Una vida utópica
Recuerdo que desperté sola, existían unos pequeños sonidos a la lejana que me hacían reconocer el clima lluvioso. Hacia frio pero me sentí mariposa, volando por el pasado con unas fotografías que ardían en mi memoria cual chimenea en invierno y su fuego envolvente a mi soledad, entonces recordé que en esta edad es donde la vida comienza a doler.
La vista borrosa me obligo a tomar asiento en una vieja mecedora que había sido testigo de mis ataques y en mi momento de lujuria, un puntazo al pecho me dejo sin aire, no encontraba consuelo en mi pasado. El resplandor de la lumbre frente a mis ojos tristes me regalaba paz ¡Y como necesitaba un poco de paz en mi corazón y en mi cabeza! Me encontraba removiendo viejas heridas y todas me enseñaban lo lejos que puede llegar la soberbia y el egoísmo. Rememore aquellos viejos amores que se esfumaron como las hojas de un viejo otoño con la fuerte brisa de agosto.
Sentí mi corazón tan vacío, a su vez lleno de dolor y otra vez la puntada molestando mi frágil tórax provocando una guerra permanente entre la vida y la muerte. La chimenea ya no lograba alumbrar mi oscuridad, el fuego iba disminuyendo como mis ganas.
Cuando al fin pude respirar, seguí revoloteando sintiéndome todavía con alas más ya no con libertad. Una sonrisa fingida se escapó al mismo tiempo que un lamento eterno, lamente momentos que no fueron, sonrisas que se perdieron por mi culpa, errores que no perdone y todo el odio que fui acumulando durante mi vida. Me convertí en una anciana que anhelaba amor y compañía, me convertí en carcelaria de mis propias decisiones, esclava de mis propios miedos. Las cadenas de mi egoísmo me pesaban sobre los brazos y me derramaban sobre un piso repleto de espinazos.
La apnea tendía a ser constante, en simultáneo se acababa el fuego de mi viejo fogarín. Suspiraba, cada vez me hacía más débil. Alucinaba con cada pestañar e imaginaba que vendría una vida mejor. Me quedo tanto amor para dar, tanta esencia humana intacta que jamás utilice. De mis noventa, estuve sola cincuenta y cinco, tiempo que fue suficiente para pagar por mis errores, esperando que el karma en otra vida no me cobre más.
Con mi última fuerza logre sostener mis manos y relajarlas sobre mi regazo. Cerré mis ojos esperando que el dolor se detuviera, momento en que una fuerza externa provoco que mis ventanales dejaran pasar el oscuro aire que llegaba de las afueras. El fuego que me mantenía viva se apagó y yo deje de existir.
Más irónico fue que morirme era el pasaje a la paz que necesitaba, comencé a volar y volar sintiéndome otra vez libre, dejé de sentir el dolor intermitente que se fue junto a mi cuerpo, sentí por fin que podía perdonarme por todo, soltar y renacer.
Cuanto bien hace renacer, pensé mientras despertaba junto a la chimenea extinta y la luz de sol en mis ojos, era mi aroma preferido, el aroma a un nuevo día.
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