LOS PEQUEÑOS FRUTOS
Los escucho caer, golpear la chapa. A veces creo que la van a quebrar. Ya sé que no, pero es que es un ruido tremendo, y de noche todo parece siempre peor. Ahora empezó de nuevo. Mi vecino, Pancho, levantó la medianera entre nuestras casas ni bien se mudó. Hace tres veranos, creo. O quizás cuatro. Me avisó de un día para el otro porque a la mañana siguiente ya venía la cuadrilla a trabajar y se iban a meter en parte en mi jardín. Había que quitar de raíz la hilera de plantas que separaba nuestros terrenos para hacer los cimientos del paredón. En el apuro le dije que sí, que por supuesto. Me alegré porque ya no tendría que lidiar con la ligustrina, que cada año se ponía más alta y difícil de mantener, y la medianera no me iba a representar ningún gasto. La mitad de la medianera quedó de 1,80 m de altura, después se eleva en dos tramos escalonados hasta alcanzar 3 metros. Ocupa todo lo largo del terreno hasta el fondo. En la parte más baja se ve la caída del sol, una porción del techo y la esquina de la chimenea de la que fue la casa de mis abuelos; y el grupo de árboles que llamábamos el bosquecito. Esos árboles no están en el jardín del terreno, aunque desde acá parece que sí. Son cuatro árboles altos y frondosos. Dan una linda sombra a la casa. Le quedó el nombre porque esa es la sensación que da, de bosquecito. Dos arces plateados, dos moras. El terreno llega hasta la esquina. Tres lotes. Los árboles de los que hablo están en la calle, en las dos calles que forman la esquina. También hay otros árboles, una hilera extensa de distintas especies, en las dos calles, pero esos están más separados entre sí. Todo plantado por el nono. En esta zona no hay veredas de material sino de pasto, en cierto modo son extensiones de los jardines, cada uno se ocupa del propio. Hay propietarios que hacen canteritos y plantan malvones, jazmines, lavandas. Lazos de amor. Margaritas. Plantas sencillas. En las zanjas abundan los iris y las calas. Y sauces, robles, arces, pinos, árboles de toda clase. En primavera el barrio florece en aromas y tanto colorido que atrae abejas, mariposas y picaflores. Acá hay toda clase de pájaros: calandrias, teros, mirlos, zorzales, palomas, gorriones, loros, horneros, carpinteros. Pancho me enseñó los nombres. Yo no sabía. Tiene un libro de especies de aves. A veces los observa con binoculares. Es interesante hablar con Pancho, de día. Pancho es un hombre educado, solitario, alto, un poco encorvado, de bigotes. Tiene un tic en una de las mejillas, un tirón que le estira un lado de la boca y parece que sonriera cuando en realidad no. Siempre dispuesto a conversar. En esta época los árboles de moras ya tienen frutos, se ven desde mi casa. Con este día de viento tibio alcanzo a ver el movimiento de las ramas largas, como decenas de brazos delgados y sueltos. Se mueven cada una a su vaivén. Pancho dice que espera esta época por los pequeños frutos. Nada le gusta más que las moras. Nada en el mundo le gusta más, así lo dice. Hace mermeladas y licor para todo el año.
El cielo está celeste celeste, dice sin dejar de mirarme. Espera. Una pileta recién pintada, dice. Vuelve a hacer una pausa. Con el dedo índice señala el cielo varias veces, como si yo no supiese a qué se refiere cuando menciona el cielo. Antes me gustaban las conversaciones breves que solíamos tener. Conversaciones casuales que ahora más bien son monólogos, que además sospecho que ya no son casuales. Él habla sin esperar mis respuestas, mis respuestas son sólo gestos, señales que confirman que lo escucho: una levantada de cejas, abrir más o menos los ojos, o quedarme viendo, sin pestañear, alguna planta esperando que termine de hablar. Siempre aparece cuando salgo a caminar, de golpe, cuando voy al mercadito o al vivero, cuando vuelvo del almacén. Siempre. No sé de dónde sale. Es increíble. Estamos como sincronizados. Me dice que le gusta la jardinería y será así, suele aparecer desde detrás de algún árbol o arbusto, de los muchos que hay. En general lleva puesto un delantal, como los de cocina, de tela gruesa gris, o azul, con muchos bolsillos desde donde asoman herramientas, guantes, tijeras de podar, cuchillos. Sobre una lona, a la sombra, hay serruchos, una pala. Una bordeadora vieja. Bolsas transparentes etiquetadas que encierran potes que advierten VENENO en letras grandes y vistosas de color rojo. Un frasco con enraizante. Los desperdicios los entierra en su terreno. Por lo del compost. También enterró a todos sus perros, ahora tiene uno solo, blanco y medio ciego, y a unos gatos que dijo haber encontrado muertos en la zanja. Cuatro o cinco gatos enterró. Tengo mala suerte, dice, y un poco estira la boca, no creo que esté sonriendo, y agrega: siempre tengo que estar cavando. Hoy dice que el cielo es de un celeste patrio. Lo señala. Lo miramos. Aparece una bandada de loros haciendo tremendo escándalo. Como escupidas por una máquina, dice. La voz de Pancho suena seria hoy. Como que lo dijo con rabia. Se rasca la cabeza, se toca la nariz. Le pregunto si está con alergia. No responde. Frunce el entrecejo. Está inquieto. Mira la lona. Mira el cielo. Ahora pasa una bandada de palomas chillonas. Algunas calandrias se paran en las ramas, picotean algunas moras. Pancho da unos pasos, agarra la escoba que dejó junto al portoncito, hace como que le apunta a los pájaros. Pum, dice con firmeza. Se ríe. Me voy.
Camino los treinta metros que hay hasta mi portón. Los jazmines están rebosantes de pimpollos, algunos ya abiertos, lo mismo las camelias. Hay abejorros dando vueltas sobre las flores del plumerillo. Me da un poco de desconfianza. Uno nunca sabe con los abejorros. El viento es cálido. Yo creo que va a llover después, no sé. Veo una hilera enloquecida de hormigas rojas. Va a llover seguro. Una primavera totalmente instalada. Hace calor hoy de nuevo. Está pegajoso.
Preparo un té. Me siento afuera a mirar el cielo ahora que los días parecen durar más y que todavía está claro. Cambia el cielo también. Las tres Marías se ven más temprano pero no todavía. Júpiter es el que se ve primero, apenitas, justo arriba. De pronto oigo un portazo, una puteada. Una detonación. De inmediato otra. Me apuro a meterme en la casa a bajar las persianas, tengo que andar agachada. Otra vez. En esta época también escucho la escopeta del vecino. Caza pájaros. Dice que cuida sus moras, como un guardián. Que nada le gusta más que las moras. A veces los pájaros caen sobre mi techo. Los escucho cuando caen y golpean la chapa. Por la noche tarde subo a juntarlos con la escalera que él me prestó y que al final me dijo que me la quedara. Subo con una caña larga para arrastrar los cadáveres hasta mí. Tengo que iluminar los cuerpos. Me da impresión iluminar los cuerpos de los pájaros muertos, pero tengo que encontrarlos sino después se llenan de bichos y es peor. Apenas los miro. Los junto en una bolsa y los tiro al otro lado de la medianera. A Pancho le gusta enterrarlos pero yo se los tiro con bronca. Todos los días me prometo que un día de estos me voy a mudar. Pero después pasa y me voy olvidando porque no todo el año hay moras.
1 comentario:
¡¡¡Muchas gracias, Graciela!!!
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