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UN LUNES CUALQUIERA
Como todos los días Elena se asomaba al balcón, todavía en bata y con los rulos puestos, para despedir a Santi en su camino al colegio. Formaba parte del ritual antes de ir a trabajar como dependienta de Galerías Preciados.
Santi, dibujaba una sonrisa en la cara de Elena cuando le veía pasar, con su cartera de cuero marrón, orgulloso y feliz de llevarla, la trenca beige, la boina, y esas botas Gorila que le animaban a andar dando saltitos. Qué gracia le hacía a ella ese gesto tan suyo, lleno de vitalidad y con ese brillo en la cara mientras volvía su rostro al balcón para decirle adiós con la mano, la misma que enarbolaba la porra que iría comiendo por el camino y que le encantaba.
En la esquina le recogía Doña Adela, la madre de Elena, que le acompañaba hasta el patio del colegio, pero habían convenido dejarle cierta autonomía, no más de cincuenta metros, para que se sintiera “mayor”. La calle era segura. Apenas circulaban coches, algún taxi, algún que otro Seat 600, o algún “cuatro latas” como llamaban al Renault 4L de moda.
Desde ahí, y con la compañía del reconfortante aroma de la churrería, podía ver como entraban los niños a las aulas que daban frente a su balcón en el colegio público Gregorio Marañón, al que, curiosamente, había asistido el padre de Santi. ¡Vete tú a saber dónde estaría el muy sinvergüenza ahora! Hacía dos años que les había dejado a los dos, sin una explicación y el muy cretino no había tenido otro día para elegir largarse que el día del quinto cumpleaños del niño. Ahí se quedaron los dos plantados con la tarta en la mesa y las velas por soplar. El muy cabrón… ¡mal rayo le parta!, pensó Elena. Su hijo iba al colegio de San Alfonso, tutelado por Hermanas de la Caridad y que estaba a cinco minutos de su casa, en la calle de Mesón de Paredes. Su elección la tuvo clara en vista de cómo había salido el padre. ¡Ni loca le enviaría al mismo colegio!
No. No iba a dejar que ningún doloroso pensamiento emborronara la estampa de ese lunes. Era tan perfecta que Elena se encogió sobre sí misma, y entonces lo vio… lo había presentido antes de verlo...
Santi caía fulminado en la esquina. De un lado quedaba la cartera y la porra, a pocos pasos del cuerpecito inerte del pequeño, como si fueran el símbolo de ese pequeño Quijote derrotado, la boina del niño tirada a otro lado, cual yelmo inútil. Doña Adela prácticamente se tiró de bruces al lado del niño, en un vano intento de entender lo que estaba ocurriendo.
Elena, disparada, con el corazón en la boca, voló por las escaleras de ese segundo piso de su casa. Arremolinados, se encontraban ya varios hombres que habían presenciado lo ocurrido al cruzarse con el niño camino del trabajo. Ya habían llamado a los servicios sanitarios y a lo lejos se escuchaba la sirena de la ambulancia. Dolorosamente hiriente por lo que representaba. Dolorosamente lejos para poder hacer algo.
Los sanitarios llegaron tarde para reanimar al pequeño. Sólo pudieron llevarse el cuerpecito de Santi al Anatómico Forense de la calle Santa Isabel para determinar cuál era la causa de la muerte, y atender a la madre que no podía dejar de temblar.
Doña Adela, con el alma encogida, lloraba por su nieto y por su hija. Impotente y vencida ante la brutalidad de la vida. La misma vida que no hacía más que tirar de su hija hacia el averno, y dónde se tiraría ella de cabeza para poder sacarle de nuevo a la luz.
Elena no lloraba. No hablaba. Apenas respiraba. Ella estaba con Santi riendo, jugando al escondite en el parque de la Arganzuela. ¡Qué listo era!, se había escondido tan bien que no le podía encontrar. Seguro que en el momento menos pensado se delataría con una risita… Uno…Dos…Tres… te pillé golfillo…le diría entonces.
Habían transcurrido quince años, y Elena permanecía en la sala de espera de la Clínica López Ibor de Madrid. Por enésima vez relataría a su psiquiatra como se encontraba, lo que soñaba y sus motivaciones actuales, su evolución en los talleres en los que participaba y todo lo que pudiera aportarle para demostrar que había superado su doloroso duelo.
Elena no hablaba de Santi, ni que, como todos los lunes desde aquel fatídico día, intentaría quedarse sola en su habitación lo antes posible para seguir buscándole. El doctor Belloc no lo podía entender por mucho que se lo explicara, por eso no le decía nada. Porque el doctor Belloc no entendía que, si no encontraba a Santi, se asustaría y podía salir corriendo entonces… era muy pequeño todavía ¿y si le pillaba un coche? -pensaba Elena angustiada-. ¡Qué iba a entender un médico de eso!
Tengo que encontrarlo. Tengo que encontrarlo. Tengo que encontrarlo. Se repetía para sí como un mantra… así durante cincuenta lunes al año… durante quince años…
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