lunes, 23 de septiembre de 2024

Susana Consolino-Argentina/Septiembre 2024


 

La soledad parecía roerle hasta los huesos. Lloró ese día como hacía tiempo no había hecho. Ardían sus ojos, ya sin rimmel. Notó que tenía hambre. Ni recordaba cuándo había comido. Pensó en chocolate. Sí, tenía una tableta de chocolate. Puso a calentar café. Abrió el armario, sacó la hermosa caja antigua dorada, tomó el chocolate y cuando comenzó a levantar la tapa, una catarata de lágrimas volvieron a rodar por sus mejillas… las secó con una servilleta de papel.

Se vio sola, en esa casa grande, tan grande, se sentía a la deriva, su sueño, que ya lo sentía como eterno, su tesoro, se había desvanecido. ¿Qué quedaba más allá? Mas allá nada. Ni siquiera una pequeña esperanza para abandonar la fragilidad que ahora la invadía. Sería una eterna agonía hasta que llegara el momento. Sabía que debería padecer hasta morir. Se decía: si no es en ésta será en otra vida.

Sirvió un café, mordisqueó algo de chocolate. Se abrigó un poco más con un viejo suéter, se metió en la cama y agradeció la cercanía de su perra y los mimos de sus gatos. Así pasaría una noche más.

La eterna agonía de la agonía final.

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