GOLPE DE DADOS
Había en mi
ciudad, o mejor sería quizás decir, fuera de ella, pero cercándola, rodeándola amorosamente
aún sabiendo que debido a su expansión se extinguirían campos arados, tierra
esponjada y húmeda, negrosa y tibia, verde reventar de hortalizas. Y todo eso
más el amarillear del yuyo, se iban alejando cada vez más. A pesar de todo
quedaban aún terrenos, no muy grandes, en que una pequeña casa se veía
solitaria en medio de hileras cultivadas, huertos frutales o cuadros de claveles.
Hermoso espectáculo recrear la vista en esos parajes, ensanchar el pecho y
respirar el aire más puro bajo el cielo.
Pues bien, supongo
que al dueño de uno de esos predios o a su hijo, se le ocurrió trabajar en otra
cosa y un día cualquiera, Andrés Romero montó una bellísima y potente máquina
verdaderamente impresionante. Así
dominando como desde una atalaya efectúa recorridos de pasajeros velozmente por
esos caminos que orillan los campos y ¡vaya
si es diferente! Entre pasar sedentariamente esperando que crezca la hierba o
admirar los ojos mansos de los bueyes, a desplazarse imprimiendo velocidad con
sólo una leve presión del pie en el acelerador. Una sensación de prepotencia
infla el pecho. Verdaderamente. ¡Es otra manera de vivir! Se transforma entera
la base de sustentación del ser humano...Andrés Romero mira desdeñoso por los
ventanales amplios. El bus es confortable, rápido, seguro. Transporta hasta la
ciudad atravesando pueblecitos tímidos en afrontar exigencias del progre, pero
inmensos en brindar salud y paz beneficiosa. Hay un solo elemento negativo: su
madre. El padre y hermanos han estado acordes con el cambio de actividad de
Andrés. Ellos han aportado con bastante sacrificio por cierto, cuotas
considerables, ya que no están afiliados a sindicatos de transportistas, lo que
les habría otorgado una rebaja. Andrés decidió, un poco orgullosamente quizás
trabajar en forma independiente. Ya más adelante, si los vientos eran
favorables podría tener SU propia flota. El pecho se le ensanchaba. Su madre
¡tan anciana...! Sólo sabe decir: ¡Cuidado, cuidado!... Él la comprende bien.
Ella es uno de esos seres incapaces del menor intento de emancipación. Apegada
a su heredada conciencia moral y religiosa, férreamente tradicional. Buena, buenísima
mujer, madre, esposa, campesina, pero absolutamente obtusa.
El hombre es
el arquitecto de su propio destino. ¿Verdad Andrés Romero? Todo marcha bien.
Hasta que un día...”Un accidente más”, comentan los periódicos. “Horrible
desgracia”. “Camión asesino”. “Muertos y heridos: saldo fatal”. Son algunos
titulares. Al parecer, un camión con acoplado estaba detenido sin la debida
señalización en una curva del camino en una noche de enceguecedora neblina. El
camino resbaloso, la niebla, la noche, choque, volcamiento, caída a la
quebrada. “El chofer no murió”.
Pero nunca
más supe de Andrés Romero. Puede haber quedado inválido, disminuido o alterado.
Ya lo dijo Mallarmé: “un golpe de dados jamás abolirá el azar”. Pero al pasar
por esa misma ruta, frente a esos campos mucho tiempo después, arrumbada y
cerca de una casa pequeñita, al resplandor del sol, un extraño resto de
pullman-bus color naranja se destaca entre las flores. En vez de ruedas el pasto
la sustenta cual muelle alfombra. Un aletear de pájaros es la prolongación de su,
alguna vez, bullanguero tráfico. Donde hubo cierto motor, nervio y corazón de
su movimiento, crece alta la alfalfa. Por sus vacías ventanas entran y salen
las abejas. Miro y remiro su significado imposible, el sacrificio de su productividad
significante. El golpe de dados que se despliega en el extratiempo. Las flores
nada saben de catástrofes, modifican con un regalo el símbolo de una ruina y una
sinfonía de colores teje su guirnalda por los tristes fierros y allí, hoy mismo
lo he visto, alegremente se asoman dedales de oro por sus ventanas...
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