que hacen que impacten exactamente de esa manera en nuestros sentidos. Eliot
habla del correlato objetivo en un sentido análogo, pero aplicado a la
escritura. En fin, creo que no importa demasiado cuál es el significado de la
belleza; porque sentimos la belleza o no la sentimos; y, si no la sentimos, el
mundo se vuelve infinitamente más pobre. Como dice el maestro norteamericano: “Es difícil obtener noticias de los poemas /
aun cuando los hombres mueren miserablemente todos los días / por carecer / de
lo que se encuentra allí.”
12 — Desarrollaste en Facebook desde 2009
—tengo entendido, nunca estuve en Redes— una labor bastante impresionante
(¿hasta hace poco?).
ML — Sí, Rolando, gracias. Me fui del face hace no mucho. Fueron varios años
de aportes ininterrumpidos; la idea era utilizar el muro del face como plataforma literaria; y así lo hice. Al
principio posteando sólo poemas, a la manera de la biblio; pero a diferencia de ésta, sólo uno o dos poemas de cada
autor, y cortos, o no muy largos. Después los acompañé con imágenes
ilustrativas, cuando lo consideraba oportuno; más adelante, agregué
pensamientos, refranes, cuentos cortos, fragmentos de novelas, de ensayos, de
filosofía, de psicología, de ciencia. Cada día publicaba unas seis entradas
promedio. Después se me ocurrió despedirme de mis lectores (pocos, pero
calificados lectores, la mayoría poetas, claro), todas las noches, con música.
Entonces efectuaba una selección generosa de cada músico o compositor. La idea
era sintetizar las diferentes etapas de un artista en algunas obras o canciones
(de seis a veinte, pongamos) y con estilos tan diversos como corresponde al
eclecticismo propio de mis gustos. Después se me ocurrió hacer lo mismo con los
artistas visuales; así fue como desfilaron plásticos, escultores, fotógrafos,
cineastas. Un artista por día, de cada disciplina. También armé otra sección
que se llamó “Un poema y una crítica”; y otra que se llamó “Adagios”, que
consistía en conformar una antología de frases, dichos, apotegmas, refranes,
reflexiones de distintos artistas, humoristas o pensadores. También generé
debates que obtuvieron cierta repercusión porque participaban muchos poetas en
la devolución de un cuestionario que establecí en base a distintos temas
relacionados a la creación poética. Todo eso fue en los primeros años; después
los visitantes de mi muro fueron mermando, hasta quedar unos pocos fieles, que
eran seguidores, también, de la Biblio; y, en consecuencia, fui mermando las
publicaciones y desanimándome cada vez más. Pero, en fin, fue un lapso muy
intenso, de búsquedas y lecturas de todo tipo, de las cuales el principal
beneficiado fui yo y unos pocos lectores. Considero que la devolución que tuve
fue incomparablemente menor al tiempo, la dedicación y el esfuerzo que me
demandaba mantener el muro con la calidad y la cantidad de publicaciones que
pretendía; eso, más la censura, que sufrí en seis oportunidades; y, sobre todo,
el tiempo que le restaba a mi propia escritura y a mis otras actividades,
fueron los principales motivos para desactivar mi cuenta y borrarme del face. Por otra parte, lo que ocurre adentro
del face no difiere demasiado de lo
que ocurre afuera: en el “ambiente” literario. Cada día que pasa me convenzo más
de que sólo dos cosas resultan gratificantes, vitales e imprescindibles: el
proceso y la escritura del poema ANTES de que sea leído; y la lectura generosa,
desinteresada e infinita de poemas no escritos por uno, que quizá siga siendo
uno de los pocos motivos válidos para dejar de escribir o para no escribir demasiado
y, mucho menos, publicar demasiado. TODO lo demás: la editorial, la publicación
del libro, la presentación, los recitales, los festivales de poesía, las
revistas de poesía, los blogs y páginas virtuales, las críticas, los elogios,
la inclusión o exclusión de algún grupito, la difusión, e incluso todas las
redes sociales, son aleatorios y muchas veces dependen de relaciones espurias,
de vínculos oscuros, de intercambios miserables, del posicionamiento que tenga
el poeta en el ambiente y de los que buscan desesperadamente figurar en el
podio o bronce, y hasta son capaces de vender su alma al diablo con tal de
lograrlo. No es precisamente por buena fortuna que en nuestro país haya poetas
sobredimensionados y otros, olvidados o no reconocidos.
Es desalentador advertir a los
mediocres que odian o envidian a los que se ganaron el lugar que ocupan
merecidamente; lugar que ellos jamás podrían ocupar porque no les da el cuero; ver
a los que se destacan tratando con cierto desprecio o indiferencia a los que
recién empiezan a escribir; notar que a veces se aplaude más el circo, el
autobombo, el sentimentalismo y la ignorancia que la calidad de un poema; para
no mencionar “la moral del codazo” de la que hablaba Juan L. Ortiz, y que sigue
tan vigente como entonces: las trenzas, la devolución de favores, las
arbitrariedades, la corrupción de algunos de los Festivales de poesía más
importantes de la Argentina, etc. etc. etc. Aclaro, nobleza obliga, que no
pretendo con esto bajar línea o establecer un juicio moral; cada uno sabe lo
que hace. Tampoco yo soy totalmente del color del trigo; pero lo que sí estoy
poniendo en tela de juicio son los sistemas de legitimización que posee la
literatura en nuestro medio, donde últimamente pareciera que la estética o la calidad
de una obra fueran elementos insignificantes y anacrónicos. Todas esas cosas
que suceden hacen que uno se repliegue, no sólo del face, sino también, del mundo, en general.
13 — Julio Anselmo (Diario “El Litoral” de Santa
Fe, 12.9.2009) destaca de “Resonancia de
las cosas” dos versos: “secreta
complejidad / de lo simple”. ¿En qué narradores hallás que se cumple esa
secreta complejidad?
ML — Bueno, en principio no pensaba en narradores, sino
en poetas. Y la encuentro en varios que admiro: Fabio Morábito, José Watanabe,
Oscar Hahn, César Fernández Moreno, Nicanor Parra... Pero ahora que vos lo
planteás, Rolando, es un estilo que se puede detectar también en narradores,
justamente, los que más se acercan a la poesía: Marcel Proust, Franz Kafka, J.
D. Salinger, Paul Auster, Haruki Murakami, Alessandro Baricco, Juan José Saer y
Marcelo Cohen, entre otros. Considero que los principales recursos para llegar
a ese “estado de total simplicidad / que
cuesta simplemente todo” (según Eliot), dentro de la escritura, son: la
visualización, la precisión, la transparencia, el relieve y la concentración.
14 — Cuando
Santiago Espel presentó públicamente en octubre de 2009 el poemario del que me
surgió la pregunta anterior, adujo que ese libro fue a él con “la resonancia de ese sonido que viene de
muy lejos en forma casi imperceptible y desaparece de la misma manera.”
¿Sonrisa del gato de Cheshire, sapito
sobre el agua o chapoteo de castor en el barro?...
ML — Interesantes esas imágenes vertidas por Espel en su
presentación de “Tanque australiano”, están muy bien, estoy de acuerdo.
También se puede comparar con el famoso haiku de Basho, ¿no?: “Un viejo estanque; / al zambullirse una
rana / ruido de agua”. El concepto de “resonancia” es bastante polisémico.
En primera instancia, pensé en la manera en que las cosas “resuenan” en la
memoria y qué recorte hace la consciencia, al transformarlas en escritura. Se
trata, también, de lo que en teatro se denomina “memoria emotiva”. El poema
busca captar un instante tan fugaz como la felicidad, pero que permanece en la
memoria, como un ostinato en la música.
15 — Poemas tuyos fueron incluidos en
muestras antológicas de revistas.
ML — Sí; en algunas pocas. Destaco especialmente “El
Poeta y su Trabajo” (Nº 29, de 2008), cuyo director era el poeta argentino Hugo
Gola, quien residió muchos años en México, el que con anterioridad dirigió
otra, que se llamaba “Poesía y Poética”; ambas cuentan entre las mejores del
género en Latinoamérica. El Consejo Editorial estaba integrado por los poetas
mexicanos Juan Alcántara, José Luis Bobadilla, Iván García López, y la
querida Tania Favela Bustillo. Recuerdo la
calidez del maestro Gola cuando me hablaba por teléfono desde México (habremos
hablado una decena de veces, en el transcurso de los años) y cómo había asimilado
el legado de Juan L. Ortiz; cada vez que nos comunicábamos alguna lección me
dejaba, ya sea en el modo de “pararme” en la literatura, como en cuestiones de
estética; pero también de ética, una palabrita que parece no existir dentro de
las nuevas generaciones de poetas (y, a decir verdad, en muchas de las viejas,
tampoco).
Además, estoy en “El Augur
Mediterráneo” Nº 8-9 (1993), que dirigía Jorge Montesino en Paraguay. Los
consultores eran: Montserrat Álvarez, Hernán Jaeggi y Mara Vacchetta Bogino.
Nucleaba básicamente a poetas del Paraguay, Brasil, Uruguay y Argentina. En el
número referido, también había poemas de Miguel Ángel Fernández y Ramón
Corvalán (Paraguay) y Manuel Bandeira (Brasil); en “Borrón y Cuenta Nueva.
Revista de Cultura Entrerriana”, Nº 4 (1998), cuya sección literaria estaba a
cargo de
Luis Alberto Salvarezza, en Concepción del Uruguay; allí en compañía de Héctor
Izaguirre (crítico de la vieja guardia muy reconocido en mi provincia),
Graciela Paoli, Rubén Darío Roude y Laura Erpen; con mi poema inédito “Otoño”, en la revista mexicana “Blanco Móvil”, cuyo Nº 124, de 2013, estuvo dedicado a “Poetas y
narradores del Interior de Argentina”
e incluye textos de treinta poetas (Leonardo Martínez, Elena Anníbali,
Santiago Sylvester, Juan Carlos Moisés, Alejandro Schmidt, Jorge Spíndola,
Eliana Drajer, Hernán Jaeggi, Ricardo Costa, Mariana Vacs…) y doce narradores
(Angélica Gorodischer, Patricia Severín, Susana Romano Sued, José Gabriel Ceballos,
Lilia Lardone, Selva Almada, Gloria Lenardón…) originarios de las provincias de
Santa Fe, Entre Ríos, Corrientes, Mendoza, Buenos Aires y de la Patagonia.
16 — Uno de los personajes de la
novela “El mundo deslumbrante” de
Siri Hustvedt, afirma: “Todos somos
culpables de mantener los estereotipos.” ¿Con qué asociarías a partir de
esta frase?
ML — No conocía la frase de Siri, tampoco la novela
donde está incluida; pero entiendo que quiere decir que en el habla cotidiana
la sociedad se maneja con frases o lugares comunes, sin cuestionarlos; lo que
no acuerdo con ella, es que, por eso, la gente deba sentirse culpable. La culpa
es una idea cristiana que rechazo enérgicamente. Uno comete errores, pero no es
culpable (salvo cuando se trata de un delito penal). En todo caso, son
estereotipos que impiden que la gente se comunique desde otro lugar; por
ejemplo, ese lugar que buscan los poetas, para evitarlos, justamente.
17
— ¿Le damos todo su lugar a la
Biblio?
ML — Aquí no puedo dejar de
mencionar a otro de mis benefactores, una mujer en este caso: la entrañable
poeta Selva Dipasquale. En 2007 compartimos un proyecto que consistía en una
encuesta para determinar estadísticamente si la gente leía poesía en
nuestro país; cualquiera que no fuera poeta podía contestar; la cuestión es que
el blog de Selva (que después eliminó) se llamaba “¿Ud. lee poesía?”. Otra de
las intenciones fue que las personas incorporen a otros poetas que no
fueran Mario Benedetti o Pablo Neruda, dentro de sus lecturas; y ahí es donde surge
“Ud. lee poesía2”, que después fue rebautizada y adquiriendo,
progresivamente, la forma que ahora tiene. Me gratifica por el bagaje de lecturas que he adquirido
desde su origen; porque la lectura en profundidad de los grandes poetas te
ayuda a ubicar en una dimensión más justa tu escritura. Fijate que yo no me he
incluido como poeta. Deliberadamente, porque una de las razones de mi rechazo a
los blogs que recién empezaban, eran los blogs de escritores que se auto
promocionaban, se auto alababan todo el tiempo y contaban todo lo que habían
hecho desde que se levantaban hasta que se acostaban; lo que pensaban, lo que
miraban, las minas que se habían garchado y publicaban lo que habían escrito,
cada dos minutos, aunque fuera una porquería, etc. Y yo quería hacer algo
completamente diferente. No hablar de mí ni de mis poemas; por eso tampoco
tengo un blog personal. Mi objetivo era difundir la obra de los otros, en un
arco que fuera lo más amplio posible; algo así como una pequeña biblioteca de
Alejandría de la poesía. Y creo que tan mal no me ha ido. Se trata de un blog
que ha sido reconocido por distintos medios —nacionales e internacionales— como
insoslayable en el habla hispana. Tiene un promedio de 120 visitas diarias, e
incluye poesía de todo el mundo, también ensayos, algo de narrativa y música,
con más de 4.000 entradas; sólo en el último mes fueron visitadas 20.000
páginas. En la mayoría de los casos, la fuente de la Biblio. proviene de libros
de mi biblioteca privada; pero en ocasiones, los poetas también me mandan sus
obras, por correo postal o en Word, o de las dos formas. La Biblio. cuenta con
colaboradores que han tenido la gentileza de traducir poesía en lengua inglesa,
italiana, francesa, griega o rusa, especialmente para la biblioteca, y que publiqué
en forma bilingüe; como hago cada vez que publico poemas en otra lengua, por
razones obvias. Además, hubo aportes de poetas que yo no conocía, de una
determinada zona del país, como los cordobeses que me pasó María Teresa
Andruetto o los de la provincia de La Pampa, que me pasó Sergio De Matteo;
también los uruguayos que compiló Martín Palacio Gamboa, en su antología; y
poetas mexicanos de los que supe a través de Iván García. Hay colaboradores que
ya no están, otros que participan en forma esporádica, como Abril Chamorro,
Sandra Gudiño, Catalina Boccardo y Marina Kohon; y otros, que lo hacen en forma
permanente, como Valeria Cervero, cuya contribución consiste sobre todo en
facilitarme libros de poetas argentinos editados recientemente; o Cecilia Figueredo,
poeta que ha ilustrado el blog, con sus fotografías. Por lo demás, trabajo
absolutamente solo, con un criterio que estimo riguroso en cuanto a la
selección del material que voy a publicar o que voy a dejar afuera. El criterio
va de lo legible, a lo excelente; lo que considero que está cortado en versos y
publicado como poemario, pero que contiene textos que no son poemas, no lo
publico; tampoco publico poemas regulares o mediocres; por supuesto que esto
depende de mis gustos personales; pero también de un background muy grande de
lecturas que me permiten determinar con cierta objetividad, cuándo un poema es
bueno y cuándo es malo; y los matices que hay en esa especie de “jerarquía”,
para darle a cada uno el espacio que creo se merecen. Otra cuestión que tengo
en cuenta a la hora de elegir el material es respetar, en principio, todas las
estéticas e incluir poetas muy diferentes entre sí, a veces con estilos
confrontados, pero cuya calidad considero por igual, incluso cuando ninguna de
ellas sea la estética a la que yo adscribo en mi escritura o en mis propias
lecturas. Lo que te quiero decir es, lisa y llanamente, que a veces subo poemas
que no están dentro de mis gustos personales. Creo que ese eclecticismo es
imprescindible en el arte. O, al menos, lo es para mí. Porque amplifica la
percepción y, en definitiva, nos enriquece como lectores.
Respecto a la selección antológica,
si bien no hay nada mejor que leer el libro entero de un autor (lo cual hago
antes de quedarme con los poemas que considero más logrados), hay en esta elección
un recorte: recorte que juzgo necesario en esta época. Vivimos atiborrados de
información, y la literatura no es la excepción. La semana pasada estuve
“limpiando” una biblioteca digital que tenía grabada en un DVD: libros
completos de narrativa, ensayos y filosofía. Eliminé por lo menos el cuarenta
por ciento, no sólo porque algunos no me gustaban o me parecían malos, sino
porque se trataba de materiales que no voy a leer nunca, ni siquiera por
curiosidad. Porque, aunque uno quiera, no puede leer TODO lo que existe; para
bien o para mal, estamos condenados a elegir; así que el recorte, la selección
o la antología, la hacemos siempre, de una u otra manera.
Para terminar, sólo me resta
felicitarte cálidamente, Rolando, por este trabajo minucioso y exhaustivo que
te has tomado, para realizar esta entrevista, cosa nada frecuente con el
desarrollo que vos le das, por lo menos acá, en la Argentina. Nunca me hicieron
tantas preguntas sobre el oficio y nunca hablé tanto sobre mis actividades
artísticas. Así que mi agradecimiento y pudor, por partida doble. Ojalá
encuentre a sus lectores. A sus pacientes y nunca tan bien ponderados lectores.
*
Marcelo Leites selecciona poemas
de su autoría para acompañar esta entrevista:
MUERTE DEL PINO
III
Todo nuestro trabajo
no es sino subir y bajar
peldaños
de una escalera
interminable
(de “El margen
de la aldea”)
*
DESDE LA COSTA
V
A veces llegamos al río sin habernos movido
del lugar que ocupamos en nuestra mesa
y las costas, la arena que contiene el agua,
algún pez muerto y todo el paisaje
parecen estar dentro de uno.
Salir se vuelve entrar a lugares habitados
tantas veces por todos
que hay pocos lugares deshabitados.
Uno de ellos es el alma
donde casi no llegamos
y cuando lo hacemos
entramos en puntas de pie.
(de “El margen de la aldea”)
*
LA MÚSICA PERDIDA
I
Algo resuena en tu cabeza ahora, cuando ya la
noche
ha dejado atrás las estrellas y los paraísos
sombrillas
se cubren de una fina pátina blanca.
Algo resonaría sin duda, desde el fondo de un
naufragio.
Viene en oleadas un fox-trot envolvente desde
un salón
iluminado por arañas fantásticas
y se deslizan como seda los pies de los
bailarines
en cerámicas con dibujos orientales.
No se trata del vuelo que engendra la danza
o el cuerpo a cuerpo de una pareja abrazada
que inventa otro idioma en voz baja.
Ni exactamente de la música ni del olor
de perfumes franceses sabiamente combinados con
la alta
cocina que impregna el ambiente. Ni de
suntuosidad
a la manera de una Serenata a la luz de la luna.
Más bien es la resonancia de todos esos
elementos
que ahora se mezclan en tu cabeza.
El recuerdo de algo ocurrido en otro espacio
y en otro tiempo y la certeza
de que en realidad nunca estuviste ahí.
Mientras tanto, el fox-trot continúa
habría continuado dejando escuchar el glamour
de vasos de champagne entrechocándose
y un poco más apagados risas
y rumores de conversaciones intrascendentes.
Tampoco se trata de pertenecer
a una clase de gente que siempre te ha dejado
afuera.
Se trataría de un lugar de la memoria
en el que alguna vez estuvieras, al sesgo, como
los chicos
detrás de la puerta de un mundo que no los
contiene
o como una vez escucharas el blues por la
ventanita
del sótano de un pub donde un negro tocaba el
saxo
Cerca de
la medianoche y el sonido se llenó de un humo
que hubieras querido respirar.
Sí... entonces mirabas la escena, y la fiesta
comenzaba para vos cuando todos se habían ido.
Entonces ciertas mujeres se convertían en
Afroditas
que te incitaban a una gesta alucinógena.
Pero nadie te invitó nunca a ninguna fiesta
aunque esa música todavía resuene
como la letanía de un canto gregoriano,
aunque el olor del coriandro y el sabor de las
uvas
y una negra al son de La vie a rose
te digan que todavía estás ahí.
(de "Ruido
de fondo")
*
TANQUE AUSTRALIANO
I
Y una noche de luna llena
pegamos la cara en el espejo
entramos descalzos a la noche
y sin saber qué esperar
bajamos al tanque australiano
bajamos despacio
deslizamos por las paredes de chapa
los cuerpos desnudos.
Los pies agitan el agua,
un estanque en medio del desierto.
No hay desacuerdos,
un entendimiento tácito entre nosotros.
Nos basta con estar dentro del tanque
y mirar las estrellas.
La conciencia se aquieta y respiramos
el mismo aire que respiran los caballos
en el campus militar de enfrente.
Disparos de rifles sacuden el letargo,
enfrente.
—Son sólo tiros al blanco.
—Pero suficientes como signo de época.
Y bajamos todavía más, casi tocamos el fondo
y contuvimos la respiración bajo el agua
y vimos algas y hojas sumergidas
y sedimentos y escuchamos
el sonido atemperado del mundo
y más y más navegamos en nuestro tanque
y giramos una vez y otra vez
por las paredes de chapa y en cada giro
algo nuevo veíamos
y un nuevo canto oíamos.
—Ése que está adentro del sauce
es Juanele.
—Y al costado está el filodendro que plantó
Veiravé.
—Y el que parece un árbol de letras, ¿quién es?
—Ah... Leónidas viajando aún en su capuchón.
—¿Ves también los sembrados y los pescadores
mirando más allá del espinel?
—Sí, pero lejanos, casi inalcanzables.
Y había también sirenas, las mismas sirenas
de Ulises cantaban un canto de opio
y desaparecieron cuando quisimos tocarlas.
Flotando en el agua del tanque
vimos la ciudad inclinada entre la villa
y las luces de neón y las pantallas ciegas.
Y vimos los ejércitos de hormigas
que durante años llevan sobre sus hombros
los ladrillos para construir su casa
antes que el veneno las liquide
antes que el país las expulse
definitivamente.
Sentados en el borde del tanque
nuestra mirada horadó los pastos,
los árboles y el río lejano.
Y nuestra mirada seguirá horadando
escrutando entre la niebla
las partículas de polvo en el aire
y el sol que anuncia el fin del día.
(de “Tanque australiano”)
*
ECO
Para Joaquín
Multiplicada rebota en el cemento.
Los aros no la contienen.
Pica, repica, pica pica repica.
El sonido de la pelota atraviesa
la cancha y se propaga
más allá del juego.
No estoy pendiente del todo
de los puntos ni del resultado.
Veo tus piernas llevando
ventaja en la carrera
hacia la meta esquiva:
La exacta combinación de velocidad
y detención, los cambios de ritmo,
los pases precisos.
Te veo defender el balón
con uñas y dientes,
encestar cada pelota
como si jugaras el último campeonato.
Puedo ver esos gestos
como la única manera
de pararte frente al mundo.
Y puedo verme con el mismo impulso
pero ya no sé dónde ni cuándo
perdí el último partido
ni cuándo ni dónde volví
a ponerme de pie
como ahora lo hacés vos
para recuperar el equilibrio.
Repica, repica pica pica.
(de la
serie “Constelaciones” de “Resonancia de las cosas”)
*
SI...
Si supieras hasta dónde llega la mirada,
y cómo se unen las raíces en el jardín,
cuánto necesita la tierra de la lluvia.
Si supieras que el aire para respirar es uno
solo
y una el agua pura necesaria para vivir,
si supieras que los árboles crecen aún bajo la
sombra
y que cada flor tiene un aroma único
pero sin embargo son todas necesarias.
Si supieras que la vida no es un film en
tecnicolor,
pero tampoco en blanco y negro
y a pesar de eso la sangre sigue corriendo
en una sola dirección;
si pudieras olvidar esa musiquita minimalista
que suena cada tanto en una radio lejana
y que tan poco tiene que ver con la música
que suena en nuestra cama de cedro.
Si pudieras separar la paja del trigo
y el árbol del bosque
y beber de la sola fuente de luz,
esa que sale de las manos juntas.
Si dejaras que los pájaros levanten vuelo
sabiendo que igual todos los días
vuelven a trinar bajo la ventana;
entonces, podrías darte cuenta
de que el único nombre
que pronuncio
es el tuyo.
(Inédito)
*
Entrevista realizada a través
del correo electrónico: en las ciudades de Concordia y Buenos Aires, distantes
entre sí unos 420 kilómetros, Marcelo Leites y Rolando Revagliatti.