Sólo para aquéllos que puedan pasar a archivo
Cerré la puerta del ascensor. Estaba en el subsuelo.”Somos sobrevivientes de un naufragio”, dijo la mujer atravesando ese inmenso pasadizo, depósito de expedientes enquistados, sucios, polvorientos, con un penetrante olor a humedad, sotanesco, mientras arrastraba un carrito desde donde asomaba una botella de aceite de maíz, manzanas, un envoltorio de nylon del que se traslucía un pedazo de carne y algo así como un kilo de papas. La miré. ¿A quién hablaba, dentro de ese silencio y semejante oscuridad a la que sólo arribaban dos rayitos de luz, dos, de sol por un ventanuco entelarañado, sin vidrio. Volví a observarla. Iba apoyada en un bastón despintado, y dirigía la cabeza hacia una fila interminable de expedientes, miles aficherados; otros apilados hasta un techo lejano hacia el que había que estirar la cabeza para adivinar su fin. Hasta allí, seguían inmóviles, desplegados, sucios, con nombres de escritura mecanografiada, gastados. Millones y millones. Me insistí en desentrañar la presencia de ese personaje.
¿Me hablará a mí? Deposité una mirada dibujando una sonrisa con cara de qué te pasa, che…Un ruido seco como a cajón que se cierra, me hizo girar la cabeza. Ante mi total asombro, una empleada, emergiendo de otros papeles amarillentos y arratonados, levantó su figura agachada para decirme buenos días. Ésta es la mejor imagen surrealista que puedo tener, me dije Era una cabeza humana con rulos y cuerpo de fichero.
El piso lucía cementado como el de un estadio de fútbtol. Casi arrastrando los pies, porque me dolían las piernas, enfilé hacia un agujero de luz difusa que indicaba la salida. Emergiendo como de una bóveda, salí a un patio amurallado entre dos construcciones que terminaba en un pasillo semejante a una tira angosta que como cuello de botella se estrechaba en un hall, en el que un policía sentado hacía como que custodiaba. El último corredor abovedado me esperaba. Cerrando los ojos y con la respiración contenida, lo atravesé. Sentí la frialdad de la chapa de la puerta contra mi cuerpo. Tanteé la manija. La calle me esperaba. Anduve unos pasos, aturdida. Encontré un cartel. Leí el nombre de la calle: Marcelo T. de Alvear. Hacia el lado izquierdo, un estacionamiento cubierto de distintos coches vegetaba la plaza. Ahí, nomás, enfrente, estaban los árboles con las ramas agarrotadas, como puños cerrados, guardando tantos gritos y protestas.
Regresé al lugar. Pasé por sobre los laberintos hasta encontrar a la vieja del chango que ya había comenzado a despedazar la carne ante un gatería infernal que maullando, exigía su ración.
Volví a cerrar los ojos. Era demasiado. Cuando pude levantar la mirada, mis compañeros, apilados como apéndices de ficheros y paredes, contemplaban como yo, la escena. Sentí frío. También yo, podía llegar a transformarme en uno de ellos. La gatería clamaba en un maullido prolongado.
Los expedientes y yo, teníamos hambre.
De justicia.
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