MI AMIGO JONNY
Yo, tan tímida todo el tiempo... ¡Y pensar que por dentro tenía un gran mundo de pensamientos y fantasías que pensaba podían ser realidad! Con solo hojear un libro podía sumergirme en un mundo donde la imaginación estaba de parabienes. ¿Serían todos los niños como yo? ¿Por qué no hablamos de eso?
Muchas veces sentí que me adiestraban para comportarme como adulta y pensar como tal... ¡Qué aburrido me resultaba mantener la compostura y cuánto trabajo me daba portarme bien! Pensaba permanentemente en idear aventuras que, plasmadas, se transformaban en travesuras. ¡Y claro! Después que ocurrían, ¿cómo le explicaba a mamá que solo quería jugar?
Gran parte de mi infancia cargué un sentimiento de soledad, no podía entender lo fácil que le resultaba a otros nenes portarse bien. Me resistía a renunciar a mis deseos de ser una superheroína, con superpoderes, ¡de esos que hacen realidad todos los sueños!
Tanto lo deseé, tanto recé, y tanto intenté portarme bien para que el Dios de los Superhéroes me concediera ese poder… ¡Hasta que lo conocí a él! Tenía los ojos tan brillantes y negros como el café que papá tomaba todas las mañanas antes de ir a trabajar.
Apenas lo vi supe que seríamos amigos; la química fue inmediata, hasta parecía que entendíamos lo que el otro pensaba… Nunca supe cómo lo hacía, ¿sería como un adivino de esos de los cuentos que mi hermana mayor me contaba antes de dormir? ¿O se trataba de alguien que de verdad tenía ciertos poderes?
Cuando algo se me ocurría corríamos a hacerlo sin titubear, a sabiendas del reto que nos daría mamá. No importaba, era tan placentero saber que había alguien con las mismas ganas de adentrarnos en aventuras… Aunque veníamos de diferentes familias, yo con muchos hermanos, él era hijo único, de hecho, creo que no tenía papás.
Se llamaba Johnny. Le pusieron ese nombre debido al cantante de rock de aquellos años, el gran Johnny Tedesco. Sabíamos entendernos, era el compañero por el cual tanto recé. Sería una amistad para toda la vida.
Compartíamos el gusto por los caramelos Sugus y los alfajores Jorgito. ¡Qué ricos eran! Nos encantaba comerlos a escondidas de mi hermanito que nos seguía siempre y a todos lados. ¡Sentía un gran remordimiento al decirle que él era muy chiquito para comer golosinas, que hacían mal a la panza! Pero no podía resistirme al encanto de esos ojitos azules que no hacían más que mirarme casi suplicándome para que le compartiera mi botín.
Mi amigo me observaba como buscando mi aprobación para dejarlo entrar a nuestro escondite, que por lo general era debajo de la gran mesa del comedor. Era un lugar de la casa que estaba destinado solo para visitas, lo que muy rara vez ocurría.
¡Siempre estábamos juntos! En los recreos de la escuela era cuando más lo extrañaba, me costaba mucho relacionarme con otros chicos. Sin embargo, con él era distinto... Me sentía tan segura a su lado, era como otra parte de mí, entendía perfectamente mis estados, solía quedarse en silencio a mi lado sin hacer ni un ruidito cuando yo no tenía ganas de hablar. Estaba segura de que si hubiera tenido que defenderme de esos monstruos de la infancia, lo habría hecho sin titubear.
Una tarde, cuando en el apuro por subir al tobogán del patio de la escuela, para llegar hasta arriba y como un pirata, ver el más allá para luego dejarme deslizar hasta la arena, tropecé con otra nena que estaba en mi misma aventura. Caímos las dos de cabeza, desde lo más alto; ese golpe dolió mucho, pero más dolieron mis dientes flojos. Entre sangre y lágrimas solo deseé que pasara pronto la hora para volver a casa. Después de despedir a la bandera salimos todos los niños en fila hacia la calle. Mi casa quedaba a unas cuadras, yo solo quería llegar a mi refugio a la espera de que mi amigo apareciera. Y para mi sorpresa, lo vi parado allí, en la puerta de la escuela, deseándome verme, como si supiera lo ocurrido. Con mi orgullo herido y mi labio roto nos volvimos juntos, con el guardapolvo sucio, las medias caídas y hasta medio despeinada, arrastrando mi pequeña valija de cuero, llevando mi cuaderno de clase y unos cuantos lápices sin punta. Él me había mirado solo una vez, casi como si me sacara una radiografía, y lo entendió rápidamente, el jugar era nuestra conexión. Después de caminar la primera cuadra se echó a correr de tal modo que no me quedó más que seguirlo. El viento en la cara secó mis lágrimas y acarició mis heridas, ¡Ya no dolía!
Aprendí de muy chiquita, con mi amigo Johnny, el valor del amor incondicional, ese que aparece de repente sin que lo esperes, cuando más destrozado estás, para caminar lento a tu lado en silencio o invitarte a correr dejando atrás cualquier dolor. Nunca vi un superhéroe de verdad, pero sí pude disfrutar de la magia que se genera entre dos que se eligen.
En memoria de Johnny Heredia-Alberganti, un perrito sin cola y con ojitos color café.
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