A
LA SOMBRA DE
UN PARQUE
Se ha disipado la calurosa tarde de verano
y la brisa suave del atardecer envuelve el lugar, convirtiéndolo en un sector
de recogimiento propicio a los recuerdos. Pronto las sombras se adueñarán de la
pequeña alameda y de los viejos árboles que extienden sus ramas cubriendo como
un manto protector este sector del parque. Entre las hojas, innumerables
pajarillos de escandaloso piar, anuncian que el día se acaba. Es el momento de
buscar un buen acomodo, entre su nueva prole que una primavera sin lluvia hizo
aumentar en un número superior a temporadas anteriores. Abajo, en la tierra, un
cementerio de mascotas, pequeñas tumbas nos hablan de amor y respeto hacía
aquellos animalitos que fueron parte de nuestra vida, proporcionándonos ese
cariño irracional que sólo ellos saben dar.
Un hombre mayor recorre el lugar junto a su
mascota, un pequeño velloncito blanco, cuyas patas apenas sobresalen del suelo,
no así su aguzada nariz negrísima que olfatea cuanto se coloca por delante,
como siguiendo una huella. Cada cierto tiempo se acomoda y levanta una de sus
patas traseras, orina y luego continúa el lento paseo acomodándose al ritmo de
su amo. Él usa lentes y su cabeza va inclinada observando cuidadosamente la
senda por donde camina. Siempre sigue el mismo itinerario, ese lugar del parque
le trae ¡tantos recuerdos! Sí, muchos recuerdos que abarcan la primera parte de
su vida.
¿Cómo le gustaría desandar los años y
volver a estar rodeado por aquellos seres que tanto amó? Un rostro dulce de mujer
aparece en su mente. Ella es Adela, con quien siempre se topaba a la salida de
clases. Él con su maletín cargado de pruebas para corregir por las noches, y
ella con la mochila atestada de cuadernos y libros que generalmente apenas hojeaba
al llegar a su casa.
Ver aquella niña y sentir una atracción
ajena a la razón, lo tuvo por mucho tiempo al borde de la desesperanza. Sin
embargo, Adela, como niña caprichosa, siempre buscaba la ocasión y el momento preciso para encontrarse con él y
brindarle una sonrisa que alegraba todo su tiempo, hasta la próxima vez que
casi siempre se producía al día
siguiente. Esto sucedió en el primer año de magisterio en que debía despedir a
veinte alumnas en la especialidad de Matemáticas, debiendo soportar las miradas
insinuantes, y hasta un poco provocativas, de aquellos angelicales rostros que
pronto abrirían sus alas para seguir diferentes derroteros.
El refrán dice que “un clavo saca otro
clavo”, no faltó una fiesta entre colegas, en la que conoció a Nancy, una
alegre jovencita que también iniciaba sus primeros aprontes como maestra de
cursos básicos. Su fuerte eran los niños más pequeños. Fueron casi cuatro años
de un pololeo tierno y gentil que se convirtió en un bálsamo para borrar el
recuerdo de Adela.
Pero los designios de la vida son tan
extraños y retorcidos como el tronco de aquellos viejos árboles. Un buen día en
ese mismo lugar se topó con Adela, quien llevaba a Boby a su paseo vespertino. La joven había llegado nuevamente
a la ciudad convertida en una egresada en Matemáticas, lo que causó gran alegría
en su ahora, ya no más profesor, sino colega. Para el hombre ese día fue
inquietante al reconocer muy íntimamente que sus sentimientos no habían
variado. Adela, sin ninguna duda, era la mujer con la cual quería compartir su
vida, a sabiendas que Nancy estaba ilusionada con un futuro a corto plazo.
Ambos se buscaban y pronto dieron rienda
suelta a sus sentimientos. Mientras él se
debatía en culposas aflicciones por no ser lo suficientemente honesto
para confesar esta verdad a Nancy, no obstante estar segurísimo de sus
sentimientos hacia Adela. Sin embargo había algo que sujetaba las palabras para
confesar este conflicto de sentimientos.
Un funesto día lo supo, Adela padecía una
dolencia que no pronosticaba un futuro a muy largo plazo. No obstante y
haciendo caso omiso al poco o mucho tiempo que les quedaba, ese lugar del
parque fue refugio de los amantes durante aquellos dorados atardeceres, junto a
Boby, un lanudo Poodle, que discretamente se echaba en el pasto, mientras sus
amos daban curso a caricias y palabras de las cuales el regalón quedaba
totalmente ajeno. Adela le hizo prometer que de ocurrirle algo a ella, antes que a su mascota. Él se haría cargo de su
cuidado.
Seis meses más tarde, el hombre paseaba al
alicaído perrito, mientras por sus mejillas se deslizaban unas impertinentes
lágrimas al recordar a esa mujer ideal, cuyo paso por su vida fue dolorosamente
breve.
Boby y otros Bobys, incluso el actual, han
sido sus mascotas, que ahora descansan en ese recodo del parque, en ese genial
cementerio que muestra lápidas, enrejados y recuerdos de aquellos queridos
compañeros de soledad.
Nancy se convirtió en su esposa y el hogar
fue premiado con tres hijos, sanos e inteligentes, que gozaron, en su momento, de
todos los Bobys que vivieron en el hogar.
Sin embargo, cuando el viejo profesor
camina por esos senderos, siente la compañía permanente de Adela y hasta, a
veces, cree escuchar su risa contagiosa y los ladridos de su mascota.
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