sábado, 19 de diciembre de 2015

Lilia Elena Durand-Argentina/Diciembre de 2015



Lo escuché en la peluquería

De vez en cuando, Diego suspende la atención al corte, para escuchar el diálogo que va subiendo de tono, entre sus dos viejas clientas, cuya rivalidad  ha ido en aumento los dos últimos meses. Mariela, mano derecha de Diego y además, su mujer, se apresura a servirles un café, en tanto ellas, trasladan a sus miradas, el encono que se profesan. Ambas vecinas, ocupantes de balcones enfrentados, por motivos que se desconocen pasaron de “muy  buenas vecinas” a “la vecina indeseable”  Camila ronda los cincuenta  años, en tanto que Rosa- la doña- como la nombra despectivamente  su vecina, debe andar por arriba de los sesenta.

Esto yo lo supe,  sin prestarle mucha atención, por comentarios que como “al pasar” hicieran algunas clientas del barrio.
Mientras  hojeo una revista, escucho a una de las señoras (Rosa) que, amablemente le pide a Mariela un sobrecito de edulcorante ya que el café está muy rico pero ella no toma azúcar; casi al unísono, mi vecina de sillón (Camila) murmura lo suficientemente alto, como para ser escuchada sin que se note su intención, “la muy zorra, quiere congraciarse porque tiene miedo a que yo…”  y dirigiéndose a mí, “ es una mala mujer, muy envidiosa, todo lo que yo tengo, ella lo desea, envidia a mis hijos y le coquetea a mi marido...
En tanto Diego da el toque final al peinado de Rosa y la despide.

            Una clienta que se mantenía al margen, pero que escuchó a otra vecina,  en voz baja, le comenta a Mariela: parece que Rosa “la doña” tomaba sol, liviana de ropa,  frente al balcón, cuando los hijos adolescentes de Camila
estudiaban en su propio balcón.

            Esto, lo escuché, un viernes de agosto, mientras esperaba turno en mi peluquería, y lo anoté en la bolsa marrón de la dietética.

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