El chistido anunciador de las lechuzas
Cada vez
que Venancio tiene que ir al pueblo, hace un alto en la Pulpería de Edelmiro. Se
acerca al mostrador pide una caña doble, la toma de un saque y sale rebenque en
mano. Monta el zaino colorado golpeando ancas, crin y cola al viento. Sigue
camino a la estación para retirar algún recado o encomienda, que suele traer el
tren de las 7 y pasa por el almacén en busca de algunas provisiones.
Hombre de
pocas palabras Rogelio, tímido y arisco. Chambergo ladeado, pañuelo bataraz al
cuello, bombacha, facón en la cintura bajo la rastra cincelada. Peón de campo y
mandadero de la Estancia
La Carlota, distante a 5 km del pueblo. Allí vive con su joven y
agraciada compañera, de ceñido talle y esponjoso pelo negro. Ocupan una piecita
de adobe cerca del profundo estanque. La muchacha ayuda a Felisa a lavar la
ropa, limpiar y cocinar para los peones y los patrones, cuando estos están en
el casco de la estancia.
Felisa y su
marido Constancio, habían llegado a Magdala, hacía poco tiempo. Venían de pagos
lejanos en busca de techo y trabajo. En La Carlota encontraron lugar para los dos.
Constancio muy hábil y desenvuelto para el manejo de la peonada en poco tiempo
ocupó el puesto de capataz de la estancia. Guapo y pintón débil para las
faldas. Payador y guitarrero en las noches de grillos y estrellas. Bajo el
alero de paja del rancho, suelen compartir mates cítricos y humeantes que van y
vienen de mano en mano, entre payada y payada. Miradas cómplices de la
cimbreante mocita cebadora mujer de Rogelio, que une y desune almas, en la
rueda de la noche.
En el
atardecer dominguero, Edelmiro el pulpero, apoyado en el palenque mascando
yuyo, disfruta de la puesta del sol, los rasantes vuelos del chajá, o las
gaviotas del campo que buscan refugio en sus nidos y escucha el chistido de las
lechuzas anunciadoras. Recuerda que
tiene que ir a buscar unos quesos al tambo de los Arguindeguy, sube al sulky,
toma las riendas del overo negro y se dirige al tambo vecino a La Carlota.
Felisa y Constancio tratan de colocar la
cincha para sujetar la albarda a dos alazanes inquietos. Las aspas del molino
giran lentamente contra el cielo rojizo. De pronto un repique de cascos avanza
a tranquera abierta. Se altera el silencio de la llanura. Es el chúcaro
Rogelio. Detiene el zaino que se alza en dos patas. Desmonta con rapidez.
Avanza como una serpiente traidora. Se planta bien erguido sacando pecho
delante de Constancio, y sin parpadear saca su reluciente facón de entre la
ancha faja negra que le sujeta las bombachas, y se lo clava en el vientre, sin
decir palabra. Constancio solo interroga con la mirada que va descendiendo
hasta desplomarse en los brazos de Felisa que grita un por qué desesperado.
Relinchando
el caballo se pierde con su jinete en una nube de tierra. El pulpero con un pie
en el estribo del sulky observa todo del otro lado del alambrado. En un segundo
corre y se acerca a la escena pero ya es tarde.
Rogelio llega a la pulpería a galope
tendido. Cuando entra se dirige agitado al mostrador. Pide una caña doble y se
la empina en un solo trago, con sed baguala se aplaca el galguero. Mira sus
manos rojas de muerte. Va hasta el pozo del aljibe, lava y sacude la culpa,
impostando justicia. Monta el zaino y a chicotazo en el lomo desaparece a campo
abierto, cabestreando distancias, donde lo traga la inmensidad del horizonte
pampeano
1 comentario:
Querida Josefina .Tu jugoso relato me trajo recuerdos de mi niñez entrerriana. Gracias . gracias gracias por eso.
Bendiciones
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