El hombre que miraba pasar los trenes
La muchedumbre pasa a su lado. Él parece no verla. Su
mirada está fija en las vías. El color de sus ojos no se distingue. Puede que
sean grises. Todo en su figura es gris.
Sus pies, peligrosamente, al borde del andén.
Algunos distraídos lo empujan. Él parece no notarlo.
Los trenes llegan y vuelven a partir. El recinto de la gran estación pasa del caos
de los arribos y partidas a la soledad y
quietud de la espera.
La gente baja. La gente sube. Unos salen. Otros entran.
Él permanece.
Viste un sobretodo demasiado grande para su tamaño. Una
bufanda le envuelve el cuello. Del sombrero de fieltro, fuera de moda, asoma su
cabello entrecano. Los brazos caen extendidos a los costados del cuerpo. Hace
mucho calor. Uno de los peores días del verano porteño.
LLeva horas en la misma posición. Inmutable. El perro no
se mueve de su lado. Está como él. Inmóvil mirando los rieles, ahora desnudos, después aplastados. El andén
vacío. El andén lleno.
No
puedo apartar la vista de esa imagen. Un tren avanza. Se acerca. Suena la
bocina. Vuelve a sonar. Más y más. Me aturde. El sonido de la bocina no cesa. Su cuerpo se inclina hacia las vías. Corro
hacia él. Mis manos quieren alcanzarlo. Sostenerlo. Retenerlo. Salvarlo.
¡¡¡Loca!!! ¡¡¡Loca!!!
¿Qué hace?
Siento
la gente a mi alrededor. Rostros extraños.
Manos que me aferran.
Oigo
el chirrido de los frenos. Mis ojos lo buscan. Sobre las vías solo hay vacío.
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