sábado, 19 de diciembre de 2015

Nilo Gastón Fernández Montini-Jujuy, Argentina/Diciembre de 2015



FALDUR, EL ARCHIMAGO


—Con todo respeto, Canciller, su decisión no me parece acertada.
—Ya hemos hablado de esto. ¿Acaso no es el Archimago Fáldur el más avezado en el manejo de hechizos necrománticos de alto nivel?
—Sí, claro. De eso no hay dudas.
—¿Cuál es el problema, entonces? ¿Acaso no ha visto el currículum de ese hombre?
—No es su experiencia en la materia la que me preocupa, Canciller. Sus numerosos títulos, posgrados y credenciales dan plena fe de su excelso conocimiento en el arte de la reanimación. Pero usted no ha conocido a Fáldur personalmente, y déjeme decirle que es un hombre muy excéntrico. Sus discursos carecen de la coherencia estilística a la que están acostumbrados los honorables hechiceros y magos que usted ha convocado el día de hoy. Y sus demostraciones prácticas carecen de tacto; se podría decir que a veces hasta son ofensivas.
—Bueno, no creo que sea para tanto. Además, muchos de nuestros magos más exitosos son personas bastante peculiares. ¿Acaso niega que la excentricidad sea una característica común entre hombres como nosotros?
—No, claro que no.
—¿Acaso no se ha hecho famoso usted mismo por creer que la ropa de color rojo le ayuda a estabilizar sus hechizos a base de fuego? Por eso anda siempre con ese dichoso pañuelito colorado colgando del bolsillo superior de su túnica.
El Ministro Mualar frotó su pañuelo colorado con las yemas de sus dedos, esbozando una sonrisa socarrona.
—Bueno, es cierto que yo también tengo mis mañas. ¿No las tenemos todos?
—Pues, a eso mismo me refiero —respondió el Canciller, mientras ambos tomaban asiento en la primera fila del auditórium.
—No, usted se refiere a algo muy distinto. Porque, créame cuando le digo, que el problema de Fáldur va mucho más allá de lo que usted piensa. Nada tiene que ver con mañas o malos hábitos, sino que se trata más bien de una interpretación demasiado novedosa de la magia; tan novedosa que, como ya le he comentado, a veces suele ofender a mucha gente.
En  ese  momento  se  apagaron  las  luces  del  auditorio.  Los  hechiceros,  druidas, brujas  y  magos  que  colmaban  el  lugar  comenzaron  a  hacer  silencio  poco  a  poco, mientras una música extraña, quizá de origen celta, comenzaba a surgir de los parlantes. Y luego de un par de minutos al son de esa música alegre e hipnótica, a través de los altavoces sonó la impostada voz del presentador, anunciando la llegada del personaje que todos aguardaban con suma expectación: el Archimago Fáldur.
Fáldur  apareció  de  la  nada  sobre  el  escenario.  Explicar  cómo  lo  hizo  no  es tarea  fácil; fue cómo si  se  tratase de  una centella, una luz cegadora que pronto se materializó adquiriendo las dimensiones antropomórficas necesarias para dar origen a la  existencia  corpórea  del  Archimago.  Y  en  el  momento  en  que  éste  apareció  por completo frente a todos, en algún lugar no muy lejano un edificio entero se quedaba sin luz.
—Toda  la  magia es,  en    misma,  un  oxímoron  perfecto,  una contradicción  de energías,   cuyos   orígenes   son   en   gran  parte   ignotos,   cuya   aplicación  supone   la sustracción, cuya concreción supone una consecuente destrucción, cuya voz supone el inmediato y temporario silencio de un agente diferente al ejecutor mágico —comenzó diciendo Fáldur a modo de introducción a su tesis—. Por lo tanto, la magia disruptiva de leyes inmanentes de la naturaleza sólo debe ser ejecutada por quienes tengan absoluto control sobre la posterior reacción mágica.
El Canciller, asintiendo satisfecho, echó una mirada sonriente al Ministro, que estaba sentado a su derecha. Hasta ahora, la presentación del Archimago era impecable, lo cual probaba su acierto al haberle invitado como primer orador para el Segundo Congreso  sobre  Artes  Mágicas  Disruptivas.  El  Ministro  Mualar  tendría  que  tragarse todas sus advertencias.
—Pero, lo que usted manifiesta implica aceptar ciegamente la teoría de la reacción mágica —dijo un venerable Archimago local llamado Sardenias, pues estaba permitido hacer preguntas y breves acotaciones—. Y esa teoría es sólo eso, una hipótesis más que todavía no ha podido comprobarse.
Fáldur se sorprendió, pues no esperaba que las objeciones comenzaran tan pronto.
—Toda acción tiene una reacción, y con la magia no es diferente.
—Pero ¿puede probarlo?
Fáldur meditó unos momentos.
—Que les parece esto —dijo con renovada resolución—. Supongamos que deseo cambiar mi vestuario por arte de magia. Se me ocurre una bonita chaqueta de cuero. ¿Alguien sabe cuál es el hechizo que debería utilizar para conseguirla?
¡Metatéxtilum! —respondieron al unísono todos los magos, brujas, hechiceros y druidas  presentes.  Es  que  todos  los  ejecutores  mágicos  son,  en  general,  personas engreídas y soberbias, y siempre quieren demostrar lo mucho que saben.
Entonces, por arte de magia, todos esos magos, brujas, hechiceros y druidas presentes, se encontraron de repente vistiendo chaquetas de cuero. Y cabe aquí mencionar, que en el preciso instante en que esas prendas de cuero aparecían de la nada sobre los cuerpos de los burlados espectadores, en algún lugar, un peón rural de nombre incierto  se  agarraba  el  pecho,  infartado,  pues  había  visto  a  todo  el  ganado  caer fulminado debido a un inexplicable despellejamiento espontáneo.
—Está  bien,  nos  ha  engañado  —admitió  el  venerable  Sardenias.  Y  mientras hablaba, el cuero de su campera friccionaba con el tapizado de la butaca, produciendo un sonido como de flatulencias—. Pero esto no prueba nada.
—Debo  disentir  con  usted.  He  probado  dos  cosas,  mi  venerable  colega  —dijo Fáldur.
—Explíquese —solicitó Sardenias.
—En primer lugar, he probado que todos ustedes son unos estúpidos.
Ante  esto,  el  Canciller  se  sobresaltó  y  casi  se  cae  de  su  silla,  pálido  de  la vergüenza.  De  inmediato se volvió hacia el Ministro Mualar, que estaba sentado a su derecha. El Ministro se encogió de hombros e hizo una mueca de resignación, como diciendo ¨te lo dije¨.
Se armó entonces un alboroto de voces entre los ofendidos presentes, que pronto fue acallado a pedido del venerable Sardenias, el Archimago local. Éste instó a Fáldur a que continuase con su patética exposición, y le dijo que al ofenderles sólo demostraba que no tenía pruebas y que en realidad era un fraude. Fáldur, sin hacerle demasiado caso, continuó diciendo:
—Tengo entendido que aquí hay un mago que es propietario de  la Granja del Muérdago Estrujado. ¿Es cierto esto?
El mago en cuestión dudó unos instantes, y luego se puso de pie entre la multitud.
—Yo soy ese mago —dijo el hombre con evidente desconcierto.
—¿Ha traído usted su celular? —preguntó Fáldur.
—Sí, a-aquí lo tengo —tartajeó el propietario de la granja.
Todos los presentes observaban la disparatada escena sin comprender qué era lo que Fáldur se traía entre manos.
—Va a recibir usted una mala noticia —dijo el Archimago—. Será por mi culpa, así que  sólo  le  pido  que  tenga  usted  paciencia. Le aseguro que le compensaré  todo  el  perjuicio causado.
—¿Una mala noticia? —balbuceó el hombre, sin entender nada de lo que estaba sucediendo. En ese momento, su celular comenzó a sonar. Entonces, ante el silencio y la expectación de todos, el mago atendió el dichoso aparato, y a medida que avanzaba la conversación todos pudieron ver como se le deformaba el rostro a causa de un profundo e inesperado desasosiego. En efecto, había recibido una mala noticia. Se desplomó entonces sobre su butaca, y, con incipientes lágrimas en los ojos, contó que le había llamado uno de sus empleados en la granja, para notificarle la terrible noticia de la muerte de uno de sus peones y de todo su ganado. Al parecer, según palabras del propio empleado, los animales habían muerto despellejados, despellejados como por arte de magia.
Todos los presentes se volvieron hacia el Archimago Fáldur, que sonreía y jugaba despreocupadamente, haciendo danzar pequeñas llamas por entre sus dedos.
—He dicho que compensaré el daño causado —dijo Fáldur, al advertir las furiosas miradas sobre su persona.
—¿Acaso quiere convencernos de que la muerte del ganado es el resultado de un efecto controlado de  reacción mágica? —preguntó Sardenias, para que su voz fuese escuchada por  sobre  los  balbuceos,  las  exclamaciones de  sorpresa  y  los  sonidos  de cuerina flatulencia.
—Es la pura verdad —contestó Fáldur.
—Usted es un chiflado —aseguró el Archimago local—. La reacción mágica es, en sí misma, una hipótesis alocada que carece de pruebas respaldatorias. Se trata de una teoría  que  los  odiosos  y  conservadores  hombres  normales  inventaron  en  un  vano intento por prohibir el uso de la magia. ¡Y encima de eso, usted quiere convencernos de que  dicha  reacción  puede  ser  prevista  y  controlada  por  el  ejecutor  mágico!  ¡Es imposible! ¿Me oye? ¡Imposible!
Fáldur miró al cielo, harto ya de tanta oposición a sus teorías bien probadas.
—Bueno, vamos con otro ejemplo más —dijo con cierto desgano—. No me avergüenza decir que, debido a una lesión sufrida en mi rodilla izquierda hace tres veranos, cuando participaba de la cacería de un troll de las nieves, terminé por volverme adicto a ciertos medicamentos para el dolor, así como de otros medicamentos antidepresivos.
—Por favor, honorable Archimago —intervino el Canciller, que a este punto ya quería esconderse debajo de su butaca—. No hace falta que ventile detalles tan privados.
—No hay problema, estimado Canciller. Lo hago para probar mi siguiente punto —Fáldur  esbozó  una  amarillenta  sonrisa—.  Digamos  que  deseo  purificar  mi  cuerpo, aunque sólo sea por un corto tiempo, de estos venenos que ahora corren por mi sangre —alzó de repente una mano, ordenando silencio—. Ya sé que todos saben cuál es el hechizo necesario para esto, pero preferiría que no lo nombrasen. No queremos que se produzca un acontecimiento tan desafortunado como el de recién.
Al cabo, luego de cerciorarse de que todos guardaban el debido silencio, Fáldur se dispuso a conjurar el hechizo:
—¡Saludábilum! —dijo con énfasis. Y ni bien hubo pronunciado estas palabras, su cuerpo pareció rejuvenecer un poco. Su amarillenta y machada tez se tornó de una tonalidad más rosada, y algunas de esas manchas parecieron desaparecer. Su postura también mejoró, y ahora se le veía caminar más erguido.
—No  nos  asombra  con  ese  hechizo  tan  básico  —se  burló  desde  su  sitio  el venerable Sardenias.
Fáldur no le hizo caso y continuó diciendo:
—Tengo entendido que entre nosotros se encuentra el mago Ganuman, entrenador del equipo de balones mágicos de la Universidad Astral. ¿Estoy en lo cierto?
—Ese soy yo —dijo Ganuman, incorporándose. Entonces, todos los presentes se volvieron hacia él.
—¿Ha traído usted su celular? —le preguntó Fáldur.
—En realidad, no. —contestó el mago—. Pero ahora mismo lo conjuraré.
En un santiamén, el equipo celular se materializó en las manos de Ganuman.
—Pues bien, temo decirle que recibirá usted una mala noticia —advirtió Fáldur—. Pero, no se preocupe, también le compensaré cualquier perjuicio causado.
En ese momento, el celular del mago comenzó a sonar. Ganuman atendió entonces, y a medida que se desarrollaba la conversación, todos pudieron ver como su rostro se desfiguraba en una mueca sombría y lastimera. Al finalizar la comunicación, el mago se desplomó sobre su asiento, y entre sollozos contó que todo su equipo estudiantil de balones  mágicos  había  sido  descalificado  del  campeonato  local,  pues  todos  habían fallado los análisis de anti-doping.
—¡No nos engaña, Fáldur! —exclamó Sardenias—. ¡Esto no es más que otra farsa ideada de antemano! Esto es…
—Antes de que diga algo más, mi estimado Archimago —le interrumpió Fáldur—, déjeme hacerle esta pregunta. ¿De verdad no cree en mi capacidad para controlar a gusto la reacción mágica? ¿O sólo está celoso porque usted no puede hacerlo?
—¿Qué dice? ¡Un gran mago como yo nunca estaría celoso de alguien como usted! —contestó Sardenias con altanería—. Simplemente no lo creo. Para mí, usted no es más que un fraude, un embustero.
—En ese caso, le presentaré a una buena amiga mía, que me acompañará ahora en el escenario. De seguro todos se acordarán de ella, y de seguro todos se sorprenderán al verla, pues ha estado muerta desde hace una semana. Pero ahora mismo la he revivido mediante un arcano hechizo de reanimación, y la he transportado hasta aquí.
Apareció ante todos la reconocida hechicera Ulfred, quien había fallecido en su laboratorio debido a un fallido intento de alquimia. Todos se sorprendieron y murmuraron entre sí, pues el hechizo necromántico había probado ser muy efectivo: Fáldur había logrado contrarrestar la putrefacción del cuerpo de la joven. Sin embargo, lo que más alarmó a los presentes, sobre todo al Archimago local, fueron las siguientes palabras de Fáldur:
—Dígame, estimado Sardenias, ¿ha traído usted su celular? Temo decirle que hoy recibirá mañas noticias…

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