Devaneos del
Jorge
La última
idea que se le ocurrió esa mañana no hubiera sido considerada como una idea por
ningún filósofo que siquiera remotamente creyera que de alguna manera los hombres
son autónomos, sujetos de su historia o sus acciones, en un mundo armónico y
orientado hacia adelante, hacia un futuro prometedor, en que por fin nuestros
hijos o los hijos de nuestros hijos, liberados hasta de la última gota de
ignorancia (alguna vez, en una época pasada, a lo mejor la Edad Media, un
renombrado filósofo y teólogo, siguiendo a Aristóteles había proclamado esa
doctrina, en medio de la pestilencia de las hogueras en que se consumían los
difuntos por la peste, o se retorcían las brujas dando alaridos). Porque la
idea que le vino a la cabeza a J mientras se tomaba su café era a la vez una
maravilla de lógica implacable y un disparate, nacido de esa misma lógica, tan
perfecta como fría. Podemos suponer que
un jurado tan benevolente como comprensivo podría haber absuelto a este sujeto,
en realidad un ex sujeto, o quizás, y como él mismo se resignaba a creer, más y
más, uno que nunca había sido sujeto, que llevado por el espectáculo atroz y
descorazonador, pero también bastante cómico, de la marcha del mundo hacia los
márgenes del segundo milenio desde la cuantificación oficial de la historia
según el mito cristiano, se debatía buscando soluciones para el estado de
cosas, soluciones que de antemano él sabía de manera implícita que nunca iban a
serlo, ya que no saldrían de las paredes viscosas de su cabeza, o se
extenderían más allá de las personas sentadas conversando en un café, a orillas
de un lago, en el verano, echados para atrás en sus sillas de reposo, o en un
salón cualquiera. Pero existe un tipo de persona que para poder efectuar lo
anterior, es decir existir, tiene al menos que saber a qué atenerse. Ese tipo de personas le tiene un miedo
terrible al caos, al desorden.
Por su
constitución quizás delicada, o que parece delicada, J no tiene la proclividad
a pasarse el día ordenando papeles, lavando loza sucia, barriendo o pasando la
aspiradora, planchando o lavando ropa, etc, contestando sus mensajes
telefónicos, su anticuado correo --todavía existe mucha gente que escribe o
manda revistas, libros, notas, y que espera que le contesten de la misma
manera, mediante el anticuado papel o pluma, y lápiz, metafóricamente, ya que
en realidad todo el mundo utiliza computadores para escribir. Ese miedo al caos
que mencionábamos anteriormente no es en absoluto escaso en este medio, y
aqueja a muchísima gente, y, cosa bastante natural, se encuentra ligado en la
mayor parte de las casos a una lógica bastante rigurosa de parte de los
afectados. Después de todo, la lógica,
la razón, constituyen formas de ordenar el caos que dichos individuos sienten
que los amanezca por todas parte.
No creo que
exista nadie que por otro lado se atreva a negar que una tal percepción de la
realidad no tiene nada de extraño, y que quizás denota una inteligencia básica
de parte de los afectados--no estamos tratando de decir que disculpamos la
neurosis o la paranoia, sino que, dadas las circunstancias de la finitud de la
vida humana individual, que es un hecho siempre presente pero en el que no se
piensa a menudo, la tendencia a la entropía de cualquier orden que sea, no hay
mucho derecho, ni siquiera de parte del más humanista, para negar la existencia
de un cierto malestar que aqueja al hombre ( o la mujer) que, sabiéndose
mortales, pueden llegar fácilmente a hacerse un orden tal en su vida que de
alguna manera compense el caos que los rodea y que a la postre, y como a todos,
va a terminar por aniquilarlos.
Pero quien
habla por teléfono esa mañana no es uno de sus amigos, así llamados, que
pudieran compartir esa conclusión, sobrellevar su escándalo sin escandalizarse
a su vez, ni sentirse obscuramente ofendidos, e incluso podrían ser capaces de
entender y gozar el humor, patente para todo fulano o fulana que no fuera un o
una acomplejada, aunque en esta otra tierra, mentada como de oportunidades y
donde han hecho otras vidas, pero que siguen aún marcados por los estigmas
originales. No era el flaco del círculo
español que quería organizar un taller de prosa o poesía, en un vano intento de
enmarcar en los planes de alfabetización de los coños un poquito de cultura, y
proponía algo así como la enseñanza a un público que seguramente estaría
compuesto por señoras o caballeros retirados, de los elementos básicos de
intención y forma que constituyen los diferentes géneros; prosa, poesía,
ensayo, teatro, e incluso quizás la escritura de guiones para el cine o la
televisión--único campo verdaderamente rentable para la escritura en estos
tiempos que corren--, la instrucción, sí, de estos parámetros, mezcladas con
las normas elementales de la gramática del idioma peninsular.
Y mientras
contesta el teléfono, J. No puede dejar de apartar los visillos por la ventana
para ver si la vecina se está vistiendo--a esa hora de la mañana a veces,
cuando no va al trabajo, ya que debe trabajar part-time, como se dice por aquí,
a media jornada, y él supone que estudia además en la universidad, aunque no
está muy seguro de su edad, aunque representa entre los veintitantos y los
treintitantos, un poco entradita en carnes, pero muy bien hecha, torneadita--cuando
no le toca ir al trabajo o a la universidad--si suponemos que está estudiando--
se la suele ver que camina, haciendo una cosa o la otra, pasando por la ventana
de su cuarto, o de otros cuartos de la casa que comparte con otra gente joven,
no estaba seguro si se trataba de amigos, gente que comparten nada más el mismo
lugar, roomates, como se dice por aquí, sin nada en común, a lo mejor no se
puede fumar, porque J. A visto cómo ella a veces cierra la puerta de su cuarto,
enciende una varilla de incienso y se pone a fumar un cigarrillo, en la noche,
de tarde en tarde, tras sus cortinas casi absolutamente transparentes tras las
que ella se desplaza, quizás ignorando que a unos cuantos metros se encuentra
justamente la ventana del estudio de J., que a esa hora precisamente le bajan
las ganas de examinar algunos de los papeles que dejó sobre el escritorio, y se
levanta de la cama de su dormitorio y se dirige al estudio, pero no se sabe si
ella es consciente de ese hecho, de si es en otras palabras una exhibicionista
que tiene la suerte de vivir en la casa del lado y con la ventana casi a
apareada de un voyerista, o de si inocentemente se deja vivir en forma
confortable, convirtiendo el acto furtivo de la observación sistemática u
ocasional, intencional o casual, en un delito en esta sociedad un poco dura en
estas cosas, por así decirlo menores, pero que permite a los traficantes de
drogas y cabrones ocupar sus esquinas del centro por años, haciendo su
negociado a vista y paciencia de todo el mundo, y más aún de la policía. Pero no hay tampoco que olvidar algunos
elementos atenuantes: una gran parte de esos protagonistas, y la mayor parte de
las mujeres jóvenes que ellos explotan en prostitución, son menores de edad, y
si se los aprehende ocasionalmente, no tardan mucho en volver a circular. Y la misma policía declara a través de sus
personeros, ante las conminaciones y recriminaciones de padres angustiados, que
si se deciden a apretarle las clavijas a los ratones que trabajan en las
esquinas, se les van a escapar los peces gordos que los dirigen y a los que en
realidad se trata de controlar. No. No es culpa de J.. Cuando él se cambió la situación ya esta
armada de esa manera, y daba lo mismo que fuera él o un armadillo quien viniera
a arrendar el departamento. Además
existe el consenso casi fanático de la privacidad personal: Quizás esa
cortinita que no tapa nada, sobre todo en la noche cuando las luces están
apagadas, es una convención, un símbolo, que hace que los naturales del país no
observen oficialmente y que ese espectáculo posible no exista para ellos, ni en
su, expresándolo de una manera más pedante con el estilo (prestado) de algunos
de sus amigos académicos (dizque): horizonte de expectativas.
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