jueves, 22 de noviembre de 2012

Lilia Elena Durand-Buenos Aires, Argentina/Noviembre de 2012

Plaza de la Vida

            Terminé de leer Madame Bovary, cuando las primeras estrellas asomaban por el oriente y quedé pensando si, en verdad, era un personaje todo ficción o si en realidad había existido esa joven provinciana a la que el aburrimiento la había llevado a una desordenada  lectura  de cuanto libro estuviera a su alcance y luego, quizás por otros motivos, o tal vez los mismos, al suicidio.
            Indecisa, para ventilar un poco mis pensamientos y despojarme del protagonismo que siempre comparto con los personajes sufrientes de mis lecturas, resolví salir a caminar la incipiente noche. Tomé por Ugarte hacia la Avenida Maipú. Miré la hora, las siete y cuarenta y cinco; no tenía mucho tiempo.   
            Los negocios comenzaban a cerrar sus puertas. Poco a poco comerciantes y  empleados, amén de otros transeúntes, se retiraban dejando las calles con un tránsito muy escaso.
            Los colectivos espaciaban su frecuencia. El aire fresco y húmedo comenzó a atraparme.
            A punto de regresar, tropecé con la abierta sonrisa de una reja. Nunca había reparado en ella. Unos pasos adentro, un cartel con el nombre “Plaza de la Vida”.  Recordé que allí funcionaba un depósito de chatarra de la ex ENTEL.           La curiosidad pudo más que la prudencia y sin darme cuenta ya estaba adentro. Caminé el angosto sendero bordeado de árboles. A ambos lados algunos “bancos de plaza” y mesas. Al fondo, juegos para niños. Por entre la copa de los árboles asomaba una luna en creciente. Me senté un poco alejada, debajo de un árbol. Inmersa en la placidez de esa noche, dejé volar mis pensamientos hasta donde ellos quisieran ponerles límite.
            El chirrido de la reja me volvió a la realidad. El cuidador se retiró y yo quedé encerrada. Me dispuse a correr para detenerlo, pero algo me impedía caminar hacia delante. Quedé inmóvil mirando como se alejaba.
            De pronto, un susurro apenas audible acompañado de pasos en el aire, se detuvo detrás de mí. Esa cosa se apoyó en mis hombros y desplegando una enorme y blanca capa me atrajo hacia sí. Densas nubes comenzaron a cubrir la luna y un fuerte viento desató las hojas de los árboles que huían aterradas, sus ramas desnudas eran pequeños fantasmas que se acomodaban en fila. En absoluto silencio, esperaban.
            Las palabras salían de mi boca, pero yo no las pronunciaba. “¿Por qué quieres saber de mí?  ¿Hasta cuando importunarán mi descanso, pecadores hipócritas, que esconden sus vergüenzas tras el brillante barniz de la fidelidad? Yo libré mi propia batalla. ¿Acaso no pagué ya el precio? ¿Qué verdad es la que buscan?”   Esta arenga fue interrumpida por el fulgor de un relámpago que iluminó la escena.

             La luz de la linterna me encandiló. Con voz soñolienta, el cuidador me indicaba la salida. “Vamos niña, que ya es hora de cerrar”.
            Por la calle solitaria caminé el regreso. La verdad quedó en un banco de la plaza.

3 comentarios:

Anónimo dijo...

Bonito cuento Lilia

Luis Siburu
luissiburu@hotmail.com
22.11.12

Anónimo dijo...

Lilia me encantó!!!!!!!
Que maravilla como relatás, creás una incógnita que atrapa, y esas descripciones que vas llevando hasta el final tan lindo!!!!!!!!!

Besosssss Jóse

Nina Pedrini dijo...

Hermoso relato. Atrapante, me gusta cómo propones la intriga.