miércoles, 23 de abril de 2014

Lucía Lezaeta Mannarelli-Viña del Mar, Chile/Abril de 2014

INCÓGNITA
 
Soy tú hermano, Rolando, me atrevo a escribirte como una forma de buscar una respuesta. Siento que debo desquitarme. ¿Desquitarme de qué o de quién? Te preguntarás. Pues, realmente no lo sé. Probablemente no sea la palabra adecuada y se preste para equívocos. Quizás desahogarme sea el término exacto. Tal es mi confusión.
  Creo que lo mejor es contarte todo, porque tú eres el mayor, el más instruido y yo siempre te miré como un padre, el mismo que perdimos. También fuiste el primero de los hermanos que se tituló. Entonces, quién mejor que tú podrás comprender lo que pasa por mi cabeza. Recuerdo que siempre dijiste -Este muchacho es débil de carácter, pero no es tonto. Yo era el menor y el más mimado. Después de tantos años, ahora que oscila sobre mi cabeza el péndulo del medio siglo y tú eres un hombre mayor, puedo intentar explicarte mis confusas reacciones.
  Recuerdo que te invité a mi matrimonio, pero no asististe. Yo estaba enamorado con el incontenible ardor de mis veintidós años. Interrumpí  mi carrera en la Universidad, esa que tú ayudabas a costear, y desoyendo todos los consejos de la familia, incluidos los tuyos, me embarqué en la aventura matrimonial. Ya venía el primer hijo y debía asumir responsabilidades.
  La familia de Victoria me acogió en su hogar y pronto me colocaron al frente de un pequeño negocio de “menestras”, que así llamaban. Debía levantarme a las cinco de la mañana para transportar en una camioneta, las frutas y verduras del Mercado. Mientras el suegro atendía el negocio junto a dos hijos. Mi mujer seguía pariendo chiquillos a velocidad increíble. La primera una niña, luego mellizos y después otra mujercita. Vivíamos instalados en un par de piezas al fondo de la casa, lejos de las comodidades a las que estaba acostumbrado. Debía limpiar frutas y verduras casi podridas, para darle apariencia de frescas, asear el local y recibir el pan que llegaba a las siete de la mañana. También ir al Banco a cambiar y depositar cantidades pequeñas de dinero. Con ellas vivía toda la familia.
  Los niños estaban preciosos, diría que “se me caía la baba al mirarlos” En cambio el suegro estaba enfermo, muy envejecido y pronto dejó este mundo. Entonces los hermanos de Victoria  empezaron a hostilizar. Me echaban en cara “para qué había estudiado Ingeniería Comercial durante tres años y no podía hacer crecer el negocio”. Casi me miraban como un intruso. Aunque me da vergüenza reconocerlo ¡No poseo espíritu comercial! Y un almacencito modesto, impone sacrificios. Estar horas y horas tras el mesón, conocer a cada uno de los clientes. Y sonreír a un sinfín de viejas que comienzan a contar sus achaques o los chismes del vecindario. Terminaba el día agotado. Por esta razón era Victoria quien debía revisar las tareas de los niños. Debo reconocer que ella era una bestia de carga para el trabajo, pero de la pasión que nos unió, no quedaba nada.
  Comencé a notar cierta aversión, de ella hacia mí y de sus hermanos, en el tratamiento que todos me daban.  Nuestra situación sentimental y sexual era nula y lo peor era que indisponía a los niños en mi contra.
  Me gritaba furibunda, ¡No sabes trabajar! ¡Estamos empobreciéndonos por tu culpa! ¡Si no fuera por la casa de mis padres, no tendríamos dónde vivir!
  Los hermanos se habían independizado y yo aún no lograba juntar un capital propio para reabastecer el negocio. A lo mejor lo que decían era cierto y sólo me quedaba guardar silencio...
  Llegó la víspera de Pascua y fui a Valparaíso a comprar juguetes para mis hijos. Salí temprano y con tantas aglomeraciones regresé tarde. Cansado pero con el optimismo de suponer las caras de alegría que pondrían mis hijos al ver los vistosos paquetes de regalo.
  Hermano, ¡ese día el mundo se me derrumbó! Alguna vez te mencioné que Victoria siempre fue de carácter exaltado, pero jamás me imaginé que llegaría a tanto. Esa noche amarga, no más cruzar la puerta, roja de furia me gritó en la cara. – ¡Mándate a cambiar con tus porquerías de engañifas, eres un incapaz y nos tienes en la misma miseria que cuando empezamos. No haces falta ni a mí, ni a los niños! Y tomando los paquetes, los arrojó a la vereda, como si hubiese sido basura...
  Su desprecio, la humillación, vergüenza, frustración y rabia...! Todo, todo me aplastó! Tuve que tragarme las lágrimas y partí vagando sin rumbo toda la noche.
  De pronto pensé en alguien que siempre había sido el árbol protector de la familia ¡Nuestra madre! Ella tenía más de noventa años. Recibía el montepío por nuestro padre y vivía sola en una casa pequeña en Quilpue, a veces se acompañaba con una vecina.
  Me vio llegar derrumbado, cargando una pena inmensa. No me hizo preguntas, solo me dijo ¡Rolando, hijo, ven acá, entra! Y nos unimos en un abrazo que dejó unos de sus hombros mojados por mis lágrimas. Ella, no hizo preguntas ni analizó mi proceder.
  No detallaré el tiempo que rumié mi pena, mientras realizaba pequeños trabajos de instalaciones eléctricas – siempre me había gustado esa actividad- el vecindario me confiaba la compostura de sus artefactos. En cambio yo me pregunta ¿De qué me ha servido educarme en los Padres Franceses y haber ingresado posteriormente a la Universidad? ¿Haber trabajado y formado una familia y luego quedar vacío? 
  Por las noches miraba mil veces una pequeña foto que guardaba en mis bolsillos ¡Mis hijos! Era como una enfermedad. Mi madre era muy sagaz y comprendió que este estado debía terminar.
  Un día me mostró un aviso que había recortado de un diario, en él ofrecían trabajo como Ayudante de Actuario. Se ajustaba a mi preparación. Se requerían conocimientos de Estadística. Busqué mis certificados de estudios universitarios. Mi madre me los tenía guardados. Me presenté y pasé todos los cuestionarios  y esperé ansioso el posible llamado aceptándome.
  Fue una semana de impaciencia, hasta que al fin llegó la respuesta. Debía presentarme el lunes siguiente ante el Fiscal. Abracé a mi madre y decidimos que seguiría viviendo con ella y viajaría diariamente de Quilpué a Valparaíso. Sé que te enteraste que yo nuevamente andaba de cuello y corbata.
  El viaje diario, las exigencias propias de mi trabajo, y el trato con algunos compañeros de labores y con tantas personas diferentes, me enseñó a ver la vida con más comprensión sobre las debilidades humanas. Al igual que yo, cada persona encerraba un bagaje de encrucijadas en su vida.
  Llevaba dos años en mi puesto, por cierto sin olvidar lo que había dejado. Varias veces había intentado comunicarme con mis niños, después supe que Victoria se los había llevado al sur, a las tierras de su nueva pareja. Los niños estaban aleccionados de no contestarme el teléfono. Traté de olvidar, pero era difícil.
  Hasta que un día, en el metro tren, una joven se sentó a mi lado, al parecer estudiaba “Mineralogía”, según pude observar de reojo el título del libro. Para mí el tema era desconocido. Por cierto, no era fea, pero tampoco bonita, en cambio su cuerpo poseía la gracia de la juventud. Bajó en la estación Barón, presumí que estudiaba en la Universidad Católica.
  Ya casi la había olvidado, cuando a mediados de la semana siguiente la encontré nuevamente, en el mismo vagón pero en otro asiento. Se veía seria y estudiosa. Me familiaricé con su persona hasta llegar a ubicarla en los siguientes viajes, hasta el día que conseguí sentarme a su lado. Leía como de costumbre, pero unos apuntes cayeron desde su libro al suelo, me incliné a recogerlos y se los pasé con mi ademán más caballeroso. Me agradeció brindándome una sonrisa junto a una mirada limpia, dejando entrever su perfecta dentadura.        Recuerdo que dije algunas palabras rutinarias o algo estúpidas, pero ella poco habló y nos despedimos con un - ¡Hasta luego!
  Desde entonces seguí encontrándola. Siempre conversábamos de asuntos absolutamente ajenos a nuestras vidas. De cosas trivialidades, corrientes y así acortábamos el viaje.
  Llegaron las vacaciones y un día la encontré en la Plaza Aníbal Pinto. Me alegré de verla y la invité a tomar un café en un negocio cercano. Ahora Macarena, estaba más expansiva, diría más confiada o relajada. Ya me miraba como a un antiguo conocido. A mis preguntas acerca de sus estudios, ella me aclaró.
  -Acabo de finalizar un Seminario sobre piedras preciosas. Con mi madre compramos una joyería en Viña del Mar y se debe entender bastante para distinguir una joya verdadera de una falsa. Además he viajado a Brasil para documentarme.- Y a continuación me dio una acabada descripción acerca de piedras preciosas y sus diferencias. Al finalizar su exposición casi quedé confundido de tales conocimientos, en cambio de mí, sólo pude hacer referencia acerca de mi desempeño como funcionario de una repartición Fiscal, y que vivía con mi madre en Quilpué.
  Seguimos viéndonos, Macarena resultó ocho años menor que yo, los hermanos con sus respectivas familias estaban radicados en España, Alemania e Italia. Su madre viuda iba constantemente a visitarlos.
  Llevábamos once meses de conocernos, conversábamos, tomábamos onces en el centro, paseábamos a la orilla del mar, hasta un día que Macarena me dijo: -Mamá quiere conocerte, le he contado que somos buenos amigos y quiere que vayas a almorzar con nosotras, este domingo.
  Acepté, aunque en el fondo tenía mucho temor. Me preparé  anímicamente para la ocasión. Mi mejor tenida, un buen corte de pelo, zapatos brillantes y mi cara debidamente rasurada. Con una docena de los mejores pasteles en la mano y su dirección debidamente comprobada, me presenté muy ufano.
  Vivían en Villa Alemana, en una magnífica casa bien cuidada, rodeada de jardines y un buen auto en el garaje. La señora Celina, su madre, tenía un aspecto aristocrático y de finos ademanes. Me recibió gentilmente, aunque siempre escrutándome con atención tras sus anteojos. No hizo preguntas indiscretas, más bien se explayó sobre sus viajes y los negocios que había emprendido con su difunto marido. Ahora iniciaría  una joyería con Macarena.
  Fue una agradable tarde, después de las onces, me despedí para no parecer cargoso.
  Después de este primer paso, con Macarena congeniábamos bastante, al parecer le había impresionado bien a su madre. Por mi parte había sido reservado al no querer divulgar acerca de mi vida personal y ella respetaba mi silencio.
  Un día que estaba invitado a su casa, Macarena tardó en llegar. La señora Celina estaba sola. Me recibió con su acostumbrada amabilidad y señorío. Astutamente fue guiando la conversación hasta sondear mis intensiones futuras con respecto a Macarena. ¡Me sentí desarmado! Muchas veces había pensado que un día llegaría este momento. Casi insensiblemente, sentí que me estaba enamorando nuevamente y no sabía como salir del atolladero. Decidí responder con la verdad. –Sí, siento una atracción intensa hacia Macarena, pero tengo amarras legales con otra persona -  y le expliqué mi situación. No podía hacer planes futuros para consolidar esta relación. 
  La señora Celina era una mujer práctica. Contó que su hermano era abogado experto en divorcios, el mismo había sido casado tres veces. Me dio una tarjeta con sus datos y aseguró que esa misma noche lo telefonearía explicándole el caso. ¡Se abrió el cielo para mí! Podría rehacer mi vida junto a Macarena.
  Sentí que me estaba retornando esa indestructible ansiedad de vivir. Me excusé ante Macarena mi temor a un rechazo al saber la verdad. Ella demostró amplitud de criterio y una compresión absoluta. ¡No podía creerlo! Ella esperaría todo el tiempo que fuera necesario para unirnos definitivamente. ¡Me amaba!
  Bajo la persistente intervención de doña Celina, los trámites legales llegaron pronto a feliz término. Victoria exigió sólo el cumplimiento de la mesada legal para los hijos, hasta la mayoría de edad o el término de sus carreras. Esto me desequilibraba económicamente. Sin embargo mi futura suegra tenía solución para todo. –Los años pasan volando. No te darás cuenta y esos niños serán adultos.
  En este punto, hermano, comenzó otra etapa en mi vida. Debí dejar nuevamente sola a nuestra  madre, aunque ella tenía el proyecto de vender la casa para incorporarse a un Hogar de Ancianos, donde sería atendida hasta que llegara su fin. Secundado por Macarena, le solucionamos sus deseos.
  Alfredo, esta es la parte de mi vida que no acierto a comprender. Tengo un hogar,  nueva esposa, una situación social de otro nivel, un cargo estable en mi carrera funcionaria y lo más importante Macarena me ama de verdad. ¿Qué más puedo pedir? Pero ella aún no quiere por ningún motivo amarrarse con hijos, exige el máximo de cuidado en nuestra intimidad.
  Si yo también estuve de acuerdo en este aspecto ¿Por qué no logro las satisfacciones que siempre he anhelado? y muy por el contrario con Victoria constituyeron mis mejores goces en los primeros tiempos de matrimonio. Añoro ese apasionamiento, un poco salvaje, algo primitivo que ella me hizo sentir. Ahora, todo es metódico, regulado, ordenado, según la forma de ser de Macarena.
  Debería sentirme capaz de asumir mi nueva realidad. Ella me lo ha dado todo, me ha entregado su confianza, su juventud. Soy su primer amor, me ha hecho recuperar la dignidad, la decencia. Nuevamente tengo un hogar, una posición social, una situación de respeto que había perdido en mi matrimonio anterior.
  Macarena, me ha sacado del hoyo horrible de la depresión y la angustia. No quiero otra fractura conyugal. Entonces ¿Por qué no soy capaz de apreciar toda esta nobleza? Hermano, esta es mi incógnita ¿Qué me sucede?

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