jueves, 20 de agosto de 2020

Lucía Lezaeta Mannarelli-Chile/Agosto de 2020


LA FAMILIA SALVALLANO


            Un sinfín de actividades requería su presencia en casa. La más primordial, la verdaderamente trascendente, era alcanzar a convivir con su clan. Cada ausencia había sido acompañada con un casi remordimiento por no girar al unísono con ese conglomerado humano que el mismo había formado. Ese orden que el mismo había establecido cojeaba en su base al faltar uno de sus elementos. Precisamente el fundamento que andaba flotante fuera de su órbita como un corpúsculo libre cualquiera recorriendo el espacio.
            La sólida y enérgica matrona dueña de casa, mientras tanto, había absorbido y cumplido heroicamente la duplicidad estelar de madre padre. Pero los hijos, ya rebeldemente adolescentes, necesitaban la mano firme del hombre de la casa. También ella - ¿Por qué no? – deseaba la compañía estable de un marido permanente y no esa especie de marinero de tierra, siempre pronto a partir.
            Cada parte era aquello de reunir el rebaño. Por sus pasos ella reconocía al que entraba y, desde su puesto en la cocina, gritaba:
            -¿Eres tú Re...? ¿o Jo? – por José o Renato.
            -¿Eres tú Guille?  ¿Eres tú Ma? ¿Mino? ¿Eres tú Salva? Para cerciorarse si iban llegando correctamente al marido o el pequeño Benjamín.
            Pero pronto terminaría ésto. Último viaje para Salvallano y que él aprovecharía para adquirir los elementos que harían falta en el hogar en la vecina Navidad. Después de eso, la vida sedentaria por siempre jamás.
            Se encontraba ya en la gran ciudad. Lejos, muy lejos de su hogareño rincón. Un día agitado. Entrevistas cotizaciones, pedidos. Carreras bancarias, descuentos de letras, cheques a sesenta días. Todo bajo un ritmo apresurado para terminar en el día y alcanzar el último tren. Entretanto hacía un calor endiablado. Un pegajoso hedor de ciudad acalorada en que el aire se ha detenido. En cada vehículo que pasa – y pasan miles – Lanza oleadas calóricas. En que cada ruido amplifica las ondas produciendo aún más calor – y los parlantes de las tiendas vociferaban a todo volumen. Aglomeración, ajetreo, proximidad de fin de año, asfixiante, enervante y agotante...
            ¡Ah! ¡Qué añorar...! ¡Un poco de sombra, un poco de paz, un poco de verdor...! ¡Estar tendido en la silla de playa bajo el fresco parrón...! ¡Una fresca limonada...! ¡Eso! ¡Un refresco! Eso hacía falta.
            Compraría los encargos y regalos y se iría a sentar a una fuente de soda frete a un helado y espumoso schop. Fácil era decirlo, pero otras dos horas entró y salió de sinnúmero de tiendas comprobando sorprendido que nada sacaba con examinar primero las vitrinas, pues salía con un paquete de aquello que menos se le había ocurrido adquirir. ¡Oh...! ¡Esas vendedoras con sus melifluas sonrisas...!
            -¿Pañuelitos señor? Bordados, primorosos, exquisitos. Con encajes. O quizá le agraden más pintados a mano. Un perfume delicado. ¿Para la señora, verdad? ¿Esta loción refrescante o este extracto francés? ¿Le agrada esta fragancia? – Y una gotita en el velludo dorso de su mano la transmitía un embalsamador aroma a lavanda, jazmín, a rosas.
            -También cosméticos, señor. Esta sombra para los ojos es fabulosa... ¿Y qué me dice de este nuevo color para el cabello?
            Y lo confundían bajo un chaparrón amable de palabras sin darle posibilidad alguna de poder explicarles cuan pocas probabilidades había de aplicar a su recia mujer toda esa gama de misteriosos encantamientos. A ella que nada tenía, absolutamente nada de esfinge. Además, faltaban los libros para los muchachos. La cultura ante todo. Ya estaba adquirido lo esencial. El pequeño Mino tendría su armónica. Renato, su par de anteojos para el sol. María, un anillo con una turquesa, y Guillermo, un mecano. Una estupenda cacerola de acero inoxidable, que alguna vez la dueña de casa mencionó como complemento indispensable en su batería. En fin. Ya estaba todo comprado. Paquetes, paquetes y más paquetes. Miles de pesos menos en su billetera, pero una ancha satisfacción de misión cumplida. Y ahora sí... Se proporcionaría un verdadero baño de fresca cerveza en una pastelería de enfrente. Las mesas estaban repletas y sólo podría, dificultosamente, arrimarse al mesón. Esos paquetes le estorbaban. Al fin logró sentarse, secándose el sudor. Fue una gloria sumergirse en el descanso, posar los pies, soltarse la corbata. Le quedaban aún un par de horas antes de embarcarse. La camisa se le pegaba a la espalda y los pantalones se le adherían a las nalgas. Se sentía hecho una sopa. Se pasó el pañuelo por el cuello y entonces una sonrisa cayó sobre él. No una sonrisa sola. También unos ojos y unas pestañas inmensas aterciopeladas, justo a su lado...
            -¿Calor, no?
            Una voz tierna, femenina, insinuante...
            -Tremendo – contestó algo asustado de esa hermosura que le dirigía la palabra iniciando un diálogo sin inhibiciones.
            Receloso, dirigió una mirada en un rápido recuento a sus múltiples paquetes apelotonados sin orden ni concierto. ¿Una aventurera? No le parecía. Daba muestras de una finura y amabilidad extraordinarias. Observó un traje blanco, de verano, adornado solamente con un oscuro collar. En su mano, anillo de matrimonio. Saboreaba sin prisa una copa de helados, aunque confidenció preferir café helado con crema batida. Conversaba candorosamente, mientras él admiraba sus deslumbrantes albos dientes.
            -Sí, claro, es agradable escapar del tumulto cobijándose aquí, al amparo del aire acondicionado.
            Enhebró la conversación acomodándose la corbata. Un comienzo sencillo, fácil, liviano, sin complicaciones, al alero del anonimato. Se hizo traer un par de nuevas copas de helado con galletas, extrañándose de no haber saboreado más a menudo tan paradisíaco manjar. Miró el reloj y se sobresaltó al comprobar que llevaba gastada ya una hora. La estación estaba distante y aún tenía que cargar con esa balaumba de paquetes. Soñar con un taxi era hipotético en esos días.
            -No se preocupe – ella era gentil – Lo acompañaré un poco y le ayudo. También yo me voy, pero vivo cerca.
            Jamás Salvallano se había sentido tan avergonzado de su transpirado traje y brillosa cara. Además, esa condenada cacerola...No había donde meterla...Pero ella. ¡Qué mujer comprensiva...!
            Le había parecido desde el primer instante un hombre de buenos sentimientos, hogareño y querendón...Cuánto envidiaba ella su vida plácida y plena de comunicabilidad familiar...En cambio, destinada por las circunstancias a sobrellevar una soledad totalmente legalizada, por poseer un marido aviador...Llegaba, a veces, por algunas horas y partía. Otras veces se detenía en el país sólo para transbordarse a otro avión. Su vida era volar. Su afición, su gusto, su tema de conversación era el aire, el espacio, las rutas aéreas. No encontraba asidero al estar posado en tierra, encerrado, enjaulado en un departamento, lejos de sus controles, motores, hélices. El zumbido aquel le hacía tanta falta como el oxígeno. No tenían hijos y ella quedaba como una solitaria paloma...Salvallano estaba consternado. ¡Una joven y bella mujer sola...! ¡Y qué mala suerte! Encontrarla ya al fin de sus viajes, cundo justamente se retiraba a su jubilación...! ¡Qué ironía del destino ponerle delante esa alma huérfana de afecto, a él, que estaba en el otoño de su vida! Y, mientras su razonamiento lo empujaba a despedirse sin buscar complicaciones y tomar el tren, su corazón. ¡Ah! ¡El pícaro...! ¿Por qué tenía que aletear como un jilguerillo en primavera? ¡Oh! ¿Por qué ahora, precisamente ahora? Gemía. Encontrarla ahora. Tan cerca y tan lejos...Ella lo acompañó, algunas cuadras, y le llevó los paquetes pequeños. También el de la dichosa cacerola, que ahora sí que estorbaba de veras.
            -Vivo en esos departamentos – y le señaló una mole de veinte pisos con ventanas absolutamente igual iguales -. Suba un rato, se va más tarde. Acompáñeme, le serviré algo y charlaremos. ¿Cómo sabe si llegamos a ser buenos amigos? Así, cuando venga nuevamente a la capital, yo lo esperaré.
            -Argumentos convincentes. ¿Cuándo jamás le caería del cielo una amistad igual? Pensó deprimido. Y tan bella... ¿Por qué tendría él esta infeliz suerte. Suerte de tener una estrella en la mano y que volvía a él sus espléndidos ojos y su andar de reina y él era un pobre hombre atado con los sólidos e indisolubles anillos del deber y la lealtad? ¿Por qué él no poseía la audacia del gavilán ni era un Poseidón de cabellos azules?
            Los minutos transcurrían demasiado aprisa ahora que el debía despedirse. Ella insistió una última vez.
            -Serán tan tristes estos días, que me sentiré aún más sola con el recuerdo de un buen amigo. Me sentaré a escuchar música, ver televisión, aguardando al marido que me colmará los oídos con cazabombarderos Phanton o Freedom, sus transportes Hércules o Galaxia, sus helicópteros Seacobra, sus aviones de reconocimiento Orion o los Bonanza o el Aero Commander...
            Por última vez contempló sus ojos de gacela temerosa.
            -Volveré – dijo simplemente.
            Ella le dio su nombre y dirección anotados en una hoja de libreta. El carillón de una iglesia daba las seis. El cielo estaba transparente.
            Esta vez el tren tenía otro sonido. Los conductores eran atentos y cordiales. Algo le hacía captar diferencias sutiles que le trocaban diferentemente feliz. No se molestó cuando el Expreso quedó detenido media hora en una estación ni cuando un niño que iba en brazos de su madre le derramó la Coca Cola en sus pantalones.
            Había sucedido algo importante. Algo interesante en su vida. Algo para él solo. Algo que por primera vez, no compartiría con su familia. Esta extraña circunstancia lo dejó desconocidamente desasosegado. Nada había sucedido. Nadie era culpable de nada y, sin embargo, se sentía con menos aplomo que el pequeño mino. Una impaciencia le roía entero. No encontró el sabor de antaño en las Fiestas con su gente. Se encontró vacío, con su pensamiento en otra parte...
            Buscó y encontró a los diez días, pretexto para organizar un nuevo viaje a l capital. A la gran aventura. Con una impaciencia de los quince años, derramándose de adentro hacia afuera. Como un calvario que ya llevaba diez días disimulando en su hogar. Apretándose de angustia ante la eventualidad de que pudiese fracasar la magnífica gestión que iba a emprender. Estaba en juego su propia liberación. Nunca, como ahora, la rutina y el círculo familiar se le habían presentado oprimentes, asfixiantes como una verdadera cautividad. Jamás se había percatado antes de ello. Captaba que, en una ordenación de valores, su propio yo siempre había quedado afuera.
            Faltaban sólo unas horas...Con el pensamiento remitía mensajes: Espérame. No salgas. Voy a llegar...El tren demoraba mucho. Demasiado...Exprimía los minutos, los segundos, los latidos...
            ¡Había llegado! Se arregló el atuendo. Su mejor vestuario para la ocasión. El cabello recién cortado. Oloroso a colonia...Se dirigió al centro, a los edificios de veinte pisos y buscó en su bolsillo...En ese no. En el otro. En el pantalón. En la billetera...En la chequera...Un sudor le perló la frente...Algo como un llanto callado quiso aflorar a sus pupilas y comprendió que jamás volvería a encontrarla...El carillón daba las seis...El cielo estaba transparente...

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