lunes, 21 de noviembre de 2011

Nemesio Martín Román- Arias, Provincia de Córdoba, Argentina/Noviembre de 2011

Las pruebas[1]


Poco después de medianoche el vibrante estruendo de la campanilla profanó impiadoso la silenciosa quietud reinante. Duró sólo unos segundos, el tiempo indispensable para que Watson pegase un brinco y recuperado del sobresalto tendiese la capa sobre sus hombros y emprendiera una alocada carrera escaleras abajo hacia la puerta de calle. Al salir sintió el azote gélido de la ventisca, giró la cara buscando protección y entonces vio al hombre agachado junto a la acera, aguantando estoicamente las ráfagas del viento. Parecía agotado, sin duda su aspecto maltrecho se debía a una prolongada exposición a la intemperie. 
-Holmes… Holmes… -Su voz era extremadamente débil, casi imperceptible. 
Watson, sorprendido, le ayudó a incorporarse y lo condujo prestamente a una sala de la planta inferior. Batió las palmas, en respuesta apareció la señora Hudson, quien de inmediato se ofreció a preparar una infusión caliente para reanimar al visitante y ayudarle a reactivar la circulación. Mientras el desconocido sorbía el té, clavó en él la mirada; le resultaba familiar, había visto a ese hombre en algún sitio, estaba seguro. Pero… ¿dónde, cuándo? 
En pocos minutos, el calorcito del hogar más el té con unas gotas de licor (destilado por la casera, según receta propia y secreta), repusieron sus energías.
-¡Holmes…! ¿Dónde está Holmes? –Balbuceó al fin, casi ahogado por la tos. 
-¡Cálmese, buen hombre! ¿Para qué lo busca, qué necesita? Holmes no está en estos momentos –adujo el compañero del investigador-, puedo recibir su mensaje y transmitírselo.
(En realidad, desconocía su paradero, hacía una semana que el detective obraba de manera extraña; iba y venía a cualquier hora sin soltar prenda. En cierto momento, acuciado por su insistencia, argumentó: “Querido amigo, oportunamente se enterará de todo”). 
-Es un asunto extremadamente delicado… -el tono del desconocido demostraba su intensa conmoción- robaron la colección de gemas de Lord Whitelock, justo hoy que debían ser embarcadas hacia el continente.
-¿Cómo, cuándo…? –La voz sonó una octava más alta de lo habitual.
-Esta noche, hará una hora a lo sumo. Apenas descubierta su falta corrí para avisar al señor Holmes, tengo órdenes de comunicarle cualquier contingencia.
-Bien, echaremos un vistazo, ¡vamos! 
Watson marchaba en pos del extraño individuo rascándose la cabeza. “Juraría que conozco a este sujeto –meditó- pero… ¿quién diantres puede ser…? 

Siguiendo las pisadas por la empinada cuesta llegó hasta la enorme mansión, se detuvo ante la puerta, aspiró hondo para reponer el aire de sus pulmones y una vez normalizada la respiración golpeó varias veces con la aldaba de bronce. Tras una considerable demora fue recibido por el palafrenero, individuo barbudo y de aspecto rudo que, contrariando su apariencia, lo atendió con suma cortesía. 
-Señor, pido disculpe mi intromisión, una poderosa razón me obliga a molestarle a esta hora, pero me es perentorio saber si alguien llegó a la casa durante o después del temporal.
-No excelencia, me levanté hace un par de horas a causa de la tormenta y puedo asegurar que excepto usted nadie traspuso ese umbral.
Watson observó todo con ojo crítico. La entrada estaba al extremo de una larga galería sobre cuyas paredes laterales convergían varias puertas; al avanzar guiado por el peón vio un pequeño charco y buscó su origen, algunas prendas colgadas de un rústico perchero se escurrían lentamente; en el suelo, contra la pared, divisó un par de botas, también mojadas. “Las han usado recién sobre la nieve –pensó-, por eso están mojadas y limpias”. Instintivamente comparó su tamaño con las pisadas seguidas desde el almacén del puerto; muy bien podrían concordar. 
-Debo revisar los caballos cada tres o cuatro horas, ¿vio? –El hombre lo guió hasta una puerta al extremo opuesto, la abrió e indicó los establos-. Ése de la derecha, el oscuro, es King, ganador del Gran Premio de Europa, requiere un trato especial, no hay un pura sangre que se le iguale –dijo orgulloso, señalando a un animal de reluciente color azabache. El médico analizaba en tanto cada palabra, lugar u objeto. Estaba absolutamente seguro, el ensamble global de lo visto y oído aportaría la solución.
-Señor, hace mucho frío, pase a este ambiente más agradable –dijo, conduciéndolo a una estancia contigua-, traeré una taza de café, le vendrá de perlas para entrar en calor, aunque aquí la temperatura es ideal, en esta sala se elabora el pan, ¿sabe? Precisamente mi esposa acaba de hornearlo, -señaló una cesta grande llena de panecillos y salió en procura del café prometido. Watson lo siguió con la mirada y luego tomó un pan de la canasta. “Está frío –meditó-, ¡qué extraño… si lo acaban de cocinar…!”
Algo no andaba bien, recordó la indumentaria y las botas, presentaban detalles incongruentes. ¿El primero?, las prendas mojadas. Para ir a las caballerizas, comunicadas con la galería en forma directa, no era preciso salir ni cambiar de ropa. ¿El segundo?, las botas limpias. En contraposición, el piso de la cuadra que albergaba a los animales estaba cubierto de estiércol. De esta observación se desprendía que las habían usado en el exterior, contrariando la versión del caballerizo; alguien había ingresado a la mansión hacía muy poco. Indubitablemente, ese hombre mentía; ¿por qué?

Mientras descendía rumbo al puerto, varios interrogantes revoloteaban en su mente, ¿conseguiría responderlos para arribar a la solución del enigma? Era sumamente optimista. Sin embargo, para afianzar su hipótesis debía realizar ciertas comprobaciones. Llegó al almacén, ¡justo a tiempo! Frente al establecimiento estaba el carro del panadero, preguntó por él al recepcionista, éste asintió con la cabeza y fue a buscarlo a las dependencias interiores. 
-Dejó nuestro pan y se marchó, estará proveyendo a las embarcaciones en el amarradero. –Dijo al regresar, con el desaliento pintado en la cara.
Watson dio las gracias y partió presuroso, temía llegar tarde. Al aproximarse, sonrió al ver cómo el anciano mal entrazado, con un parche sobre el ojo derecho, se desvivía intentando mover el enorme cesto y ante la imposibilidad de hacerlo fue a solicitar ayuda a un jovencito que estaba a pocos metros, apoyado en un tonel. El médico contempló al viejo, creyó conocerlo, había en él algo familiar… de pronto recordó su misión y palpó uno de los panes, “¡están tibios…! son los que horneó la mujer del palafrenero –coligió-, empiezo a ver claro”; se apartó presuroso, el tuerto regresaba con el chico.
Entre ambos arrimaron la cesta, le ataron una cuerda suspendida de la nave y en pocos segundos estuvo a bordo. Durante la maniobra uno de los panecillos salió rodando y quedó tras unos fardos; Watson lo tomó con disimulo, era la prueba que necesitaba, al fin la fortuna le sonreía. Con la agradable sensación del triunfo, el antiguo médico militar se dirigió al puesto policial portuario y expuso su versión de los hechos.
-Deben evitar la partida de esa embarcación, lleva las joyas robadas, están camufladas en los panes… el anciano tuerto es uno de los cómplices… Cortó su perorata asombrado al ver entrar a Holmes al recinto.
-Hola, Watson…
-Sherlock, ¡qué suerte! Llega en el momento exacto, hay que detener ese barco… están a bordo las gemas de Lord Whitelock, se las llevan; mire, acá tengo la prueba –mostró ufano el panecillo- esto justificará lo que digo.
-Veamos, -el detective lo cortó al medio con precaución; efectivamente contenía algo, se lo alargó a su compañero-. ¡Tome, revíselo, Watson!
Éste extrajo y terminó de desenvolver un papel; estudió su contenido y se puso pálido. Una seña de Holmes lo conminó a reiterar la lectura, esta vez en voz alta: “Estimado Watson, deberíamos conseguir el licor que me dio nuestra casera en el té, es exquisito. S. H.”. 
-Pero… -manifestó el postulante a investigador- ¡el robo y las pisadas, la ropa mojada, las botas, el pan frío y el caliente, el hombre tuerto…! ¿Qué puede decir a todo esto, Holmes, existieron, o acaso no son pruebas reales?
-Elemental, mi querido Watson, en realidad tales pruebas existen; yo las preparé. 
-¿Entonces…? Pero las joyas fueron hurtadas, ahora están viajando y usted acá, tan tranquilo.
-Por supuesto, viajan, como corresponde. Lord Whitelock me encomendó una misión secreta, transportarlas sin correr riesgos, por lo tanto, preparé “el gran robo” con la colaboración de varios amigos. Dígame, Watson, ¿quién robaría unas joyas que “ya han sido sustraídas”, eh? ¡Nadie! Cualquier ladrón se desalentaría al ver que un colega le ganó de mano; eso pasó, querido amigo. Pido perdón por engañarlo con mis disfraces y la broma del pan “extraviado”, quizá me extralimité. 
Con un gesto de picardía, extrajo del bolsillo el parche utilizado para cubrir el ojo.

Watson, aunque resentido, miró asombrado al detective y luchó por contener el ataque de risa. “Con razón le encontraba algo familiar –meditó-, ¡sin duda es un gran artista, no existe otro igual, ni existirá!”


[1]) Esta obra no pretende emular al Célebre Sir Arthur Conan Doyle. Es, en cambio, un humilde homenaje al célebre autor y sus no menos universales personajes.

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