SILENCIO
Las camas son una embajada a la libertad como aquel amigo de la infancia con en el que descubriste las cosas más interesantes de la vida. Lo guardan todo bajo llave: silencio.
El primer secreto bien guardado fue cuando lógicamente empecé “a caminar la vida” a los cuatro años. Mamá solía decirme entre anécdota y risas que era un nene muy inquieto. La primera anécdota, fue cuando me desperté producto de un calor incómodo y tibio. El olor me despabiló. La que se quejó por lo bajo fue la empleada. Sacó todas las sábanas y el colchón a orearse afuera. La baranda era insoportable - decía. Silencio.
Con cada año que pasaba teníamos más complicidad. Otra gran anécdota fue la visita de mi amiguita de la infancia Martina. Nos habíamos criado juntos. Las mejores cosas comienzan a suceder (esa tarde) a los doce años: juegos infantiles, abrazos, risas nerviosas, besos (de esos que se dan un chico y una chica), las manos en el sexo del otro sobre la ropa puesta, pulso acelerado, primera erección. Mi madre nos llamó a tomar la merienda. Silencio.
Allí estaba Agustina. Su piel olía a caramelo. Le gustaba bailar. Se movía como una ninfa con los pelos al viento. Era fantástica, salvaje y de otro mundo. De repente, me vio, la vi, nos vimos. Me abrazó. Parpadee un par de veces. Estábamos desnudos. Reconocí esa sensación, el pulso, la contracción, el mismo cosquilleo que a los doce. Me desperté con el pijama tibio, pegoteado y un olor metálico. La vida no es fácil a los quince años. Silencio.
Los tres años siguientes comimos, tomamos, fumamos y hasta nos revelamos juntos. Siempre tan solemne. Volviera tarde o temprano, solo o acompañado, sobrio o en pedo. Allí estaba ella en guardia horizontal, cómplice y esperando en silencio.
Los más intensos recuerdos fueron cuando volví del sur. Había terminado la facultad. De vuelta en mis pagos. Allí estaba. Me esperaba pintada de un azul claro. En el centro tenía un sol enorme que había pintado mi madre. Ese año fue el peor y el más difícil de todos. Mi madre cumplió años para irse tres días después: misa, gente reunida recordándola, fórmulas mágicas para seguir tu vida. Me abracé a sus barrotes y juntos lloramos esa noche en secreto. Silencio.
Cinco años más tarde, llegó Natividad. Estuvimos pocos años pero con una intensidad tremenda. Natividad dejó su himen allí. Mi cama se comió ilusiones, abrazos, visitas clandestinas, tele, empanadas calientes (de cena) y frías (de madrugada), charlas interminables, peleas, reconciliaciones, polvo tras polvo, sudor y posiciones. Dos años después, Natividad me abrazó. Nos dejó su tristeza y sus mocos. Quedamos desgarrados. Desilusión. Silencio.
Pasaron los años, yo la quería cada vez más. Horizontal y eterna. Nos mudamos de ciudad. Ella me acompañó. Primero, a casas de alquiler y un concubinato. Después, a nuestra casa propia y un matrimonio. Así estamos los tres juntos hasta el día de hoy. Mi mujer es la que más duerme con ella. En especial cuando la gata decidió tener en ella sus gatitos. Entonces, éramos ocho durmiendo juntos: dos arriba (encima de ella), y luego, la gata grande, la mamá gata, los tres gatitos debajo entre sus patas hasta que los adoptaron diferentes familias. Silencio.
Ahora lo más novedoso es que pronto vendrá el primer heredero. Todos me preguntan cómo se va llamar, a qué colegio va ir, si prefiero que salga varón (por mi mujer) o que salga nena (por mí). El sexo es indistinto. Mientras salga sanito me alcanza. Lo que tengo muy en claro es cuál va ser su regalo. Probablemente nadie entienda pero mi hijo o hija seguramente sí, tarde o temprano, tiempo al tiempo. Por ahora silencio...
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