jueves, 22 de noviembre de 2012

Marcos Polero-Miramar, Provincia de Buenos Aires, Argentina/Noviembre de 2012





EL CAPITÁN BETO

 Ahora tengo 49 años, soy médico, con clínica propia y auto importado. He recorrido Europa varias veces y conozco el Caribe como la palma de mi mano. No paso apremios económicos y he podido sobrevivir a todas las crisis  gracias a mi especialidad siempre de moda, la cirugía plástica.  
Ha pasado toda una vida y miles de experiencias enterraron en el olvido la historia de Beto, mi vecino de la villa Santa Rita, amigo entrañable de la niñez.  Yo vivía en la Manzana 31, Casa 1 y él en la 4, casi al lado.
Casuchas de bloques de cemento sin revocar, todas iguales. Techos de chapa acanalada, a un agua. Patios de tierra convertidos por la lluvia en océanos de barro donde emergían mitades de ladrillos y pedazos de mampostería haciendo de caminos. En vez de calles, pasillos peatonales de cemento rajado. Cañerías rotas. Olor a podrido, a mierda y a orín, que aún hoy percibo en mis pesadillas.
Para los muchachitos de la villa el centro de encuentro era la “canchita”, potrero de tierra pelada que imaginábamos estadio, con arcos de palos de sauce  y travesaños sujetos con alambre de fardo oxidado. Allí jugábamos casi todas las tardes cuando conseguíamos una pelota.
Beto era el mejor. Nos agarrábamos a piñas por tenerlo en nuestro equipo reclutado cada día con el método del “pan y queso”. A los quince años el fútbol no tenía secretos para él. Gambetas, rabonas, malabares, cabezazos furtivos, chilenas imposibles; tiros libres de combas matemáticamente incalculables cuyo destino era el ángulo elegido del arco o los recovecos descuidados por el arquero.
Poseía la rara habilidad de los elegidos: jugaba vistoso, elegante, con movimientos cortos y ondulantes, bailando. Cruzaba la cancha como un delfín cortando el océano. Organizaba el equipo y se lo ponía al hombro. Creaba las jugadas e iba a buscar la devolución para dar un pase preciso o clavarla dentro de la red, que por entonces era imaginaria y  nos obligaba a invadir las casillas vecinas para buscar la “pulpo” escapada después del pelotazo.
En las canchas profesionales brillaba Norberto Alonso, y Luis Alberto Espineta lo había bautizado “El Capitán Beto” en una canción. El habilidoso muchacho de Santa Rita heredó el    mote como pasa siempre, o casi siempre.
Muchos venían a la canchita sólo a verlo, y varios clubes quisieron “ficharlo” para su equipo. El Social de Boulogne, el Atlético, el Las Heras de Ballester y hasta Tigre y  Platense se interesaron en él.
Su madre decía que todavía era muy chico para jugar en un club, pero la verdad era que no podía ocuparse ni prestarle atención. Ella, tenía que dormir hasta las siete de la tarde, después,  apenas tenía tiempo para arreglarse la ropa, cambiarse y maquillarse antes de ir a trabajar, y a veces soportar escenas de celos de Tumba, su pareja, con final a los golpes. Volvía del trabajo al otro día, casi a la hora de la escuela.
De Beto y sus hermanos menores se ocupaba Cintia, su hermana de diecisiete.  Les cocinaba a los cuatro varones y, muy poco, procuraba revisar las tareas escolares, aunque sus hormonas conspiraban contra el oficio de madre suplente cuando llegaba el “novio  y comenzaban las caricias y los apremios. Allí Cintia urgía por deshacerse de los niños para quedarse a solas con el amante. Los chicos migraban para el potrero, a jugar a la pelota, la mayoría de las veces,   otras, a las escondidas en los galpones de la estación Boulogne o llegaban, vía ferrocarril  a Retiro, a la capital.
La noche que cumplí los 16 obtuve algún dinero y el permiso para salir. Los más amigos nos fuimos todos juntos al centro colados en el tren. Beto venía con su hermano Julito y además estábamos Raúl, Pachón y yo. Queríamos ver una película de la Sarli en el Ferrocine.
 Compré un paquete de Jockey club y fósforos de carterita, que me calcé en el arremangado de la camisa y convidé a todos. Nos sentamos en las puertas abiertas del vagón con las piernas colgando. ¡Qué impresión cuando pasábamos el puente, después de la estación Aristóbulo del Valle! Quedábamos en el vacío mirando los autos debajo. Yo tenía miedo pero trataba de disimularlo con gritos y risotadas, creo que los demás también. Hacíamos todo tipo de bravuconadas para demostrar valentía y seguridad. Queríamos aparecer como valientes. Al otro día contaríamos las anécdotas en el barrio.
En la última curva, antes de entrar en la estación Retiro, Beto perdió el pié y cayó entre las vías. Hubo gritos y silbatos. El tren se detuvo. Sonaron sirenas. Llegaron ambulancias y la policía nos llevó hasta nuestras casas, menos a  Beto, que quedó internado en el hospital Fernández.
Al día siguiente nos enteramos de que le habían amputado las dos piernas por encima de las rodillas, era imposible ¡justo a él! casi hubiera sido mejor que se muriera.
Permanentemente íbamos a visitarlo a la sala general de traumatología, y  creo que allí, después de ver lo que es un hospital, me juramenté estudiar medicina, aunque mis motivos de entonces eran mucho más nobles que mi realidad actual.
Con el tiempo Beto volvió al barrio en una silla de ruedas. En un año ya andaba por las formaciones del ramal Belgrano pidiendo limosna y moviéndose con una agilidad pasmosa.
Lo que se le había terminado era el fútbol, eso creímos, ¡cómo se lo extrañaba en el potrero!
—Mirá si jugaba Beto— se escuchaba por ahí.
—Era único, valía por todo un equipo.
— ¡Qué gambetas! ¡Qué caños!
—Nunca nadie va a jugar como él.
-—Si no se hubiera accidentado ya estaría en River.
—Y en la selección juvenil, de la que se salvó ese Maradona, si Beto estaba sano, patente que era el diez en Japón.

Una tarde, Beto, sin la silla, balanceándose  con sus brazos y el cuerpo apareció en la canchita. Estábamos en pleno “picado”, pero todos nos quedamos parados y mudos.
— ¿Puedo jugar?— preguntó Beto, y nadie se atrevió a contradecirlo.
Entró a la cancha y robó una pelota caminando con las manos, o más bien, el muchacho que tenía el balón, por lástima y respeto, se lo cedió. Otro chico, que venía con carrera, no pudo parar y se le fue encima.
—Faul— dijo Beto—lo pateo yo.
En medio del mutismo, acomodó la pelota al borde del área, tomó carrera y con el puño cerrado golpeó la pulpo que se clavó en el ángulo izquierdo del arco.

Desde ese día Beto volvió a jugar en el potrero.  Hace años que no sé nada de él. Yo seguí estudiando y me fui del barrio. A veces me lo cruzaba en el hall de Retiro, en mis épocas de médico residente, cuando todavía no tenía auto. Él me miraba con un respeto inalcanzable y  no me saludaba. Yo tampoco.                                                                                
                        

1 comentario:

Marta Susana Díaz dijo...

¡Qué historia la del Capitán Beto! Es atrapante y al mismo tiempo sentí que iba con los chicos en el tren, sentada con las piernas colgando...Muy bien relatada y con el espíritu futbolístico del "Capitán Marcos Polero" Felicitaciones.